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Hace unas semanas salí a caminar por mi barrio y encontré un cuadro en la basura de un vecino. Dudé pero finalmente lo rescaté del árbol donde lo habían dejado con otros desperdicios. Enmarcada con solidez, la foto central aparecía rodeada de un amplio margen blanco en el cual se leían inscripciones hechas a mano. Parecían mensajes de salutación, amables, breves. La festejada era Brenda, la joven de la foto. Cuando lo encontré, el retrato se veía descompuesto y agredido por la humedad. Ella, Brenda, seguía ahí pero de otra manera, transformada. Las modificaciones de su cara no solo ocultaban o le hacían perder definición a sus rasgos sino que parecían develar la porosidad extrema de su piel, la fragilidad de su carne y sobre todo exponían una dentadura animal. Era evidente: el tiempo y la intemperie habían zombificado el retrato de Brenda. Y lo habían hecho con talento porque perduraba de su cara original y humana el expresivo ojo izquierdo, ese mismo pómulo, una oreja, la frente. También una cabellera castaña y larga. Antes de la deformación, la imagen había transmitido, estoy casi seguro, una idea de bienestar reposado, poco sensual, aunque joven y saludable.

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Ahora que tengo el cuadro en mi casa compruebo que el contraste entre el paso del tiempo y los buenos deseos de los mensajes que rodean la foto definen un objeto irónico. Copio algunas de esas inscripciones: “Bueno, Bren, ha llegado la gran noche gran, realmente espero q la pasemos re bien. Gracias por acordarte de mí e invitarme. Guada.” “Brendi, Te quiero muchísimo. Felices quince años. Te deseo lo mejor. Naty.” “Bren, te adoro mucho, no tengo mucho tiempo para escribir, pero te deseo lo mejor del mundo. Besos, Lula” Los mensajes se mantienen dentro de ese registro casual y positivo. No, no había poetas entre los amigos y parientes de Brenda. (O si los había no los invitó a su fiesta o no los dejó escribir o no quisieron escribir.) Lo que varía es la caligrafía y tampoco tanto. ¿Por qué todos los mensajes están escritos en tinta roja? Supongo que el retrato se ofrecía a los comensales en algún lugar estratégico de la fiesta para que dejaran su marca en él y para ello se les facilitaba una estilográfica de ese color.

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¿Se trata entonces de un memento mori ready made? No es, como fuere, un efecto excepcional, quizás lo sea la situación. Ni siquiera. Tal vez el objeto singular, esas coincidencias. Pero el efecto final, ese producto, no me parece algo inédito. Todo memento mori es un ready made. La muerte ya está lista y es garantía desde que nacemos. Y esto incluye a nuestros arrogantes símbolos, que se desgastan, y nuestros materiales artísticos, artesanales o industriales, que se transforman en otra cosa y cambian y dejan de ser lo que eran. La entropía no respeta los buenos deseos. Ni los buenos deseos nos salvarán de la entropía. Ese cuadro, recuerdo de un momento de felicidad que debía ser inolvidable, ese artefacto concebido para durar, ese souvenir, se transformó en basura antes o después de que lo atacaran los elementos corrosivos de la intemperie. Hubo una decisión consciente en tirarlo, en descartarlo. Y no hay un juicio moral en esto, solo el señalamiento de una dirección vital que se puede retrasar a base de talento, postergar, complejizar, pero no evitar. Quizás una obra de arte famosa nunca sea basura pero cada día que pasa se acerca más a su estadio final de polvo y desintegración. Lo dijo Tyler Durden: “Nothing is static. Even the Mona Lisa is falling apart.”

El único aporte significativo que realizó Marcel Duchamp a nuestro conocimiento de qué es el arte no fue menor ni pasó desaparecido. Tampoco se trata de algo que él inventó o descubrió. Sino más bien al contrario. La operación de Duchamp, que entretuvo y benefició a muchos académicos a lo largo del siglo XX, se parece mucho a una operación de simplificación. En sus mejores momentos, puede ser sorpresiva. En sus peores momentos, resulta infantil y banal. El ready made señala algo que ya sabemos desde la antigüedad greco-latina, y que, por mencionar apenas dos ejemplos, el Siglo de Oro español y el siglo XVIII francés comprenden y transmiten con precisión: el arte implica, demanda y se constituye a partir de un marco. Nace y sucede, podría decirse, con esa restricción.

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En el cuadro de Brenda, resulta llamativo que la foto se haya descompuesto y todas las salutaciones se lean sin mayor dificultad. ¿Puede la degradación ser selectiva? ¿Puede ese azar decirnos algo más? El registro del saludo mundano permanece ahí, inalterable, mientras el rostro de Brenda, su identidad, se desdibuja. Las leyendas y la foto están hechas de materiales que pueden reaccionar de forma diferente al acoso de los agentes externos pero ¿no resulta ese azar –y creo que el azar acá es casi el tema excluyente– sintomático? ¿No nos habla esta casualidad de algo contemporáneo? Lo que sí podemos leer de forma inequívoca es que este marco emerge como literalmente social. En rojo, el color de la advertencia, está la bondad de un grupo de personas que, rodeando la cara de Brenda, se expresan de manera similar, casi idéntica, incluso intercambiable. Ahora bien, mientras ellos siguen brindando con alegría y entusiasmo, ella se desfigura.

Sin embargo, ese marco social no es el único recorte posible. Como sabemos nunca hay un único marco. Para empezar siempre hay dos. Nuestros ojos y nuestra mirada posicionan, tienen un límite intelectual y físico. Y enseguida está el soporte. De hecho, hoy el marco y el soporte están mezclados y en tensión. Hasta hace muy poco el retrato de Brenda con las marcas de su degradación y rodeado de las anotaciones apuradas de sus allegados podría haber sido expuesto con cierto beneficio en una galería. Todavía hoy puede exponerse. ¿Sería percibido como arte? Desde luego. Sin embargo, sentimos, al imaginarlo en la habitación iluminada y sin muebles de una galería, que ese no es su lugar. Expuesto en una galería el cuadro rescatado de la vereda porteña sería “arte” en el sentido más tradicional que se le dio a la palabra “arte” en el siglo XX.

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Fotografiado y compartido en Facebook, por otra parte, constituiría apenas una punta más del millón de aristas de las redes sociales. Aparecería ahí como una ocurrencia, como una ligera, muy ligera, excentricidad. Todo lo que expuse en este texto podría figurar resumido en una epígrafe como “El destino de Brenda”, “El final de los quince” o algo por el estilo. Si, por el contrario, organizara las fotografías que tomé en un sitio web, sin textos, el gesto podría ser entendido como un ensayo en imágenes que yo agregaría a mi curriculum de forma válida en el caso de que quisiera hacer carrera como artista plástico. La mínima curadoría tendría un título lírico y pretencioso como Bienaventurada o psicoanalítico como Semblante. También podría escribir un artículo sobre todo eso, como, queda claro, estoy haciendo aquí. Cada una de estas instancias recortaría una mirada y un público diferenciado pero de ocasional superposición. ¿Generaría respuestas diversas en esos públicos más allá de la indiferencia?

El marco hoy es el circuito y el circuito es el marco. La palabra “circuito” se presenta, de hecho, como la clave. Ya no se trata del marco, ni del soporte, entonces, sino del circuito en que se presenta la obra. Y esto tampoco es nuevo, ni siquiera es novedoso. Sin embargo, que exista un soporte de acceso instantáneo producto de la combinación de Internet, redes sociales y fotografía digital sí es nuevo, al menos para la historia del arte. ¿Cuál es el recurso de los artistas frente a la irrupción de estos nuevos medios? Que el arte para ser arte tenga que autodefinirse como arte va contra los supuestos modernos que dicen que el arte debe vivir por sí mismo, más allá del concurso de las explicaciones del artista. Hoy los artistas se ven, muchas veces, en la necesidad de explicar sus obras siendo al mismo tiempo juez y parte.

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Todo esto deriva en la necesidad inalienable de la crítica como institución y los críticos como personajes dinamizadores del campo intelectual. La noticia reciente de que Japón cerrará universidades de humanidades puede ser tomada en este contexto como un signo de intransigencia utilitarista –los japoneses tienen su fama hecha– o uno de furibunda actualización. Copio de una nota que encuentro en un portal de noticias: “Veintiséis universidades japonesas se disponen a dejar de impartir clases o disminuir los cursos de Ciencias Sociales y Humanidades a raíz de un decreto ministerial que ordena a las facultades sólo “servir en áreas que llenen mejor las necesidades de la sociedad”. La iniciativa, que ha generado controversia, le ha valido al gobierno la acusación de llevar a cabo una política antiintelectual.”

Vale resaltar esas comillas: “Servir en áreas que llenen mejor las necesidades de la sociedad.” Como fuere la crítica no depende de las academias. El académico, el facultativo, pocas veces desarrolla un carácter crítico. Más bien su ánimo es gregario, medido, cuando no directamente acomodaticio. Más todavía en nuestras universidades masivas donde los proyectos de investigación no están compelidos a exponer resultados, las cátedras funcionan como pequeños feudos y el trabajo intelectual goza de todo tipo de privilegios adquiridos. (No hace falta más que revisar la burocrática nómina del CONICET para comprender esto.) Una vez formado –y para eso necesita una biblioteca, no necesariamente un academia– el crítico precisa de un medio para dar a conocer sus lecturas. La crítica, así, es una actividad eminentemente social.

La noticia de las clausuras japonesas bien puede ser falsa, atendiendo a los juegos a los que ya nos tiene acostumbrados la web. (Juegos que forman parte de lo que aquí se analiza.) Sin embargo, la disyuntiva entre pasado y presente, entre tradición y modernidad, sigue ahí. Si continuamos pensando con categorías del siglo XX probablemente nuestra identidad comience a desdibujarse como el rostro de Brenda. Y también es muy posible que a nuestro alrededor, enmarcando ese desvanecimiento, un coro de anónimos convidados celebre, ignorantes de la situación y con insípidos aspavientos, nuestro final.///PACO