La primera vez que pisé una milonga llevaba mi pelo negro y ondulado recogido con un clavel, un vestido de lino azul y unas zapatillas de lona. Me sorprendí al ver cómo mis compañeras se disponían a abrir sus pequeñas bolsas porta zapatos y sacaban ejemplares de diversa especie. Estaban los acebrados. Los platinados. Los flúo y los a lunares. Me encantó la idea de que cada par convirtiera a una chica cualquiera en una hembra dispuesta al apretuje de arrabal. Me asombré, en principio, de ese fetiche. De esa práctica denominada milonga que es mucho mejor sobre un par de objetos contundentes que delinean cualquier cuerpo revelándolo activo. Algo así como las llantas para los pibes chorros. Unos definitivos zapatos de baile indican jerarquía y estilo personal.

Esa primera vez tuvo que terminar junto a un novio francés de ocasión que supo cerrar el abrazo cuando yo, la piba de zapatillas de lona, no di pie con bola y me convertí en una chita con navaja. Mi cuerpo respondía por mí a todos los estímulos. Mi cuerpo no era yo. Mi cuerpo iba. Y con velocidad. Una vez que supe manejar eso volví a la pista con menos ingenuidad. Me di cuenta de que los viejos bailan aprendices para jactarse y tocar; que los calaveras son sensibles muchachos y siempre están enamorados; y que la mayoría de las damas dicen ir “sólo a bailar” pero que todas, absolutamente la mayoría, buscan ser amadas. Con el tango comencé a pararme distinto tanto física como mentalmente. Dimensioné mi poder como mujer. Me di cuenta que por más postura izquierdista y feminista que profesaba había una parte de mi deseo que no podía atar. Una parte de pulsión que tendía a la repetición. Una vez, una gran maestra de Tango de apellido corto nos dijo en un seminario: “en un mundo tan desordenado el tango nos ordena” y creo, profundamente, que tenía razón.

Podemos renegar de nuestras diferencias físicas, económicas, sociales y culturales con los hombres. Pero en un momento mundial de fronteras cada vez más difusas entre los géneros y aún razonando que el género es uno solo, el humano, desde mi experiencia vital no puedo más que recomendar la práctica de Tango que me colocó en un lugar de mujer muy concreto. Menos resistido.

Vivimos resistiéndonos a placeres. Vivimos resistiendo múltiples opresiones y mandatos, tanto hombres como mujeres. Si existe algún espacio en el que podamos jugar a tener reglas claras que nos distingan y nos relajen creo que hay que aprovecharlos. En el Tango alguien marca y alguien sigue, pero ambos sienten. Y ese sentir es gracias a la comunión de dos voluntades. Hombres o mujeres bailando entre sí. Abriéndose un espacio de abrazo en el que se pueden cerrar los ojos y volar. Dicen que se vuela en el Tango y suena a cliché; pero el que no coincide todavía no se desasnó. Salud. Erótica. Amor humano. Y orden. Sentir es más revolucionario que cualquier acción directa vía mail///PACO