Hace un año, ya no es novedad, un grupo de islamistas entraba a la revista francesa Charlie Hebdo y a un supermercado kosher de París, para destruir todo lo que encontraran a su paso. Unos meses más tarde el ataque se repetía en otros centros del espectáculo y el entretenimiento capitalista: un teatro, un café, un estadio de fútbol, y varios restaurantes de la misma ciudad de París. Todos observamos perplejos, por la televisión e internet, la forma en que nuestros ideales democráticos eran cuidadosamente perpetrados en el corazón de la República o, lo que es todavía más sugerente, en el boulevard en homenaje a Voltaire. Mientras algunos polemizaron la cuestión exponiendo cifras exorbitantes de niños y adultos que también mueren, sin ser televisados, otros pusieron en tela de juicio los “ataques defensivos” del mundo capitalista. Sin embargo, nadie permaneció ajeno al espanto producido por la arbitrariedad del ISIS a la hora de elegir cualquier blanco occidental. Los meses pasaron y, nadie lo duda, el monstruo sigue vivo, diseminado en células que se contagian y buscan nuevos y secretos métodos de acordar puntos de ataque visibles y sensibles. Porque los atentados, además de mostrarnos la vulnerabilidad a la que estamos sometidos, y la incapacidad de evitarlos, no hacen más que profundizar el miedo al “otro”, al “extranjero”, “al distinto”, y consiguen que, sin entender muy bien qué pasa, miles de brutos desconocedores del Corán, el islamismo y de todo lo que hace al mundo Musulmán, afirmemos que las religiones nos agobian y nos destruyen, nos fanatizan y llenan de opio a nuestros pueblos, simplificando la cuestión hasta ahuecarla por completo.
Nadie permaneció ajeno al espanto producido por la arbitrariedad del ISIS a la hora de elegir cualquier blanco occidental.
Al mismo tiempo, ese blanco atacado es ficcionalizado por sus propios protagonistas. Houellebecq, en su última novela: Sumisión, imagina una Francia islamizada, donde las mujeres cambian polleras por pantalones y blusas bien cerradas, donde la mítica Sorbona es transformada en una universidad islámica y donde los hombres comienzan a gozar de la antes prohibida poligamia. Esa nueva Francia imaginada por Houellebecq, lejana, irreal, imposible de ser asimilada; esa fantasiosa Francia intangible, tan premonitoria y rechazada por el mundo occidental, llegó a las librerías, tal vez ni siquiera por azar, el mismo día del atentado contra la revista Charlie Hebdo. Como si la ficción no pudiera permanecer al margen de la realidad, Houellebecq, acusado de islamofóbico o de echar nafta al fuego ardiente de la extrema derecha, toma distancia y, aún sin arrepentirse de la palabra escrita, comprende que, tal vez, su imaginación acelera el proceso que él sólo recrea en un devenir obligado. Pensaba estas cosas el sábado pasado mientras miraba la road movie Camino a La paz, escrita y dirigida por Francisco Varone. Lo hacía porque, al mismo tiempo, observaba su intención evidente de matizar la fobia al extraño y –resistiendo la renuncia de mi ingenuidad– observaba el valor de ese ejercicio, contrario a la corriente epocal.
Existe otra paz, que no es un destino, ni un nombre propio, sino una búsqueda personal que se impone al espíritu violento y conflictuado del protagonista.
Camino a La paz es una historia simple que, al mismo tiempo, toca la cuerda del núcleo más complejo de nuestro momento histórico internacional. Su título lo anticipa sin revelar nada. Sus intenciones son mínimas y francas. La paz no da cuenta únicamente de una punto geográfico. Existe otra paz, que no es un destino, ni un nombre propio, sino una búsqueda personal que se impone al espíritu violento y conflictuado del protagonista. Y lo hace sin pedir permiso. Lo hace de la mano de una religión “extraña”. Frente a la amenaza paranoide del ISIS en el mundo, Varone elige contar la historia de un musulmán mendocino que se cruza por azar con un remisero amante de los autos, los asados y los amigos, con quien decide emprender un viaje a la casa de su hermano; para luego seguir camino hacia La Meca, en Arabia Saudita. Si bien el libro comenzó a traducirse en guión cinematográfico cerca de marzo de 2008, mucho antes de los recientes atentados, lo cierto es que la película se estrena en 2016, en el contexto de un mundo enrarecido que señala el fanatismo religioso de modo esquemático y acusatorio. ¿Quién es ese viejo? ¿Qué oculta? ¿Qué no cueta? ¿Cuántas horas al día reza y por qué cree en algo que no puede ver?
Cada uno de los avatares que sufre este par a lo largo del camino cuenta no solo la idiosincrasia del “ser argentino” sino también ese paisaje que los involucra y les complica la vida.
Sebastián (Rodrigo De La Serna) provoca la rápida identificación de los espectadores. Su incredulidad y apego a la coyuntura permiten al director pintar un personaje humorístico y querible, que sufrirá una importante transformación a lo largo del viaje. La dupla que conforma con Jalil, protagonizado por Ernesto Suárez –cara nada reconocida en el cine nacional– realza las diferencias generacionales, culturales y sociales entre ambos. Cada uno de los avatares que sufre este par a lo largo del camino cuenta no solo la idiosincrasia del “ser argentino” sino también ese paisaje que los involucra y les complica la vida. La Pampa, las Sierras cordobesas, las limitaciones de los pueblos, la carencia y la generosidad, son algunos ejemplos. Pero también están las limitaciones físicas y económicas, como los límites mentales y los que impone la religión. Ese combo de complejidades que por momentos se oponen al deseo de los personajes, los pone a prueba y genera reacciones y soluciones de las más alocadas. En ese punto, la liviandad y el humor de la película se vuelven recursos agradecibles.
Ahora bien. ¿Por qué me interesa tanto esta película? ¿Es la imagen cuidada y los paisajes que en todo momentos se engaman con las luces del auto o el estado de ánimo de los protagonistas? ¿Son los colores perfectamente elegidos para cada uno de los personajes secundarios? ¿Se trata acaso de los perros levrerianos que irrumpen en la aventura para quedarse? ¿Es el tema? ¿Es la incomodidad de Sebastián? ¿Es el contexto en que lo dicho se dice? ¿Es la tensión que nunca decae y me mantiene atenta en el disfrute de ese devenir? Salto a otra cosa. La semana pasada también estuve leyendo Todas las generalas servidas del mundo de Esteban Seimandi (Alfaguara), finalista del Premio Clarín de Novela 2014. Supongo que mientras miraba la película de Varone pensaba en esa novela de aventuras. Algo emparenta a los dos libros, escribo ahora. Algo los cruza en “mi camino”, en la misma semana. En la historia de Seimandi, un publicista argentino viaja a Hermosillo, un ardiente pueblo mexicano, para dar una conferencia a cambio de 1500 dólares. Lo que al principio parece una excelente oportunidad de viajar y conocer un lugar nuevo, pronto se transforma –y del modo más insólito– en un verdadero enredo de sucesivas peripecias. Involucrado en la muerte de un narco, sin documentos ni dinero, Schemansky deberá atravesar Tijuana hasta la frontera con Estados Unidos, conseguir vehículo, dinero y pasaporte falso; comida, bebida y contactos, para sobrevivir al calor incesante como a las presiones de la marginalidad en la que se ve involucrado en el intento, cada vez más desesperado, de volver a su casa.
En la historia de Seimandi, un publicista argentino viaja a Hermosillo, un ardiente pueblo mexicano, para dar una conferencia a cambio de 1500 dólares.
“Los que llegan aquí descubren que hay un tercer país que es mucho mejor que los Estados Unidos, ya sean los Mexicanos o los de Norteamérica: es la fatua, nefanda, caliente y gonorreica ciudad de tijuana. Este país es único en el mundo, aquí está todo dado vuelta y siempre a favor nuestro […] Porque los gringos en su país, son humillados por todo un sistema que les promete bigger, faster, stronger, richer, tastier, todo el tiempo por la televisión y nunca lo consiguen. Aquí tienen todos los placeres que podrían desear y todos prefieren el mismo: la posibilidad de humillar a alguien. Es su venganza. Y ése es el producto principal de nuestra ciudad, actuar de humillados. […] Pero al final de la noche, cuando el gringo se devuelve a Saldolariego, seco como una pasa, exprimido como un limón, drogado, borracho y con ardores en la verga, se vuelve sin un solo dólar. Y el mexicano cuenta sus billetes sonriente, sabiendo que la cosecha de gringos nunca se acaba.”
Cambia el escenario y los personajes, cambia la finalidad y el tono, pero en ambos materiales tenemos la típica road movie.
Timbiriche, el personaje mexicano que ayuda a Schemansky y a Gorostiaga (su compatriota publicitario) a volver a la Argentina, expone uno de los temas principales de la novela en un monólogo muy bien logrado, tanto desde el lenguaje literario como desde la jerga mexicana. Lo que importa aquí es poner de manifiesto ese borde anormal, apócrifo y difuso. Ese no-lugar entre dos culturas que entran en contacto y se chocan, pero a la vez se hibridan. ¿No ese acaso el tema de la película de Varone? De pronto todo lo que consumo se encuentra y se da sentido a sí mismo. Alguien que también leyó la novela de Seimandi, me dijo hace unos días: “es una película”. Y claro. Cambia el escenario y los personajes, cambia la finalidad y el tono, pero en ambos materiales tenemos la típica road movie donde un par, y sus respectivos secundarios que se suman y desaparecen, recorren un trayecto que, al final del viaje, habrá significado un descubrimiento, habrá tocado una fibra cerebral desconocida, habrá generado su anagnórisis o su instante de reconocimiento.
¿De qué escapamos? ¿Qué deseamos? ¿Cómo lo hacemos?
En Camino a La paz, Sebastián no lo dice, pero corta un lazo que lo mantiene atado a su padre de un modo material y terco, que lo mantiene en el enojo constante y la incomodidad. Sobre el final, en una impecable escena de espejos y reflejos, el pibe se mira y puede verse en su total integridad, con sus miserias y sus conquistas. Todos sucio, todo roto, demacrado, sonriente. En Todas las generales… Schemansky se descubre inmerso en la necesidad más honda y sin salida. En ese momento piensa: “Hace cuatro días tenía un sobre con dólares en el bolsillo, calor y aburrimiento y no me alcanzaba. Hoy no tengo nada de eso. Hoy solo tengo ganas de correr hasta Buenos Aires.” ¿De qué escapamos? ¿Qué deseamos? ¿Cómo lo hacemos? ¿Quién es capaz de enseñarnos algo fuera de nosotros mismos metidos en la experiencia diaria de hacer y equivocarnos? Probablemente nadie. Ninguna religión, ningún preconcepto, ningún buen compañero de ruta, ningún manual progre de autoayuda. La importancia está en el viaje, en el recorrido y sus desvíos, en el azar y en los otros, que nos permiten vernos. Ese es el foco en estas dos obras. Esa es la razón por las que vale la pena meterse en ellas///////PACO