I
Si esto es un hombre, de Primo Levi, provoca agotamiento. Como docente no sólo era muy difícil esquivarle al bulto del detalle horroroso, sino que me parecía que la mejor manera de digerirlo era apuntar a las preguntas finales. Ahí, donde Levi explicaba por qué había escrito el libro. Podría resultar obvio pero no por eso, menos potente. Se trataba de contar para no repetir, para que las nuevas generaciones supieran que el proceso que llevó a Hitler al poder no empezó en el 33 y terminó en el 45. Que la búsqueda de una limpieza étnica había empezado mucho antes. En 1883, un primo de Darwin, Richard Galton, llamó eugenesia a la ciencia que postulaba el mejoramiento de la raza humana a través de una cuidadosa evaluación de las características físicas de los individuos. “Su primera sugerencia fue la regulación del matrimonio y del tamaño de la familia de acuerdo al patrimonio hereditario de los padres. (…) La aspiración a “construir” un ser humano con rasgos previamente caracterizados como superiores, penetró todos los espacios”. Algunos estudios sobre el origen de las formas lingüísticas europeas habían contribuido desde un siglo antes a generar un piso científico en el cual se afirmaron con comodidad las postulaciones eugenésicas”, afirma Héctor Schmucler en su ensayo La industria de lo humano. Los análisis lingüísticos corroboraron esta superioridad: “(…) grandes dolicocéfalos rubios que en la antigüedad habitaban el norte de la India- que representaba el elemento puro y superior de la raza blanca. La “ciencia” lingüística le daba carnadura al mito. (…) El ario había tomado las formas de aquellos que se postulaban como modelo: rubio, ojos azules, alto y de piel blanca”.

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En 1883, un primo de Darwin, Richard Galton, llamó eugenesia a la ciencia que postulaba el mejoramiento de la raza humana a través de una cuidadosa evaluación de las características físicas.

Dicen que con el tiempo, sus defensores se arrepintieron, pero la semilla ya estaba plantada y la Alemania post primera guerra mundial, había sentado las bases para llevar a cabo una limpieza étnica justificada en el deterioro de la política y la economía del país. Que el campo de concentración haya sido el nomos de lo moderno, parafraseando a Giorgio Agamben, no hace más que corrobar que esos enclaves no fueron la aberración de un desquiciado, sino la decisión racional de un pueblo que había construido e identificado a un enemigo y debía aniquilarlo. Claro que no era cualquiera, era uno cuyo peligro residía en su composición genética. Y si algo sabían los alemanes era que los genes son sentencias, y contra la sentencia, no hay apelación políticamente correcta que valga. Pero un día los campos de concentración se abrieron y no hubo ojo humano capaz de soportar los despojos, entonces, como nunca antes, el relato histórico decidió hacer borrón y cuenta nueva y cubrió con una serie de eufemismos todo lo relacionado con la idea de raza y diferencias interraciales. Cambió los nombres, a la raza le dijo “etnia”, y a los ciegos, sordos y paralíticos les dijo  que tenían “capacidades diferentes”, también los llamó “no videntes” en un gesto de inclusión sin advertir que los estaba definiendo por la negativa. De cualquier modo, la segunda mitad del siglo XX fue un lugar que, en apariencia, se constituyó mucho más amigable y tolerante que el primero, y por medio de las tecnologías, permitió que todos (o la mayoría) tuvieran acceso al blanqueamiento de pelo, piel y disimulo de todo aquello que los hiciera ver demasiado “étnicos”.

II
Todo parecía desarrollarse más o menos en orden, salvo algunas manifestaciones neo nazis, rebrotes de agrupaciones de extrema derecha que rápidamente eran repudiadas o neutralizadas por la opinión pública, alentada por este clima de inclusión y tolerancia. Entonces, en el 2014, el escritor alemán Timur Vermes publicó el libro Ha vuelto, donde imagina que un día cualquiera de ese año, Hitler despierta en el medio de un parque de Berlín. Al principio le cuesta entender qué hace ahí, especialmente, por la gran cantidad de gente que quiere sacarse una selfie con él, pero rápidamente, y con la ayuda de un productor de TV fracasado logra hacerse un lugar en esta nueva (o no tanto) configuración social. El año pasado, se estrenó la película que lleva el mismo nombre y está inspirada en la novela. En el transcurso de dos horas se asiste a las reacciones de los transeúntes que lejos de sorprenderse por ver al Führer transitando por las calles, se le acercan, lo saludan, y se amuchan para sacarse fotos con él. Un productor de TV que por algún artilugio del argumento, necesita de la nota que le devuelva su trabajo y prestigio, lo lleva a su lugar de trabajo para que la ambiciosa productora general rápidamente entienda el juego y lo incluya en un programa en horario central.  En pocos minutos, el rating escala posiciones siderales. Nadie, ni los de adentro pero tampoco la audiencia tienen muy claro quién es ese personaje tan hipnótico, si es un actor que se ha convencido de su personaje y que no cede ni aún ante las últimas consecuencias, si es un loco del tipo “profético” o si, en el peor (o mejor) de los casos, es realmente Adolf que “ha vuelto”. Pero a los efectos del impacto, poco importa. Asegurándose una audiencia fiel y una batería de objetos de marketing alrededor, las décadas de cuidado y de mesura parecen borrarse. ¿En nombre del humor? Es probable, pero no es un humor cualquiera, es ese que puede reírse de sí mismo porque considera que el núcleo traumático que lo mantenía en silencio ya se ha superado. Porque el tabú ha tenido fecha de vencimiento y entonces es hora de mostrar todo. Pero la risa no deja de ser un síntoma, ya lo había dicho Freud. El chiste no es más que la evidencia de una verdad que irrumpe del mismo búnker que Adolf. Las altas tasas de audiencia no son más que el reflejo de lo que pasa en la calle, en estos diálogos, que como espectadores no sabemos si son verdaderas cámaras ocultas o guiones, pero que a los efectos de sentido, valen lo mismo. Así, una vendedora ambulante de comida al paso, le confiesa en voz baja que está harta de “que los inmigrantes les saquen el trabajo digno”. Hitler redobla la apuesta y le dice: “¿Y de los judíos, qué opina?” “También, deberían ser echados, nos arruinan la economía y se mezclan con nosotros”, le contesta mientras envuelve una salchicha recién sacada de la olla.

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Hitler redobla la apuesta y le dice: “¿Y de los judíos, qué opina?” “También, deberían ser echados, nos arruinan la economía y se mezclan con nosotros”, le contesta mientras envuelve una salchicha recién sacada de la olla.

Y entonces no queda otra opción que fundir a negro, pero sin antes advertir que la respuesta no suena descabellada, que no es más que un supuesto que existe y no sólo en la Europa reconstruida y con la cara limpia de la segunda mitad del siglo XX. Casi al final del film, cuando la identidad de Hitler ya no puede seguir sosteniéndose en la parodia, él dice algo que de tan obvio no deja de ser cierto: “Yo no asumí en el 33 solo, fueron ustedes los que me llevaron al poder, lo hicieron ustedes” y lo dice desde una cornisa, como si la opción pivoteara entre la negación y la nueva desaparición física de ese monstruo que parece encarar todos los males, o la aceptación de que el límite es uno inventado para tranquilidad de la audiencia. Pero no hay nada más falso que una escenografía de TV, ni al mismo tiempo nada más ambiguo. La escena nos pone en un limbo donde el afuera y el adentro quedan en entredicho. Ante la presencia del puro autoritarismo, no queda mucho lugar al que huir. El humor y la parodia se tornan insuficientes, parecen círculos viciosos de los cuales sólo puede sonreírse, como una mueca deforme, una y otra vez.

III
Entonces donde la película muestra su límite, y su final, más o menos predecible, es cuando toca apagar el control remoto o cerrar la tapa de la notebook y mirar un poco más allá de la pantalla. La campaña paródica de Donald Trump parece “haber empezado como joda y quedó” y hasta las elecciones norteamericanas no tendremos verdadera noción hasta qué punto ha quedado. Pero no sólo porque la campaña que lo enfrente a Hillary Clinton lo convertirá en una opción posible, sino por las razones de esa opción. Muchos dirán que la figura presidencial, como autónoma, en el país más poderoso del mundo occidental, no tiene la incidencia que le damos desde el sur. Que la decisión de voto es optativa, que las medidas de política exterior no se dirimen en el salón oval o por lo menos no en soledad. Pero como realidad y ficción se mezclan, tememos, gracias a House of cards lo peligroso que es tener monos con navaja ocupando lugares estratégicos, o peor, sujetos ávidos de poder blandiendo gomeras. Y entonces, a nuestro pesar, abrimos el diario y asistimos al paso de comedia de la destitución de Dilma Rouseff en Brasil y los alegatos de los diputados que votaron a favor del juicio político y otra vez nos preguntamos si no será una serie de Netflix que ya no sabe qué hacer para ofrecer productos verosímiles pero especialmente originales.

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La semana pasada asistimos a nuestro reality show argento, cuando Cecilia Pando ganó un juicio contra Barcelona por una foto que la mostraba, gracias a un fotomontaje, atada a una columna y con el torso desnudo.

Pero la parodia no es exclusiva del ámbito internacional. La semana pasada asistimos a nuestro reality show argento, cuando Cecilia Pando ganó un juicio contra Barcelona por una foto que la mostraba, gracias a un fotomontaje, atada a una columna, con el torso desnudo, burlándose de su encadenamiento frente al Ministerio de defensa en agosto del 2010. El chiste, que a pocos les causó gracia, es que la condena a la revista, que es en sí misma, una parodia. La jueza que avaló el fallo alude a un “exceso” de ironía. Y a los excesos sólo se los puede combatir con más excesos. Invitado al programa de Fabián Domán, el periodista Pablo Marchetti, responsable de esa contratapa excesiva sacó un as de la manga. No usó el espacio para “debatir” con la afectada sobre la imagen que tanto daño le había producido como esposa, madre de siete hijos concebidos en un matrimonio como dios manda, y docente, sino para explicar las razones de semejante producción. Marchetti le declaró su amor en cámara, le dijo que había decidido mostrarla sexy y con sus pechos turgentes porque desde siempre, desde antes de casarse con la madre de su hijo, la había amado en silencio. La adoraba como mujer y esa imagen había sido ni más ni menos su declaración de amor carnal. Incluso le dedicó un soneto y se lo leyó mientras Pando lo escuchaba. La indignación dio paso a la coquetería y nadie que haya visto su cara en primer plano pudo estar seguro de que no lo estuviera disfrutando. Al fin y al cabo, ella es mujer antes que nada y ninguna dama, por más bien educada en las leyes del señor, permanece impávida ante semejante declaración.  Por unos minutos, el piso del canal quedó en silencio, ese silencio incómodo que no encuentra espacio de racionalización, porque el exceso es como un terremoto, mueve todo del lugar, deja fuera de foco las certezas y obliga a pensar, una vez más, si acaso el equilibrio, ese ideal precario, existe, o es sólo el resultado de la acumulación de eufemismos. Eufemismos que cubren con palabras y frases más o menos amables, con clisés cadavéricos todo eso sobre los que una sociedad se asienta y construye prejuicios tranquilizadores. La vuelta de Hitler al poder, la posibilidad de tener como presidente del país más poderoso del mundo occidental a un exponente del racismo extremo, la facilidad con la que se destituye a un gobierno elegido hace apenas un año o el fallo a favor de alguien que defendió el robo de bebes (aunque después se haya arrepentido de sus declaraciones excesivas) deberían pensarse en serie, como si de una cuerda se colgaran ropas húmedas esperando que se sequen, se descuelguen, se planchen y en el peor de los casos se vista a las nuevas sociedades que por primera vez en muchos siglos, abandonan sus ropajes políticamente correctos y muestran que por más que las monas se vistan de seda, estos trajes de patéticos payasos que hacen reír a las masas acríticas, les sientan mucho mejor. Sólo falta que los diseñadores de moda se expidan al respecto sobre las reglas de etiqueta del milenio que estamos transitando y si avalen la carcajada loca o el espanto///////PACO