I
Boris Johnson es uno de esos políticos tan londinenses que no hace mucho le pidieron que se retractase públicamente después de haber declarado que Los Beatles le debían su verdadero éxito a Londres en vez de a Liverpool. Fue una de las causas más exóticas, pero no es la única ni la más seria por la que el intendente de Londres, arrinconado siempre por el escarnio, recibe críticas acerca de su idoneidad como servidor público. Pero esto es lo que hace importante el primer detalle en la vida política de Boris Johnson: la suya no es de las que padecen el escarnio. La mirada, las palabras, el peinado, el abdomen, todo el sensualismo de Johnson repite de una u otra manera que, en realidad, su vida política se alimenta del escarnio. Y, hasta ahora, no resultó tan mal. Es el intendente de una de las ciudades más importantes de Europa —desde 2008 y reelegido en 2012— a pesar de haber nacido del otro lado del Atlántico, en Nueva York, en 1964, y uno de los políticos más relevantes en Inglaterra después de David Cameron, al que pretende suceder pronto. La salvedad es que, además de miembro del Partido Conservador, como el actual Primer Ministro, Boris Johnson —capaz de adulterar la historia con tal de halagar a sus votantes— es considerado un populista. O, al menos, tan populista como puede ser alguien educado en Oxford. Alguien que, pesar de todo, disfruta ser considerado un payaso por sus adversarios.
II
¿Qué hay en el background inmediato de Boris Johnson? Doble nacionalidad y cuna aristocrática. Fama de reputado latinista dedicado a la Historia. Un comienzo a traspié en la industria periodística —cuando era becario en el Times lo descubrieron inventando una declaración— de la que resurgió como ácido columnista político en medios de primer nivel como el Daily Telegraph y como uno de los principales editores en The Spectator. Apenas algunas de las herramientas de comunicación de alguien que también escribió una novela cómica y una historia popular de Roma, y que construyó una figura de ingenioso provocador mediático gracias a la que pudo sobrevivir no uno sino dos típicos escándalos políticos por el destape de affaires extramaritales, uno de los cuales ocurrió con Petronella Wyatt, periodista e hija de un importante dirigente laborista. En esa oportunidad, la consigna de Johnson fue la de todo buen liberal anglosajón: nunca había moralizado sobre la vida familiar, así que no debían esperar de él ningún moralismo santurrón. Y como era cierto, funcionó.
Esta es otra parte importante de la carrera de Johnson porque acaricia una de las capas sensibles del imaginario de la batalla cultural contemporánea: los ritos de pasaje entre la gestión periodística y la gestión política. Ese complejo camino entre el decir y el hacer. ¿Cómo un simple analista de la actualidad pudo integrarse con éxito a la casta de quienes deciden sobre la actualidad? Como Lionel Asbo, el personaje de la novela de Martin Amis que gana la lotería y, de la noche a la mañana, salta de un mundo de marginalidad violenta donde es el rey a un principado de confort mercantil donde nadie termina de aceptarlo, Johnson construyó un puente entre las dos costas extrañas y lo atravesó con pies firmes. No fue fácil para este populista conservador. Incluso hoy, a pesar de sus logros, lo siguen examinando y tratando con excesiva precaución, tanto desde la orilla del periodismo como desde la orilla de la política. Cuando ganó las elecciones de 2008, de hecho, los laboristas y la prensa progresista londinense no solo se burlaron del exótico Boris Johnson. También especularon que, para el entonces Primer Ministro laborista Gordon Brown, limitarse a señalarlo sería el modo más fácil de marcar todo lo que el conservadurismo hacía mal al administrar la cosa pública. Seis años más tarde… nadie recuerda a Gordon Brown.
III
Contra la expectativa de sus adversarios, el conservadurismo político y el populismo mediático no hicieron de Johnson un mal administrador. Prohibió el consumo de alcohol en el transporte público —a pesar de que un importante grupo de tradicionales dipsómanos ingleses rechazaron la medida con disturbios en el subte—, promovió una auditoria de sesgo abiertamente político de las finanzas públicas —para desnudar las desprolijidades de los gerenciadores políticos previos— y hasta modernizó los tradicionales colectivos londinenses colorados de dos pisos. El secreto de Boris Johnson para administrar lo urbano es perfectamente lógico y pedestre: una buena ciudad es una ciudad con un sistema de transporte público eficiente antes que barato. Así que lo sintetizó de manera fácil: taxis cada vez más caros, por un lado, y por otro cada vez más colectivos y subtes funcionando a toda hora, aunque sea necesario terminar con los boleteros e instalar máquinas automáticas. ¿Qué habitante sensato de una ciudad moderna —a excepción de los boleteros— podría oponerse? Aún así, Johnson es un activista incesante del ciclismo. Y a pesar de las críticas y los prejuicios, logró que el índice de ciclistas en Londres subiera: este año planea mejorar la infraestructura y construir bicisendas por más de 1000 millones de libras. Cualquier parecido con la realidad porteña no debería ser mera coincidencia.
Pero, ¿qué es exactamente Boris Johnson? Para llevarlo a un territorio más inmediato: en la galaxia de categorías automáticas de Twitter, probablemente lo llamarían un derechista cool. ¿Sería impreciso? Entre las muchas posibilidades del ambiguo sentido flotante de esa etiqueta —que remite al elogio, aunque funcione como lo contrario—, una de las más interesantes es la de ser la clase de categoría capaz de representar las voces de quienes interpelan los dogmas de silencio, represión, neurosis y corrección política del progresismo incandescente. Y eso es cierto: como político y hombre de ideas, Boris Johnson ha hecho un aprendizaje en las zonas más delicadas de la discusión pública.
En su momento, escribió que si dos hombres querían casarse entre sí, no veía nada malo en que se casaran entre sí tres hombres y un perro (y esto es importante porque la forma siempre es importante: no imaginen un exabrupto por aburrimiento y descontextualización al estilo de los de Jaime Durán Barba; imaginen, en cambio, los ecos de la tradición de la prosa satírica inglesa desde Thomas De Quincey). De todos modos, al poco tiempo el buen Boris comprendió su error. Entonces trabajó sobre sus prejuicios y llevó su exótico peinado a una Marcha del Orgullo Gay en Londres. Lo mismo le pasó cuando apuntó contra la comunidad islámica después los ataques contra Londres en 2005, y hasta con quienes se ofendieron cuando le robaron su bicicleta y escribió en una de sus columnas que le gustaría que los Navy Seals entraran por la ventana del culpable. Y no fueron las únicas lecciones. En el proceso, Johnson aprendió a suavizar cada vez con más tacto mediático sus reparaciones públicas. Por ejemplo: para corregir las malas interpretaciones de su última polémica —durante un encuentro del Partido Conservador en honor a la difunta Margaret Thatcher—, Boris se prestó a que un periodista midiera su Coeficiente Intelectual durante un programa de radio (donde no le fue muy bien). Todo había comenzado cuando, durante su discurso, sostuvo que la igualdad económica nunca ocurriría porque la mayoría de la gente tiene un coeficiente intelectual demasiado bajo para progresar en la vida (apenas unos meses después de otra de sus bromas incorrectas, cuando dijo que las mujeres iban a la universidad a buscar marido).
En tal caso, ¿quiénes confían, ahora más felices que antes, en la educación sentimental pública de su intendente? Para terminar, algo más respecto a las categorías instantáneas. Cuando uno de tus enemigos es Sherlock Holmes —llamándote «incoherente, interesado y cerebro de pelo» en su famosa serie de la BBC—, ¿qué otra cosa puede resultar un político conservador y educado en Oxford sino cool? «Elemental, mi querido Watson, deduzco que es un simple caso de parcialidad de la BBC», respondió Boris, un político que —para evitar paralelismos fáciles con la escena argentina— también tiene su guerra contra «el estatismo, el corporativismo, el derrotismo, la eurofilia y la abrumadora inclinación izquierdista» del medio público de comunicación más grande de Inglaterra.
IV
Padre de cuatro hijos y hombre enamorado de su esposa (nunca, absolutamente nunca la dejaría, han dicho sus amigos) y comprensiblemente lúbrico sin dejar de ser conservador (con una de sus amantes tuvo otro hijo que no niega); político dispuesto a legalizar la marihuana medicinal pero también a modernizar la infraestructura pública más allá de las críticas, los despidos y las lágrimas necesarias —como cuando cerró la Estación de Bomberos más antigua de Westminster para construir departamentos de lujo y «los hombres más duros de Londres lloraron»—, Boris Johnson no es solo una anécdota colorida sobre las exitosas posibilidades políticas de la incorrección, la gaffe y el carisma. (Un ejemplo más, el último: «Brad Pitt, obviamente», dijo cuando anunció inversiones en la industria londinense de cine y TV y alguien le preguntó qué actor le gustaría que interpretara su biopic).
La relevancia política de Boris Johnson se construye a partir de otra cosa: una gestión que logra resultados e improvisa más allá de las promesas para alcanzar todavía más resultados. Un pragmatismo casi efectista —al comienzo, no lo olviden, Boris fue un columnista de opinión—, para el que cumplir objetivos concretos y mantener conforme a la mayoría de los electores de una de las ciudades más importantes y cosmopolitas del mundo sirve, además, como colchón de aire cultural para el resto: la sátira del discurso, la colección de exabruptos y el anecdotario personal que dan forma a la historia de un conservador aggiornado a fuerza de golpes. El lema rápido de los londinenses podría ser: dice pero hace. Boris Johnson, la voz sin eufemismos, la derecha cool que no tiene miedo de cuestionar eso que las voces correctas de siempre prefieren mantener en el limbo cómodo de la amabilidad, la buena onda y el silencio/////PACO