I
Basta observar al verdadero Mark Zuckerberg, el neoyorquino de carne y hueso que nació en 1984, para entender aquella descripción de un artista millonario y sufriente que Michel Houellebecq —siempre atento a los almirantazgos de la contemporaneidad— hace en su novela El mapa y el territorio: “Tan difícil como pintar a un pornógrafo mormón”. Aún así, Zuckerberg, el geek que cambió para siempre la experiencia de la amistad (sin haber dejado de vender la privacidad de sus millones de usuarios al mismo puñado de corporaciones de siempre), supo articular una frase que lo catapultará, para siempre, de la condición de mero empresario a la de prodigioso entendedor de su tiempo: “Una ardilla muriendo frente a tu casa puede ser más relevante para tus intereses ahora mismo que la gente muriendo en África”. Implacable, esa percepción sobre la construcción contemporánea de relevancias y afinidades —más allá de las ardillas, más allá de África— atraviesa la médula de una lógica que no sólo se traduce en algoritmos detrás de cada monitor, pronosticando y satisfaciendo nuestros consumos, sino también en la construcción de burbujas filtradas de contenidos, donde hasta la política puede tomar la forma plácida —y casi epocal— de la autocomplacencia y el soliloquio.
II
¿Qué son las burbujas de contenidos? El producto de una operación de filtrado aplicada a ese idílico haz de infinitas posibilidades a las que cada usuario de la web tiene —al menos en principio— libre e irrestricto acceso desde su navegador. De ese universo, cada usuario traza, lo sepa o no, un recorrido único. De cada uno de nuestros consumos específicos registrados, por ejemplo, a través de motores como Google —sitio que reconoce la ubicación espacial y temporal, las búsquedas, las páginas visitadas y todo lo que, en definitiva, constituye la trayectoria inicial y final de nuestro potencial de conectividad como usuarios de internet—, lo que restan son huellas. El producto destilado de esas trayectorias —en el que las empresas encuentran un interés que se traduce en logaritmos diseñados para la identificación pormenorizada de clientes— es una burbuja de filtros. Es decir, un coto cerrado de hábitos, intereses e interacciones perfectamente catalogadas, que hacen de cada usuario un sujeto cada vez más cautivo de sus propias costumbres. ¿En qué se traduce ese cautiverio? En la certeza de que cada usuario de la web es una variable de consumo predecible para la customización y la fidelización ansiada por las empresas online (cualquier usuario registrado en Amazon conoce la experiencia: Amazon recomienda libros basándose en el conocimiento preciso de nuestro recorrido a través de los títulos en venta. De esa manera, Amazon conoce nuestros deseos y se perfecciona en el arte de complacerlos). ¿Pero quieren los usuarios convertirse en variables cada vez más predecibles? O dicho en los términos de Mark Zuckerberg, ¿deseamos realmente estar pendientes e interconectados primero por la fuerza centrípeta de la ardilla muriendo en nuestro jardín, antes que por la gente muriendo en África? El suspenso de la respuesta se acaba buscando la conferencia TED de Eli Pariser en YouTube.
III
Bajo entornos de conectividad amoldados únicamente por nuestra propia esfera de predictibilidad, ¿se reducen los márgenes para explorar aquello que no se encuentra aún en nuestro horizonte de expectativas? En esencia, la pregunta es acerca de la existencia (o no) de la verdadera libertad para intercambiar información y experiencias en la web. En esencia, también, el problema se reproduce en la red social y política por excelencia: Twitter, la espuma de la espuma. La discusión no pasa por el fenómeno de la creación de canales específicos que se propongan concentrar un determinado flujo de audiencias —a través de grupos específicos como 678 Facebook, a favor del gobierno nacional, o hashtags coyunturales como #lamuda, que en marzo de este año funcionaron como nodo temático en contra del gobierno nacional en Twitter—, sino por los modos en que su coexistencia escapa a toda lógica de intercambio —democrático, podrán añadir los más optimistas— y refuerza posiciones de puro antagonismo. Encerradas en sus propios canales de circulación, incomunicadas con todo lo demás, las audiencias se polarizan a través de un proceso predictivo de estigmatización y silenciamiento recíproco. “Si sos parte de la comunidad de lectores de @lanacioncom, conocé más sobre otros como vos”, sintetiza el problema de la burbuja de filtros —y la aguda tendencia al registro especular de los discursos— un especialista en contenidos digitales en su cuenta de Twitter. Réplica de los mismos mecanismos que Mark Zuckerberg comprendió mediante la observación detenida de aquello que se comparte en Facebook —donde la herramienta para invisibilizar contenidos ajenos gana relevancia—, la interacción política de usuarios en Twitter, construyendo y disputando la extensión de sus burbujas de filtros, se presta a escenas, por supuesto, más incandescentes. El impacto de episodios como la muerte del subsecretario de Comercio Exterior Iván Heyn o el seguimiento segundo a segundo de los discursos presidenciales —desglosados para su alabanza o escarnio con una instantaneidad ampliamente superior a la técnicamente posible para los medios tradicionales— permiten una exploración de cómo se construyen, se filtran y se encierran los discursos en lo que ya es uno de los segmentos más dinámicos y activos de la esfera pública.
IV
La muerte de Iván Heyn (el mismo algoritmo se dispara ahora con la vida de Jorge Lanata) fue una de las experiencias de construcción de burbujas de filtro más fulminantes de las que hubiera registro hasta entonces entre los usuarios politizados de Twitter (una red social que, por lo demás, funciona como una gran incubadora de cinismo; cuando no hay tiempo entre un sentimiento elaborado alrededor del desconsuelo ante la muerte y la burla de la muerte, lo que surge es la pura ironía: un sentimiento de empatía que ha nacido muerto, escribe Martin Amis en Experiencia). Mientras las organizaciones oficialistas enviaban mails a sus militantes recomendando un enfático silencio sobre la muerte de Heyn en las redes sociales, las circunstancias particulares de la muerte del subsecretario provocaron, desde las voces opositoras, una virulenta avalancha de tweets que oscilaban entre la interrogación, la paranoia y las burlas. De ese modo, mientras algunos sitios de noticias cerraban los comentarios de sus lectores para clausurar la escalada de morbo hacia uno u otro costado, los usuarios en Twitter, lanzados a la gimnasia del libre albedrío, resolvían la cuestión con el mismo algoritmo —ahora de emergencia silvestre— del comercio digital: acumulando followers que se alinearan en el mismo sendero de discursos y deseos propios, y eliminando followers que no lo hicieran. ¿El producto final? Una burbuja de filtros: una customización de los discursos deseados. Un soliloquio perfecto. Configurados como countries del sentido, y con guardianes voluntarios en sus puertas, operaciones de filtrado como estas se repiten a diario.
V
Con una mano en el mouse, ¿cuántos usuarios con los que usted intercambia discursos, experiencias y contenidos verdaderamente antagónicos hay en su red social predilecta? Si la respuesta es cada vez menos, la esencia de la cuestión, paradójicamente, se habrá vuelto un poco más visible que al principio. La arquitectura lógica de la web funciona, cada vez más deliberadamente, en esa dirección. ¿Hay, por lo tanto, algún motivo para evitar preguntarse por la capacidad de absorción de esa arquitectura sobre las formas en que se producen y diseminan los discursos políticos que la habitan? La pregunta, en esencia, vuelve sobre la cuestión de la libertad y su posibilidad real de interacción. Si al potencial de infinitas diversificaciones y experiencias en la web le sobreviene un proceso de disciplinamiento y encierro en el jardín plástico de lo homogéneo, ¿no son estos algoritmos un paso reactivo hacia el solipsismo de una auténtica vida virtual?//////PACO