La máscara antigás pertenece a dos mundos. Es máquina con rasgos humanos, segunda cara removible, artificial, serializada; al mismo tiempo, prenda de vestir y arma. Como intervención defensiva señala a la víctima, la pone en evidencia, pero también avisa con claridad que esa víctima no se entrega, que decide luchar, prepararse para la defensa. Hay algo resentido y vital en la máscara antigás. Algo de monstruo, algo de verdad paranoica y violencia. Tapando sus rasgos, el enmascarado exhibe la fragilidad humana pero también su determinación a protegerse. Al mismo tiempo, mientras se va con ella hacia adelante, hacia la tecnología y sus reflejos siniestros, se retrocede a lo tribal, a lo salvaje, a lo africano. Estos movimientos ambiguos y dobles –tapar y revelar, avanzar y retroceder, modificar para preservar– seducen al castigado habitante de la modernidad tardía. La máscara antigás es un artefacto irónico en esa línea, festiva y trágica.
“Todo lo que es profundo ama el disfraz. Todo espíritu profundo tiene necesidad de una máscara” escribe Nietzsche en Más allá del bien y del mal. La frase no sorprende. Ya asimilamos, nosotros, en nuestra filosofía cotidiana del siglo XXI, la idea de que la cara dice tanto como miente, incluso que no es posible existir sin esa tergiversación. Más aun, que la máscara no incumbe solo a los límites de nuestras facciones, sino que se expande a la lengua, al habla, a los gestos, al cuerpo y a nuestra ética. Fragmento 289 del mismo libro: “Toda filosofía esconde también una filosofía; toda opinión es también un escondite, toda palabra, también una máscara.” Máscara, filosofía, disfraz, ebridad báquica, baile, impunidad, risa, pathos… Si sobre toda máscara recae el ridículo, en el caso de la máscara antigás, se trata de un ridículo que puede ser letal o pop. Siguen los desdoblamientos, entonces. ¿Un plano asociado a la máscara y otro asociado al gas? ¿Ataque y defensa? Tapar y modificar; defender y preservar. Los pliegues del barroco vuelven con la modernidad. Afuera, con el gas, está el aire envenenado, latente, ominoso, el humo. ¿Y debajo de la máscara? Debajo de la máscara, otra máscara, y debajo de esa máscara, la muerte.
La historia de la máscara de gas es la historia de la construcción de una cara más eficiente en la adversidad. La evolución del dispositivo resulta, así, técnica. Sin embargo, buscando maximizar sus utilidades también se generaron cambios estéticos. En 1721, Jean-Jacques Manget dio a conocer un Traité de la peste donde se describía una careta de cuero con pico de pájaro que se llenaba de alcánfor, rosas, menta o lavanda. Se creía que las delicadas fragancias y los perfumes de estas plantas alejarían a la enfermedad.
En 1799, Alexander von Humboldt diseñó una boquilla alimentada con un pulmón artificial que debía socorrer a los mineros de Prusia. Y así a lo largo del siglo XIX inventores patentaron todo tipos de filtros y aparatos para respirar entre el humo, debajo del agua, en lugares cerrados o incendiados. La mayor parte de estos dispositivos nunca se produjeron y eran ingenuos hasta en sus croquis.
Hubo que esperar a la Primera Guerra Mundial y la unión del miedo con el estado moderno para que surgiera algo parecido a la máscara que conocemos hoy. A partir del inicio del siglo XX –el siglo corto de Eric Hobsbawm, que cada vez es más corto– la máscara se asoció a la actividad bélica. Prioridad de científicos y contratistas militares, su perfeccionamiento se dio en combate. Hay una foto paradigmática que otra vez nos habla de dos momentos. Un soldado de caballería posa de perfil mientras espera para entrar en acción. El caballo, bien ensillado, podría estar tomado de una escena gaucha y primitiva. Pero el jinete lleva uniforme, el fusil cruzado en la espalda, lanza de acero, botas altas, casco y máscara. ¿El siglo XIX no se decide a morir mientras el siglo XX avanza? Y si lo buscamos hay un tercer momento. La imagen podría llegarnos de una película apocalíptica, de una narración posnuclear. También en eso habla la potencialidad simbólica de la máscara antigás.
De todos los escritores argentinos, Roberto Arlt fue el que más rápido y mejor leyó esa potencialidad. En una escena fundamental de la narrativa local retrató a uno de sus usuarios. Vale citarla in extenso.
“Erdosain llora silenciosamente, la cabeza apoyada en el brazo. Lágrimas ardientes escalan sus mejillas. El gaseado se inclina sobre Erdosain:
—Llorá, chiquito mío. Tenés que llorar mucho todavía. Hasta que se te rompa el corazón y ames a los hombres como a tu propio dolor.
—Nunca —contábame más tarde Erdosain— experimenté un consuelo más extraordinario que en aquel momento. Le tomé las manos al gaseado y se las besé, cayendo de rodillas frente a él. No me miraba; tenía los ojos clavados en su distancia terrible. Apoyó una mano en mi cabeza y dijo:
—Cuando eras chiquito jugabas al inocente juego feroz de bombardear fortalezas. Te has hecho hombre, y querés cambiar el juego de las fortalezas que bombardeabas en la soledad por el juego de las fábricas de gas. ¿Hasta cuándo seguirás jugando, criatura?
—Yo le besaba las manos. Una angustia atroz me retorcía el alma. Me separé de él y le besé los rotos botines. Él, inmóvil, con el correaje cruzado sobre su pecho, los ojos abombados de una claridad sobrehumana, miraba a lo lejos. Yo le dije:
—Padre, padre mío: estoy solo. He estado siempre solo. Sufriendo. ¿Qué tengo que hacer? Me han roto desde chico, padre. Desde que empecé a vivir. Siempre me han roto. A golpes, a humillaciones, a insultos. He sufrido, padre.”
Arlt opera con varias superposiciones. Apila voces y diálogos, infancia y sueños diurnos, lágrimas, vulnerabilidad, ferocidad, humillación y consuelo. Al hacerlo convierte al amenazante gaseado en una figura paternal y redentora que, por supuesto, se presenta frente a Erdosain enmascarado.
Si la Segunda Guerra Mundial desarrolló sus propios modelos, también marcó la expansión desde las trincheras a la sociedad civil. Animales enmascarados. Caballos, perros. Máscaras para bebés. La vida doméstica disfrazada, cambiada. La inocencia natural del hombre, pervertida por una guerra que sucedía a cientos de kilómetros pero que igual se hacía notar. En los momentos de ocio y rutina, la máscara. En una foto, dos vecinas charlan en la puerta de sus casas. Una de ellas sostiene un escobillón y un balde de chapa. Ambas usan vestidos floreados y máscaras antigas. Una monja posa con su hábito y su máscara. Viandantes se prestan a la foto durante un picnic en la playa. El costumbrismo admitía un cuerpo extraño: en vez de caras humanas, lo que se ve son ojos de marciano y trompas de insecto. Hay dos fotos que resaltan, combinan. Las poses son similares. El soldado y la mujer, ambos enmascarados, cada uno por su lado, pelan cebollas. Se parecen. Pero son diferentes.
De todas, la combinación más brutal y fascinante involucra a Disney. En una foto tomada en Washington hacia 1942, Walt Disney le presenta a General William Porter el prototipo de una máscara antigás a la que se le superponía la cara del Ratón Mickey. La idea era que los niños se vieran más dispuestos a usarla cuando llegara el momento. Máscara sobre máscara, institución sobre institución, la careta infantil disfrazaba la guerra. No sería la última vez que un dibujo animado se acercara al frente de batalla. ¿Cuál dominó? ¿Preferían los niños ingleses o estadounidenses jugar al Club de Mickey Mouse antes que a la guerra? ¿Fue la máscara sobre máscara una idea destinada antes a los adultos porque eran ellos los que no querían ver en su hijo a un pequeño monstruo del futuro durante el bombardeo?
Y otra vez aparece la foto duplicada. La primera es de los años treinta. En un teatro de los Estados Unidos, una multitud infantil muestra su entusiasmo usando caretas de Mickey en encuentro del Club de Mickey Mouse. La otra se llama “Gas Mask Wedding on Miyakejima, Izu Islands, Japan.” Leo que esas islas están en la zona de influencia de un volcán que hizo erupción seis veces en el siglo XX. En el año 2000 todos los residentes fueron evacuados y solo se les permitió volver en el 2005 siempre y cuando tuvieran a mano una máscara antigás. La foto, sin embargo, parece mucho más vieja.
En la máscara antigás la modernidad corteja una de sus grandes obsesiones, el final, el Apocalipsis, los sobrevivientes. El aire viciado hace que tengamos que cambiar nuestras facciones. El hombre destruye la atmósfera del mundo y luego le da a ese problema general, una solución individual. Lo industrial como amenaza y salvación, con la consecuente deformación de lo humano. Otra vuelta irónica. La máscara nos preserva mientras oculta nuestra identidad. Aparte de eso, ya que nos prepara para la guerra o la extinción, nos deshumaniza también en un plano espiritual. En sus ojos espejados y vacíos se refleja la violencia. Usar una máscara de gas es convertirse un poco en máquina, en ciborg. Nos proyecta sin ingenuidades en el futuro y nos hace volver un poco al pasado.
Cuando estamos en las redes sociales ¿usamos una máscara que no se coloca sobre la cara? ¿O no? ¿Qué pasa cuando ponemos una foto que representa nuestras facciones o una foto donde nuestras facciones aparecen favorecidas por la luz, una mueca accidental o un gesto poco habitual? La fotografía y el seudónimo también son artefactos defensivos que preservan un anonimato de libertad. Aunque la persona verdaderamente libre no necesita máscaras…. Si cuando estamos en las redes sociales usamos máscaras, ¿cuál es el gas que nos ataca ahí?
Hay otra cita contemporánea. Pese a que su uso lo llevó a la violencia y a la muerte, Walter White usaba una máscara antigás industrial, no bélica. ¿Sería posible incluirlo en esta serie? Prefiero, si se trata de cerrar con una excentricidad, hablar de Bryan Cranston. En julio del 2013, llegó al San Diego Convention Center para dar una conferencia de prensa domincal sobre Breaking bad caminando entre la concurrencia sin que nadie lo reconociera. ¿Cómo hizo? Se disfrazado de Walter White. Para protegerse del gas de la fama se puso la cara de su personaje. Escondido en su creación, con sus facciones de carne bajos las facciones de goma de su personaje, pudo pasar entre los fans disfrazado como un fan más. Los pliegues son muchos porque Bryan Cranston fue alternativamente él mismo, Walter White y uno de sus fans. Pero ahí no termina la anécdota. Un redactor anónimo escribió que cuando Cranston, para gran sorpresa de todos, se dio a conocer, “things got weird.” ¿Más “weird” aun? Antes o durante la charla, el actor empezó a darle besos de lengua a su careta de goma. Y no contento con eso, se la pasó a Aaron Paul, que en la serie hacía de Jesse Pinkman, para que él también besara la cara sin vida de Walter White. El creador de la serie, Vince Gilligan, se lo ve en la fotos, comenzó a filmar lo que sucedía. Entiendo que tuvo una reacción acertada.
¿Amor narcisista, masturbatorio, una bizarra vuelta a Pigmalión? Creo que Cranston nos dice con ese gesto que él también puede amar al personaje, a la máscara, lo hace exageradamente y con risa. Pero es la máscara que le permitió ser él entre aquellos que lo aclaman, atravesar la muchedumbre, y fue la máscara la que lo llevó ahí como actor.
¿Qué la decía Cranston a Aaron Paul cuando le ofrecía los labios de Walter White? No tenemos el audio de lo que sucedió en el San Diego Convention Center. Algo, no obstante, tiene que haberle dicho. Imagino gratitud y amor: “besala vos también, hay que darle amor a este símbolo, está vacío ahora pero gocémoslo que es a la vez identidad obtusa y libertad.” Después de todo, Walter fue muy generoso y en muchos sentidos con ambos.
¿Usar una cara serializada para salvarnos? ¿Ponernos nuestra propia máscara para ser otro? Todo parece demasiado artificial pero no hay nada que aceptemos como más natural que el tiempo y es él, viejo soberano, inflexible dictador, el que también nos enmascara. O como dijo la poeta árabe Nazik Al Malaika no sin esperanza: “La vida sigue creando en mi rostro una cruel máscara desbordando agua sorda y helada, y su veneno esconde alguna grandeza.”///PACO