por Mariano Abrevaya Dios (@matupandeiro)

El lugar elegido para montar la logística del operativo es un galpón de treinta metros de largo por diez de ancho con techo de chapa acanalada y una hilera de ventanas en lo alto. Las donaciones se ingresan por las puertas de doble hoja que hay en los laterales del edificio. Arriba del cielorraso de los baños Paco y otros cuatro voluntarios apilan los envíos. Ya acomodaron trescientos paquetes de pañales contra un rincón. Ahora, desde abajo, un grupo de soldados les está pasando unas pesadas bolsas que contienen frazadas y trapos de piso.

“Cambiame un toque de lugar que se me está rompiendo la espalda”, le pide a Paco un grandote que tiene la remera bañada de transpiración. Paco sonríe y hace el enroque. Cuando se agacha por primera vez para agarrar el primer bulto que le pasan desde abajo, lo ve: alto, espigado, con la chaqueta militar fuera de los pantalones verdes, los borceguíes negros, los cordones flojos. El Cabo también lo miró. Un instante efímero pero luminoso porque Paco llegó a apreciar la calidez de su mirada. Luego, el soldado se perdió en un pasillo que iba hacia una habitación del fondo.

En la calle, unos cuarenta militantes de “La Eva Perón” con pecheras rojas descargan donaciones del acoplado de un camión junto a un grupo de soldados. El pasamanos nace en la vereda y termina a un costado del salón, donde un grupo de voluntarias separa la ropa por tipo de prenda, talle y sexo. Junto a ese grupo estaba trabaja Carola, la compañera de facultad de Paco.

“De dónde sos”, le pregunta el grandote. “De Capital. Curso la carrera de Económicas de la UBA”, contesta Paco. “¿Vos?”. “De acá, de La Plata. Soy el Rulo, el referente político de la Básica de la zona”. El Rulo mide 1.90. Sus ojos son demasiados chiquitos para el tamaño de su cara. Se saca de encima los bolsones con treinta paquetes de fideos como si fuesen caramelos, a pesar de su dolor de espalda. “Ésa que está allá es mi mujer”, dice el Rulo, y apunta con el brazo hacia el otro lado del salón, “La conocí militando. Es compañera. Estamos esperando nuestro primer hijo”. “Felicitaciones, che. ¿Ya saben el sexo?”, dice Paco. “Sí. Se llama Diego Néstor”.

Unos treinta chicos de “La 25 de Mayo”, identificados con pecheras verdes, pintan las paredes exteriores del galpón. También las aberturas. Usan rodillos y pinceles. Se escucha el murmullo de sus conversaciones. También algunas risas. Junto a ellos hay otro grupo de voluntarios que está abocado a la tarea de cortar el pasto y los yuyos que crecen contra el alambrado. Un soldado con cara de nene ayuda a un adolescente con la remera de Eva Perón a ponerle la soga fosforescente a una de las máquinas. Una chica que tiene atado el pelo rubio con un pañuelo, saca fotos.

Adentro, un equipo de chicas, sentadas alrededor de una mesa blanca de jardín, preparan las planillas donde están punteadas las cantidades de alimentos y artículos de limpieza que solicitaron las unidades básicas, clubes sociales, parroquias, sociedades de fomento y centros culturales. Circulan dos mates. Un cenicero de vidrio rebasa de colillas de cigarrillos.

Luego de hacer una pausa para tomar el mate cocido que preparó un grupo de soldados, Paco y Carola, junto a otros voluntarios, se abocaron a la tarea de armar las bolsas de alimentos.  De una mesa de plástico se agarraba la bolsa de consorcio. A partir de ahí se recorría un círculo con la bolsa abierta entre las manos, en las que distintas personas depositaban los paquetes de polenta, arroz, lentejas, fideos, lata de atún, arvejas, garbanzos, azúcar y leche en polvo. El último punto del circuito era una mesa donde tres soldados le hacían un nudo a la bolsa y la pasaban hacia sus espaldas, donde otro grupo de voluntarios las acomodaba a un costado. En un momento se sumó a la ronda una señora de unos sesenta años. Con ella llegó su nieto, de seis. Con un cigarrillo prendido en la boca le explicó al nene, que tenía puesta una remera de Gimnasia, cómo debía trabajar. El chico sonreía. “Tiene el destino marcado”, le dijo la señora a una militante platense de ojos claros. “Yo militaba en la Jotapé y mi hijo está en ‘Los Descamisados’. Ahora estamos todos juntos acá ayudando a los que más lo necesitan. Eso es peronismo”.

Un rato después, Paco y Carola decidieron almorzar. Cruzaron la calle en dirección al almacén de la esquina. Pidieron salame, jamón cocido y queso. Cien gramos de cada corte. También medio kilo de pan francés. Él cargó a su compañera por haberla visto charlar de manera animada con un pibe que tenía una boina en la cabeza. Le preguntó de dónde era. De Claypole. “Ah, imposible, entonces”, dijo él. “Por qué. Si tiene auto”, dijo ella. Se rieron. En ese momento apareció una señora. Arrastraba un changuito y calzaba chinelas. Al ver las remeras que tenían puestas los chicos les preguntó si estaban en el galpón. Paco le dijo que sí. Ella, entonces, los felicitó. “Tenemos que estar muy orgullosos de ustedes, los jóvenes, y también de la Presidenta”. El fiambrero no se aguantó: “qué lujo ni lujo, señora. A mí me entró un metro y medio de agua y no vino a verme tu presidenta ni nadie”. “La Presidenta no puede ir casa por casa”, contestó la señora, sorprendida. “Son todos iguales. Sólo aparecen cuando hay elecciones”, escupió él, mientras sacaba el queso y cerraba la heladera con un portazo. “Se ve que no tenés memoria, querido”, dijo ella, y se retiró. Carola no abrió la boca. Pero Paco, que nunca se priva de exteriorizar sus emociones, le preguntó dónde vivía. “Estoy como a treinta cuadras”. “¿Tuvieron que dejar la casa?”. “Con mi señora y mis dos nenes nos subimos al techo. Pasamos toda la noche ahí”. Tragó saliva. Miraba hacia la calle. “El agua nos arruinó todo. Lo mismo le pasó al resto de los vecinos de la cuadra. ¿Sabés lo que eran los gritos de desesperación en medio de la noche, los cadáveres flotando en el arroyo El Gato?”. Paco no sabía. Carola tampoco. El fiambrero tendría menos de treinta años. Pelo negro. Ojos achinados que ahora brillaban con intensidad. La remera, a la altura del hombro, estaba agujereada. Carola le preguntó si cobraban la Asignación por Hijo. Sí. Entonces le consultó si habían presentado los papeles para acceder a los beneficios que había anunciado el Estado nacional. Sí. “El otro día llovieron unas gotas. Sabés cómo estábamos, el pánico que teníamos. Quedás mal. No podés dormir”, detalló. Paco le dijo que uno de los chicos del galpón vendría a hablar con él. “Ya fue. No se preocupen”, lo despidió el muchacho. Carola bordeó el mostrador y le dio un beso.

Mientras almuerzan en una mesita de plástico, al sol, Carola le pregunta a Paco por el chico con el que se está viendo. “Lo corté. Es un promiscuo como tantos otros. No me sirve un tipo así”. Ella no quiso ahondar. Se quedaron en silencio. En el bar la facultad la conversación hubiera continuado, pero acá, en el galpón, no se lo permitieron. El Rulo pasó por enfrente de ellos. Detrás venía su compañera. Hablaba por teléfono. Se acariciaba la panza inflada. Paco se puso de pie y les salió al cruce. “¿Me avisás cuando salgas con un camón hacia algún barrio?”, le dijo al Rulo. El otro le dio una palmada en el hombro. “Quedate tranquilo”.

Paco se dirigió a los baños pero frenó junto antes de entrar. Al fondo del pasillo vio movimiento de personas con ropa de fajina. Caminó hacia allá. Desde atrás de una puerta llegaba un haz de luz. La empujó. Dos soldados cocinaban una choriceada sobre una larga parrilla empotrada una pared de ladrillos. El aroma le volvió a abrir el estómago. Uno de los dos soldados se dio vuelta. Era el Cabo. “¿Sí?”, inquirió, arqueando las cejas, sin ninguna muestra de sorpresa. “No, nada. Sólo vi luz y entré”, dijo Paco. Y se sintió un imbécil.

Diez minutos después, mientras fumaba un cigarrillo a medias con Carola, el Rulo le hizo una seña. Salía un camión para un barrio. Paco caminó hacia allá y le contó la escena con el fiambrero. El Rulo dijo que más tarde lo iría ver.  Antes de subir a la caja del vehículo junto al Rulo, Paco notó que otro militante de La Plata y dos soldados subían a la cabina. Uno de ellos era el Cabo.

Durante el viaje hacia el barrio “La Lagunita” el Rulo se apropió de la palabra. “El Sargento Primero está a cargo de todos los soldados. Una tarde, en una ronda de mate en la que hablábamos de política, delante de todos me dijo que así como nosotros somos el brazo social de la Presidenta ellos son el brazo armado”. Tupac desconfió. Pero el Rulo parecía sincero. Ahí estaba, sentado, con la panza asomándole por debajo de la remera azul de “La Organización vence al Tiempo”. Minutos antes le había contado que hacía diez días que estaban conviviendo con los soldados. Ahora con una mano se agarraba de un fierro del techo de la caja del camión y con la otra fumaba un cigarrillo negro.

Con un ojo Paco espiaba el paisaje. Primero habían atravesado un barrio de casas bajas, muy colorido. Después bordearon el Estadio Único de la Plata, imponente, bajo el cielo celeste. Y desde hacía un par de minutos, recorrían una zona en la que se notaba que por ahí había pasado el temido y revoltoso río de agua. La marca era evidente. Un trazo sucio y continuo, a más de un metro del suelo. Las puertas y las ventanas de las casas y los negocios estaban abiertas de par en par. En la vereda emergían pequeñas montañas de mesas, sillas, heladeras, televisores, modulares, bibliotecas, lámparas. Centenares de prendas de ropa colgaban de las rejas para que las secase el sol.

“El Sargento me reconoció que ahora tenían otro concepto de nosotros; que hasta las inundaciones se comían el paquete entero que les vendía Clarín”, dijo el Rulo, antes de tirar la colilla del cigarrillo hacia la ruta. “Es fuerte, eh”, opinó Paco, que se agarraba con las dos mano al banco de metal. “Creo que tenemos que separar lo que pasó en los setenta con lo que son estos pibes de ahora”, dijo el Rulo. “Más bien, sí”, coincidió Paco, que tocaba de oído el tema de los setenta. El camión tomó por una especie de ruta que a los costados tenía unos enormes terrenos desmalezados en los que pastaba un grupo de caballos muy flacos.

Paco lo miró con disimulo. Hacía algunos minutos que estaban bajando las donaciones en “La Luganita”. El Cabo estaba a unos quince metros de la caja del camión, mezclado en el pasamanos que armaban los militantes y los chicos del Comedor Popular, una precaria construcción de madera, a un costado de un pastizal con dos postes de luz que había sido convertido en plaza. Volvió a buscarle la mirada y se la encontró. El otro lo reconoció. Y le devolvió una sonrisa. Pero Paco se ahogó con un sentimiento de culpa. No era momento para distraerse con nadie. A su alrededor sólo había desolación y urgencia. Los más chicos estaban descalzos. Tenían la ropa sucia y de la nariz le colgaban los mocos. Uno de ellos, con la remera de Estudiantes, tenía una malformación genética en la cara.

Desde una computadora portátil estaban haciendo sonar reggaeton. Algunos chicos saltaban sobre un inflable de colores. Nunca antes un camión del Ejército Argentino había llegado hasta ese paraje rural para repartir donaciones. Los militantes del comedor no eran más de seis pero ahí estaban, conteniendo la situación. A unos metros, cerca de unas hamacas oxidadas, se había juntado un silencioso grupo de vecinos. Uno de los adolescentes del comedor, con lentes para el sol sobre la cabeza, dijo que venían del otro lado de la ruta. Otro chico los acusó de no haberse inundado. Un tercero, con pechera de “La 25 de Mayo”, los calló de un grito. A los recién llegados la ansiedad les nacía desde el fondo de sus ojos oscuros. No había que ser muy vivo para darse cuenta de que arrastraban muchas horas de sufrimiento. Paco, entonces, se concentró en su tarea. A eso había viajado hasta La Plata, en definitiva, junto a Carola.

Cuando terminaron de descargar la mercadería, el Rulo le dijo que bajase. Le convidó una gaseosa que estaba tomando del pico y lo invitó a que recorriese el comedor. Paco caminó hasta allá. Los nenes lo llamaban “Profe”. Saludó a las señoras que acomodaban la ropa de las donaciones sobre unos tablones. Se paró unos segundos frente a una biblioteca de pino en el que estaban ordenados unos libros muy viejos de enseñanza primaria.

Cuando regresó al camión el Rulo terminaba de conversar con la referente del lugar, una chica que tenía unas ojeras muy anunciadas. “¿Volvés adelante?”, le sugirió el grandote a Paco. “Quiero hablar unas cositas con el Chango”. Se refería a su compañero, que en la ida había viajado en la cabina.

El Cabo estaba a cargo del volante. El Sargento, de acompañante. Paco, en el medio. Pasaron cinco minutos sin que ninguno de los tres abriese la boca. Paco, acalorado, con los músculos entumecidos por la incomodidad, mantuvo la mirada en los eucaliptos de la ruta. En los perros escuálidos que metían el hocico en las bolsas de basura. De los laberintos de su conciencia intentó recuperar las imágenes de la noche que se sancionó  la ley de Matrimonio Igualitario. Julio del 2010. Estaba en la casa de su pareja, solo. Siguió las alternativas de la votación recostado sobre el sillón de tres cuerpos del living. Esa noche sintió el impacto del cambio. Un quiebre. Al poco tiempo retomó la carrera de Economía. Dejó el trabajo familiar en la inmobiliaria para jugársela en el área de prensa de la Sociedad de Actores. Cortó la penosa relación de pareja que no terminaba de afianzarse y comenzó a militar en una agrupación universitaria kirchnerista.

“Ey, es la primera vez que venís a La Plata, ¿no?”, lo codeó el Sargento. “Sí, sí. Es la primera vez”, reaccionó Paco. “¿Ustedes de dónde son?”, replicó. “Del 7mo. Regimiento”, contestó el Sargento, que tenía el pelo negro y engominado. “¿Como el trago?”, quiso ser gracioso Paco. “Exacto. Queda en Arana. No muy lejos de acá”. A partir de ahí el Sargento relató la épica historia de un soldado que la noche de la inundación caminó durante cinco horas con el agua hasta la cintura para llegar hasta la casa donde vivía con su mujer y su beba. Paco dudó del Sargento. Había algo en aquel hombre que no le terminaba de cerrar. Una intuición, quizá. Sus gestos duros. No sabía qué.

Paco sintió que el Cabo lo rozaba con la pierna. Entonces corrió su pierna de inmediato, en un acto reflejo. Pero en cuanto aflojó los músculos, otra vez el roce. Más nítido que antes. Ahora no cabían dudas. Paco buscó la mirada del Cabo. Pero el chico tenía vista puesta en el parabrisas. El Sargento, del otro lado, algo captó. Paco se dio cuenta. Pero ni él ni los otros dijeron nada.

Dos minutos después, llegaron al galpón. Al bajar los escalones y poner el pie sobre el asfalto, el Sargento le golpeó el hombro. Solícito, se puso a su disposición para lo que necesitase. Paco no le pudo aguantar la mirada. El Rulo enfiló hacia el almacén. “Voy a chamuyar con el fiambrero”.

Ni bien ingresó al galpón, Paco vio que el Cabo enfilaba para el baño. Quería fumar un cigarrillo con Carola, contarle las novedades, pero decidió seguir los pasos del soldado. Sobre el cielorraso ya no había nadie. Sólo las montañas de donaciones. Empujó la puerta. El piso de azulejos estaba mojado y embarrado. Una de las piletas estaba tapada, llena de agua sucia. Uno de los dos habitáculos con inodoro tenía la puerta cerrada. Se agachó y vio los borceguíes con los cordones flojos del soldado. Se irguió, se bajó el pantalón y se puso a orinar en uno de los dos mingitorios. Tenía la vejiga inflamada. No se había dado cuenta. Le pasaba siempre que tenía la cabeza ocupada con algún tema. “¿Cómo te llamás?”, dijo. “Me dicen Jhony”, contestó el otro, con un tono de voz complaciente.

Se abrió la puerta del baño. Por un instante se escuchó el rumor sordo que provenía del salón. Era el Sargento Primero. Paco no tuvo tiempo para reaccionar. El hombre le agarró la nuca con la palma de la mano y le estampó la cara contra la pared. Paco sintió la humedad del azulejo contra la mejilla y una tenaza de acero apretándole el cuello. A un milímetro de distancia, sintió el aliento del susurro: “por más leyes que metan los putos como vos nunca serán aceptados”. Paco quiso despegarse, sacárselo de encima, pero el Jefe lo castigó con una trompada al hígado. Se quedó sin aire. Se le nubló la vista. Sintió cómo se desplomaba hacia el suelo lleno de barro, pesado, como una bolsa de cien kilos de alimentos.

Cuando abrió los ojos, escuchó que las canillas de los lavatorios estaban abiertas. Se aferró al mingitorio, y se levantó con dificultad. La puerta del habitáculo estaba cerrada. Caminó hacia allí. Giró el cerrojo. En el baño no había nadie y la descarga del inodoro perdía agua.