Nunca fui a Disney y eso que fui adolescente en los ‘90, década hecha a medida para ese viaje y que arrancó con el cierre del Italpark donde estaba el Tren Fantasma que más me gustaba. Boedo, mi barrio, no tenía demasiados árboles ni plazas. Yo no era de las adolescentes que se encerraban, más bien se me daba por irme así que no me quedaba más que caminar para el lado de Parque Patricios y atravesar sus calles en subida y bajada con arboledas hasta llegar a los parques.

Si Boedo sacaba (y saca) la mejor versión de mí como pez en el agua, Parque Patricios me interpelaba, era un campo desconocido que con sus misterios me invitó a conquistarlo. Y eso hice cuando me di cuenta que vivía a 15 cuadras de la Cárcel de Caseros y de la Plaza Ameghino, mi castillo y mis fantasmas personales.

Recuerdo verme parada con mis 14/15 años frente a uno de los paredones de las dos torres de la cárcel que estaban todos cubiertos de ventanas enrejadas, estructura inspirada en la de Alcatraz. Entre reja y reja los presos soltaban sus brazos. Un muro lleno de brazos colgando como único contacto con el afuera. Ahora que están de moda los viveros verticales no puedo dejar de pensar que era un poco como uno de esos pero de carne.

Abajo en la calle la escena se repetía pero a la inversa: sus mujeres llevaban los brazos hacia arriba. Digo mujeres y lo subrayo, los pocos hombres que recuerdo son niños jugando entre ellas en el empedrado. Todas estaban por sus parejas o por sus hijos, ninguna de todas con las que hablaba me decía estar ahí por un hermano, primo, amigo, tío, etc. Aun días que no eran de visitas ellas estaban ahí, la sensación de espera me agobiaba.

En el aire, entre los brazos de unas y de otros, se encontraban las voces intentando hablar en medio del griterío, he visto peleas y escuchado confesiones. Esa situación podría haber sido una escena del video Thriller pero en versión góspel. Las voces de abajo subían hacia ellos con fe y las voces de arriba bajaban hacia ellas con resignación.

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Caminando por Pasco o Pichincha y cruzando Av. Caseros está la Plaza Ameghino, gran protagonista del desastre que ocasionó la fiebre amarilla en 1871. Por aquél entonces era un campo que frente a la magnitud que tuvo la epidemia comenzó a funcionar literalmente como Cementerio del Sur, de hecho el monumento de la plaza homenajea a las víctimas y tiene en el centro una réplica de la pintura “Un episodio de la fiebre amarilla en Buenos Aires” del uruguayo Juan Manuel Blanes.

Había un matrimonio de abuelos que estaban siempre sentados en el mismo banco porque, según ellos, era el único que no estaba sobre ningún muerto. Al parecer ella veía a los espíritus despertarse cuando empezaba a bajar el sol y ninguno se levantaba de ese círculo, sentarse en otro lugar era invadirlos y hacerlos enojar.

Los abuelos habían perdido un hijo y estaban convencidos que eran los únicos que podían calmar esos enojos. A mí la simbiosis de hijo muerto y guardianes de fantasmas me parecía fascinante. A veces me contaban secretos de los espíritus a los que les pedían permiso para hacerlo.

La señora del quiosco que quedaba por la calle Uspallata decía que las víctimas de la fiebre amarilla se habían quedado con ganas de vivir, por eso había que hablarles y llevarles ofrendas, darles atención porque si no pasaban cosas inexplicables.

Hace unos días por trabajo estuve en Caseros y Entre Ríos, no pude más que volver a esas manzanas. Hacía 20 años que no las recorría y fue muy movilizante. No queda nada, como si la demolición de la cárcel se hubiera llevado todo y lo que no, seguramente se lo llevó mi adultez. Sentí que mi pasado ahí era más mío que antes, ya no existe a simple vista para nadie.

En el descolorido sureño vi rebotar la añoranza del siglo pasado en el que la identidad de los barrios aportaban tanto a nuestra personalidad. La relación con la ciudad viene de la mano del vínculo que uno tuvo con el lugar donde creció, eso explica a esta neurótica Buenos Aires actual.

Nobleza obliga, al final y por más que no me simpaticen, el pseudo progresismo y el mal planeamiento urbano terminan cumpliéndome el sueño de ser un poco cowboy en pleno cemento.

Al tomar por la calle Juan Carlos Gómez me topé con este mensaje que me trajo de un hondazo al presente: “los travestis son más lindos que las mujeres”, firma un tal Paco. Mensaje simpático por la extravagancia de las casualidades: el firmante lleva el nombre de la revista que leo y humedece mi sequedad. Lo primero que me vino a la mente fueron unas bestias rumanas enfiestadas con travestis. Fue una imagen tan caníbal y adorable que hasta sentí celos de los travestis, así que me la guardé bien en la memoria para alguna noche de insomnio retocarla, sacando a los travestis y metiéndome yo pero no por los celos expresados sino porque me debo a la causa: la bestialidad rumana de PACO, ¿opina como Paco?

Yo no opino como él.

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Ser travesti es una elección. Ser mujer o ser hombre no. A la vez cada uno ofrece algo diferente, es lo mismo que decir “es más linda la montaña que el mar”. Tal vez Paco es un travesti feo y puso ese mensaje autoconvenciéndose en tiempos donde la belleza está expuesta bajo esa lupa resentida de lo “real o irreal”.

Es una época tan compleja para disfrutar de lo lindo como tan banal para poder sincerarnos al respecto sin que todo termine siendo un slogan o una batalla de cotorras.

Y ahora la añoranza que se me venía encima era por la belleza, con su subjetividad y sin la ambición careta de hacerla un “derecho humano”. No es cosa de todos y por eso gozamos cuando la tenemos o presenciamos, por eso envidiamos cuando está por fuera de nuestro alcance hasta el odio y el deseo de alcanzarla para destrozarla si no nos pertenece. Me encanta que así sea porque gusto de nosotros cuando somos “rumanos, demasiado rumanos”.

Eran cerca de las 20 y el movimiento por la zona es intensamente familiar en las avenidas y polémico calles adentro por la inmensa oferta de prostitución. Si no existiera la play, supongo que tampoco habría niños jugando a la pelota ahí.

Algunos telos y otros hoteles “familiares” ya tienen en la puerta a los travestis, que parecen jugar a ver quién es el más escandaloso para llamar la atención del transeúnte y así concretar. Tal vez a Paco no le dio para un podcast pero sí para un aerosol y tirar un PNT en la pared.

Lo que me llamó mucho la atención fue ver los viejos PHs, algunos con arquitecturas conmovedoras a pesar del abandono, funcionando como aguantaderos. Pensar que eran de la alta sociedad. Ningún PH nace prostíbulo.

El viaje de vuelta en el 12 fue lento. Entendí que hay un destino zombie sentenciado para esas manzanas, con todo lo tragicómico que eso implica. Y que en realidad no era tan distinto lo que vi porque seguían estando la fe, la resignación, la espera, las libertades y prisiones pero sobre todo la expectativa de recibir/dar la atención para que no ocurra lo inexplicable.

Esa noche antes de dormir leí una nota de Borges del año 1920 que decía “Entre el mundo externo y nosotros, entre nuestras emociones más íntimas y nuestro propio yo, los fenecidos siglos han elevado espesos bardales”, más abajo habla de ver con ojos nuevos.///PACO