Las vanguardias históricas todavía pesan en el arte. Aún suenan consignas de revolución, de intervenir la alta cultura como si no hubiera sido ya destruida y de una aceleración que va muy por detrás de la velocidad del mundo. Al mismo tiempo, el arte pertenece cada vez más a un reducto que, con desinterés, expulsa más de lo que atrae. Por eso, y aunque dé bronca, no es curioso el recelo con el que buena parte de la población habla de la cultura y sus instituciones. Si todo esto corre peligro, parece hora de recuperar el apoyo que en algún momento se perdió. Como un último rezago de aquellas vanguardias, los situacionistas supieron rebelarse contra su presente y generar movimientos masivos en la posguerra europea. Liderados por Guy Debord, incomodaban a la sociedad más apolítica y ajena a ellos, pero también a sus colegas artistas, tan inocentes en algunas luchas. Fueron corridos por izquierda y por derecha. Organizaban boicots, interrumpían eventos oficiales, escribían sin filtros sus ideas. Sus manifiestos inspiraron, en parte, la rebelión de Francia en mayo del 1968. En Rastros de carmín, Greil Marcus argumenta que aquel también fue el origen de las ideas del punk, otra gran revolución artística y social.

Una representación de esas dos corrientes puebla gran parte de los círculos artísticos de hoy. Por un lado, más en las artes visuales y la literatura, una juventud continúa las ideas de intervención y lucha de clases con teoría, teoría, teoría. El ambiente es entre académico y adolescente. Las obras se presentan en fiestas y sus temas no pueden escapar de aquel Mayo francés, aunque solo en un aspecto intelectual y banal al mismo tiempo. Por poner algún ejemplo: en galerías y ferias todavía aparecen graffitis y fanzines que hablan de promiscuidad y ecología, como si eso fuera a circular por fuera de ese público, que es el más promiscuo y ecologista que hay. Sin violencia, se enojan contra un régimen ausente e idean respuestas anacrónicas.

Mientras, la cultura punk tiene más presencia en la música. Sus métodos se centran menos en lo intelectual que en la acción. Replican la violencia en una performance: se arrogan una revolución y un “aguante”, junto con un discurso de aceptación tan cándido que tolera hasta a sus opresores. Es normal, por ejemplo, que un miembro diga que “aunque las letras no sean explícitamente políticas, hacer música es hacer política”. El testimonio parece desconectado de la realidad. Imagina un sistema como el de la dictadura, olvida la censura de aquella época y desdibuja el mérito de los artistas que le hicieron frente. Pone la atención en el hecho de hacer y no en lo que se hace. La violencia reivindicada, entonces, no sale de la estética de sus eventos. La música se apaga y el show ha terminado. Así como ambos grupos se alejan cada vez más de la actualidad, tampoco hay un esfuerzo para que la realidad se asemeje a ellos. No buscan un futuro, sino que su esperanza está depositada en el pasado: en la nostalgia, en la fijación con lo analógico y en mirar con recelo las nuevas tecnologías en lugar de invadirlas y hacer con ellas algo propio.

Todos los caballos del rey, la novela de la situacionista Michèle Bernstein, muestra el estancamiento del arte en la sociedad. Fue escrita en 1960, pero podría publicarse mañana. La historia es sobre el matrimonio de Gilles y Geneviève, dos parisinos en la década del cincuenta basados en Bernstein y su esposo, Guy Debord. Son adultos jóvenes, artistas, casados pero de amor libre, algo que no ha dejado de ser un tema recurrente desde entonces. Por sus vidas desfilan amantes y los protagonistas sospechan, fingen celos que no sienten o quisieran no sentir. Se pasan gran parte de la novela masticando ideas de amor, exhaustos de crear excusas para justificar sus modos de vida. Pero los vínculos los desbordan y no pueden pensar en otra cosa. Ya no hay lugar para el arte ni para la política, y es entonces que estetizan y politizan sus relaciones privadas: surge la autobiografía y se forma la identidad de su generación.

Pero estos caminos se rebelan contra sí mismos. Un discurso que solo intenta diferenciarse lleva a que cada generación quiera su propia vanguardia, incluso si es igual a la anterior. Y en esa separación, esa copia de una copia de una copia, se van perdiendo los colores, los bordes más filosos, la letra chica.   Es la contradicción que abrazaban los situacionistas, tan en contra de su época que estaban en contra de sí mismos. “Estamos obligados a apartarnos de los medios artísticos dominantes”, escribía Debord en 1959, “pero no solo de aquellos que dominan el consumo burgués aún clásico, sino también de los que se proclaman innovadores”. Por aquel entonces, la destrucción era, también, la autodestrucción. En un artículo de 1960, Robert Estivals acusaba a los situacionistas de una “metafísica del presentismo” que rechazaba las nociones de “evolución, progreso y eternidad”. Debord respondía con agudeza: “La situación”, escribía sobre los situacionistas, “no ha sido nunca presentada como un instante indivisible, sino como un momento en el movimiento del tiempo, un momento que contiene sus factores de disolución, su negación”. Si bien la acusación de Estivals en 1960 era bien rebatida por Debord, hoy faltan argumentos para defenderse. Debord tenía razón en 1960, pero Estivals tiene razón hoy: solo se piensa en este presente que, lejos de ser un paso hacia adelante, tiene más que nunca la vista en el pasado.

A diferencia de la época de los situacionistas, la actualidad no parece pasar ni diluirse: cada cosa queda guardada como si el tiempo no avanzara, sino que se acumulara en un mismo punto. Todo convive con todo. Las nuevas olas están atestadas de fotografías analógicas de ambientes que parecen “quedados en el tiempo”, canciones con una distorsión desesperada que emula el garage rock y relatos intimistas que hacen públicos los mismos traumas de siempre. Es fácil sentirse parte de una generación pasada. Fácil por el acceso a la información, pero también porque permite ser vago, imitar en lugar de experimentar. El estado de las cosas se mantiene y perpetúa la tradición pasada. Los círculos más identificados con el progreso son, en este sentido, conservadores. Apenas dan lugar a nuevos temas, voces o formas.    

Se puede ilustrar lo que planteaba Debord con Todos los caballos del rey. Las relaciones con los otros personajes que conocen Gilles y Geneviève están dadas en clave de su identidad, que se desprende de su edad. Ya en el primer párrafo, Geneviève se queja de los artistas de la generación anterior “cuyo destino es que no los conozca nadie” y que, conscientes de eso, tratan con condescendencia a los más jóvenes. Es decir, a ellos. Una generación que se queja de la anterior puede ser una profecía. Se habla desde el miedo a que sea ese el destino que le espera: una vida resignada, ante todo pasada de moda.

Al poco tiempo, Gilles y Geneviève conocen a Carole. Carole es más joven que ellos y finge una inocencia estudiada: ama tanto la pintura y la música como a su oso peluche. Los cautiva a ambos, aunque traza un amorío solo con Gilles. Mientras lucha contra sus celos, Geneviève defiende las pinturas de Carole, hasta que Gilles la convence de que son basura: apenas un conjunto de todo lo que está de moda. La pareja adulta quiere ser una guía de la juventud y, si bien su arte los repele, al mismo tiempo los fascina. Hacia el final, cuando Gilles corta con Carole, ella se siente abandonada por esa figura entre romántica y paternal de la generación previa. Por el lado de Geneviève desfilan dos amores más jóvenes. El primero, Bertrand, un poeta inmaduro e incómodo con el amor libre, sirve apenas para que Geneviève conozca a Hélène. Ella parece una chica de carácter fuerte que es capaz de unir a los cinco amantes solo con su carisma. Llama la atención de Geneviève, que rompe con Bertrand para estar con ella. Entonces la joven se descubre tierna e insegura en la intimidad, y de repente Geneviève pierde interés. Pero es tarde. El grupo ya se disolvió y queda el matrimonio solo, de vuelta en su endogamia generacional. La novela cierra con una carta de Hélène a Bertrand que acaba en manos de Gilles y Geneviève. Hélène escribe para rogarle a Bertrand que se desencante de esas “personas taradas”, esa generación que, por mucho que aparente, en el fondo es infeliz. Gilles y Geneviève pasan a ocupar el lugar de los artistas que criticaban, y los más jóvenes son iguales a lo que eran ellos. La pareja lee la carta y se ríe con ternura, y sigue su vida con la libertad de los padres cuyos hijos se mudaron solos para repetir inevitablemente sus errores.

¿Por qué esta novela de 1960 parece un diagnóstico del arte independiente actual, en su estancamiento e incapacidad de atraer como en el pasado? En principio, porque los argumentos situacionistas aún permean a través de la nostalgia. Eran atinados en su tiempo, pero hoy su aplicación falla. Alguna vez el arte perteneció a un sector dominante de la sociedad. Hoy pertenece a otro. Y, si aquella vez la responsabilidad cayó en el elitismo, hoy parece estar en un desinterés por trascender o en una distinción que no fascina. Entonces es justo preguntarse cómo cautivar a un sector que está cada vez más lejos de volver a interesarse. Cómo hacer, a fin de cuentas, que el arte vuelva a convocar a un público que lo mira con recelo por creerlo un reducto snob o de partidismo político.

En primer lugar, si la negación del presente fue lo que conectó el éxito de las vanguardias que hoy son parte de la cultura, generar un cambio requiere un abandono completo de todas ellas. “En el éxito a medias de ciertas innovaciones, así como en el éxito a medias de nuestra juventud”, escribía Debord, “está el riesgo de aferrarnos a una libertad de ideas y a una libertad de acciones que siguen siendo insuficientes”. A su vez, negar un presente parece raro si cada generación dice estar rompiendo un paradigma. Cualquier solución sonaría paradójica. Todo cambia tan rápido que no parece haber tiempo de hacer grandes cambios en el arte, y así cada uno se va refugiando en su nicho. Las generaciones aparecen cada vez más fragmentadas. La vida moderna separa, especializa, pero también avanza sin piedad y hace que las diferencias etarias sean más y más obvias. Los algoritmos reflejan nuestros perfiles de intereses y son precisos hasta el hartazgo: cada uno es su propio mercado. También las posiciones políticas se individualizan y los grupos atomizados pierden la fuerza del conjunto.

Lo fundamental de las vanguardias que trascendieron hoy parece sepultado. Se repiten consignas y se pierde de vista su fondo: la persuasión, la idea de que otros podían (o debían) formar parte. Por su lado, el arte actual se habla a sí mismo. Pretende provocar a quienes ya han sido provocados, recibir sus aplausos y creer que eso cambia algo por fuera. Pesca en su propia pecera. Sin extender la mano hacia otras aguas, aunque sea con una carnada, todo permanece igual. Los happenings, típicos de aquella época, se imponían al público general. Hoy es difícil saber lo que pasa si no se forma parte de un mundillo, si no se busca de forma activa. Tampoco hay una intención de que se sepa. Todavía resulta novedoso que Debord, que era marxista, haya publicitado su obra La sociedad del espectáculo con esta frase: “Un libro sorprendente que contradice todas las creencias de la izquierda contemporánea”. Invitaba a sus enemigos de derecha a morder el anzuelo, a que abrieran entusiasmados el libro y se encontraran con quejas desenfrenadas contra el capitalismo. Esa parece una salida. La de la persuasión. Otra supone una reconciliación. Si las generaciones hacen todas lo mismo y se distancian, se puede hacer algo distinto: colaborar. Capaz la ruptura con el canon (que generó un canon alternativo) fue suficiente y es hora de un nuevo canon intencional. Eso requiere acuerdos y concesiones. Para volver a cautivar se necesita una fuerza colectiva, la identificación con algo más general.

Esto no significa una paz exagerada. Las rispideces son esenciales hasta que una posición nueva incluya los principios de sus partidarios. Hoy, los debates como el de Estivals y Debord casi desaparecieron de los medios, y ese desinterés por persuadir tiene tintes de resignación. Aún así, una frase de aquel debate todavía puede resonar: “Amamos nuestra época, con todo lo dura que puede ser. Amamos esta época por lo que se puede hacer con ella”. Por eso, reclamar que el arte sea de todo el mundo y para todo el mundo, que invite a una reflexión en conjunto, a una discusión que alguna vez se perdió por ser más cómodo quedarse en el lugar propio, puede volver a sonar como algo esperanzador/////////////PACO