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Desde que la leo, y ya pasó casi una década, doy testimonio que los personajes literarios de Lolita Copacabana son chicas revoltosas, bailarinas del caos nietzscheano, aristócratas desclasadas. Dandis del siglo XXI que zigzaguean sin abulia su problema con la ley (literal y simbólica), su rechazo a las formas jurídicas, a la burocracia estatal y a la falsa modestia. Tal vez la figura poética del “gulag” que viene al caso de su flamente novela títulada Aleksandr Solzhenitsyn (editó Momofuku), vindique una fibra libertaria de modo ubicuo y hedónico a través de estas corredoras urbanas a bordo de sus Mini Cooper, New Beetle o BMW. Quizá la literatura de Lola se hace visible en el espíritu high society del que es portadora a través de la literatura alternativa estadounidense del siglo XXI de la que es cultora, lectora, traductora e introductora en la Argentina y sobre la que yo confieso mi ignorancia supina. Ver en ese sentido, para desasnarse, el volumen Alt Lit. Literartura norteamericana actual, la magnífica antología que compiló junto a Hernán Vanoli (Interzona, 2014).
Personalmente, prefiero leer la literatura de Lola desde nuestra tradición, Lola es muy argentina, y particularmente muy porteña. Ella pertenece a un linaje, aunque tal vez ese fetiche por parte de quiénes adoramos generar genealogías por defecto profesional o bien por ser fetichistas confesos, aburra a los que no gustan de la arqueología literaria. Insisto: a mi me interesa pensar la literatura de Lola en el cruce de nuestras escritoras de la alta burguesía de las décadas del cincuenta y sesenta, como Silvina Bullrich o Marta Lynch, procesadas a través del feminismo neurótico y anarcoide de los comics de Maitena (la serie de Mujeres alteradas, sobre todo). La narrativa de Lola parece cifrarse en la exhibición del malestar, en las bambalinas y la doble moral de una burguesía que vive de glorias del pasado encarnada en la apariencia (los viajes, marcas, pertenencias, los roles, los pasos sociales, la conquista amorosa), pero que a la vez sintoniza con las mujeres burlonas, sarcásticas, escépticas y brillantes de Maitena que también hacen nido en este territorio a través de su aristocracia neo-punk.
Ese encuentro produce chispazos creadores en un magma tan fértil como el corredor norte: pasando Núñez, hacia Vicente López, La Lucila, Olivos, Martínez, San Isidro. Zona norte con sus códigos, sus ritos, sus ritmos, sus secretos, su catolicismo procesado al modo náutico. Zona norte con su tempo, su clima y pertenencias. Cito: “Lindsay Lohan vive en la Zona Norte desde la época de jardín de infantes, y los habitantes de Zona Norte son sensibles a parámetros tales como ‘cercanía a Libertador’, ‘túnel o barrera’, ‘minutos hasta la Panamericana’, ‘acceso al río’, ‘zona peligrosa, ‘asfalto o adoquín’, ‘badén’, ‘hora pico’, ‘lomo de burro’ y ‘onda verde’. Por tal motivo Lindsay Lohan no duda un instante en ofrecerse a llevar a Tara Reid”. Seguramente eso atrae mi mirada, la de alguien que creció en Lanús, la contracara sureña, rodeado de otros parámetros: ‘Pavón derecho’, Riachuelo, olor a azufre, olor a podrido, gronchos, pizzerías deprimentes, peronismo lisérgico y rubias inglesas de Temperley. Aquello que pinta la poética de los Babasónicos, vecinos de Remedios de Escalada, en su glam chatarrero. Desde allí me acerco al universo Copacabana, oteando como un intruso plebeyo fascinado.
No veo en Aleksandr Solzhenitsyn lo ruso (la cita dostoievskiana en su bajada: “Crimen y castigo en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires) ni la Alt. Lit. que se venera (por desconocimiento que asumo). Veo que la Buenos Aires de Lola es molesta y no permite muchas fisuras. ¿Qué estructura estatal las propicia? No muchas. Es una Buenos Aires eufórica y desencantada, ciclotímica y bipolar (como somos los porteños), en el fondo lo utópico para Lola sigue estando en el norte. Ya en Buena Leche. Diarios de una joven [no tan] formal (Sudamericana, 2006), se decía lo siguiente: “Después viene esa sensación que precede a la pitada y poner pausa, mirar alrededor y decir boluda, caé, caé ya mismo porque esto es ser feliz. A veces incluso me digo si no sos feliz ahora, nunca lo vas a ser”. Aleksandr Solzhenitsyn parece retomar exactamente ahí donde dejó pendiente Buena Leche el problema de la felicidad. ¿Cómo sería? Pasaron nueve años pero las narraciones de Lola siguen siendo paisajes que procuran esa felicidad, sin idilios, pero con persistencia desprolija, a veces delirante y excesiva, siempre de modo astrológico y refinado. La madre de Elle Fanning es peloteada a través de la observación de reglas, los interrogatorios, la desidia, la escucha de diálogos absurdos y papeleo sin sentido. Un dolor de cabeza de órdenes, edictos, contravenciones, controles de alcoholemia, probation y léxico normativo.
Las chicas de Lola pueden remitir en vetas al universo erótico teen del director de cine Harmony Korine, a su coolness existencialista, a su molestia con el deber, en particular a la pulsión de las féminas de Spring Breakers, su última película: adolescentes hermosas, drogonas, con sus medias fluo en la cabeza dispuestas a extender su receso escolar por una Miami salvaje y con una finalidad redentora. Pero en el caso de la novela de Lola no hay tanta rapacidad, es todo más classy. Aquí son aristócratas disconformes que se deleitan con nicotina, gomas de mascar, chai lattes y whisky Chivas Regal. No es tanto Aleksandr Solzhenitsyn una novela sobre la justicia como sobre la justa diversión. Sobre la necesidad de romper las normas. Allí produce su enclave el archipiélago porteño de Lola.
El tono, la cadencia, el pulsar narrativo de Aleksandr Solzhenitsyn engaña: puede parecer repetitivo, monocorde, casi como un loop hipnótico, como una canción de pop adulto que pasan en FM Aspen (un estribillo que retorna) pero el efecto que logra es de una comicidad cómplice, hilarante. Quiero decir: solté carcajadas en varios pasajes. Incluso recuerda a menudo a ese realismo disparatado y alucinante de ciertas novelas de César Aira cuando cruzan el umbral de lo verosímil para permitirle al delirio mostrarse con genio y sin red, así es que la pluma de Lola nos trae incluso al propio Papa Francisco como partícipe de la acción de Lindsay. Leemos al Pontífice entre las adorables revoltosas con simpatía, se agradece el riesgo y el humor.
Los personajes de Aleksandr Solzhenitsyn bautizados todos con nombres de starlets de Hollywood –Lindsay Lohan, Jared Leto, Jude Law, Jennifer Garner, Tara Reid, James Franco- refuerzan esa escenografía plagada de movimientos por locales de ropa femenina, peluquerías, casas de comida rápida, centros comerciales, restaurantes filo-menemistas, cadenas de cafetería y avenidas patrulladas en rodados de alta gama. Después de todo, Aleksandr Solzhenitsyn quizá se trata de la posibilidad de ser feliz en un mundo que procura vulnerarnos con su normativismo, sus peritos técnicos y agentes judiciales que solo refuerzan la comedia social de la que se trata de fugar. Por suerte siempre nos quedará el corredor norte. Si esto recién comienza es para celebrarlo.///PACO