El día que Luis “Toto” Caputo anunció las primeras medidas económicas del gobierno, el 13 de diciembre, me sentí un poco estafado. Javier Milei había asumido tres días antes y su discurso fue una pieza potente de comunicación política en la que estimuló la imaginación del pueblo argentino planteando en términos terribles la inminencia del holocausto nuclear: hiperinflación, pobreza del 90% y disolución nacional. La gente que se acercó al Congreso ese día había llegado eufórica y alegre, y se retiró, tras ese momento de anagnórisis bestial, un poco deprimida y en un clima raro. El Javo dijo que el país estaba al borde del desastre producido por un modelo empobrecedor y que la única salida era que la nueva administración se coja al pueblo argentino de una nueva y exótica manera, nunca antes vista, casi sin plantear la luz al final del túnel. Un frágil consenso sexual sin ilusión de noviazgo que la sociedad civil pareció conceder sin entender exactamente qué iba a pasar, pero impulsada por la emoción erótica de la novedad.
Sin embargo, esa promesa no se materializó el día del anuncio de “Toto”. Las medidas no solo implicaban un clásico y repetido ajuste ortodoxo, sino que prolongaban el mismo modelo de acumulación ya agotadísimo desde 2011: aumento de retenciones, aumento de planes sociales, más emisión monetaria, cepo cambiario, una devaluación bestial, etcétera. Eso significaba que, conjurada la emoción de la sorpresa, parecía que Milei al final nos iban a coger de la misma aburrida y ascética manera en que nos cogieron siempre, con apenas unas medidas ornamentales de baja de déficit más, y encima sin desarmar los fundamentals de la economía de CFK-Macri-Alberto que nos trajeron hasta este momento de terror colectivo. Los libertarios defendieron el paquete en redes sociales ese día, apenas disimulando su decepción.
Pero eso fue hasta el DNU, resumido en cadena nacional por Milei siete días después de la conferencia de Caputo. Un monstruoso texto de 300 páginas en el que se derogan o modifican algo así como 366 leyes y que transforma casi toda la estructura normativa de la Argentina, desde el código aduanero, comercial y de telecomunicaciones hasta las leyes laborales. Milei lo anunció el 20 de diciembre con una puesta en escena pretenciosa y vulgar, que emulaba el anuncio de las desregulaciones menemistas a las que su “plan de estabilización y shock” excedía en escala y magnitud por mucho.
El DNU trajo alivio en la militancia rabiosa de LLA porque, a diferencia del ajuste de “Toto”, este sí implicaba cogerse al pueblo de nuevas y exóticas maneras, empujando un poquito los límites de las pasiones eróticas argentinas más allá de las tradicionales costumbres cristianas. Esto sí era algo que nunca había sido probado, esto sí era algo nuevo. La Argentina que imagina el documento y que dibujan en el aire sus páginas es una Argentina desconocida e inexplorada. Acaso con menos cara de orto, más alegre y juguetona, más libre a la competencia y la imaginación, y más abierta a la penetración anglo-británica.
A diferencia del ajuste de Caputo, el DNU es también el tan prometido nuke a lo que Martín Rodríguez llama “el disyuntor” del sistema político, que son esa serie de medidas implementadas por la clase política para que el sistema no vuelva a estallar nunca más post crisis de 2001: planes sociales, devaluaciones, cepo cambiario, hiper protección de ciertos sectores economía, emisión monetaria, hipertrofia del sector público, etc. Esas medidas no se aplicaron de un día para el otro, sino que se fueron consolidando e incorporando gradualmente. Mientras que el modelo de acumulación funcionó, la capacidad instalada estuvo baja, el precio de los commodities alto y las marcas del trauma social de la crisis todavía frescas, el “disyuntor” no solo generó amplio consenso, sino que fue virtuoso porque operó como factor redistributivo y de cohesión social en torno a un proyecto político. Sin embargo, cuando el modelo de acumulación se secó en 2011-2012, las medidas de protección empezaron a “despatrimonializar” a la sociedad argentina: se cerró el crédito y se eliminó el ahorro vía destrucción de la moneda y control de cambios. Ese fue el momento en el que el “disyuntor” pasó de ser una herramienta circunstancial de protección social a un núcleo hiperideologizado e identitario de reivindicaciones que no se podía soltar (Emmanuel Álvarez Agis lo dice cuando menciona que Argentina es el único país del mundo donde hay herramientas de la economía “de izquierda” y “de derecha”). El gobierno de CFK eligió sostenerlo, aún a expensas del modelo de acumulación, algo que también más o menos decidió hacer Macri después de ella, lo que terminó consolidando artificialmente la hegemonía de ese orden político y económico, convencido de que era necesario sostener esas medidas para primero ganar las elecciones y, después, gobernar.
En el medio, sin embargo, pasaron dos cosas. Por un lado, se intentó sobrecompensar la despatrimonialización de la sociedad argentina con debates civiles superestructurales (medios, reforma judicial, aborto, cupo trans y lo que habitualmente se llama “Agenda 2030”) que no le importaban a nadie, pero que se fingió muy fuerte que sí, algo que impactó especialmente al peronismo al habilitar su penetración por la agenda del progresismo neoliberal y que, encima, al desviar la discusión hacia temas secundarios pero muy polarizantes, reforzó el apego tribal y cristalizó el consenso de que todas estas medidas (planes, cepo, devaluación, emisión, cerrar la economía y proteger industrias deficitarias, hipertrofia del empleo público para compensar el estancamiento del sector privado, etc) no estaban abiertas al debate sino que eran rasgos identitarios y programáticos. Por otro lado, apareció una generación de pibes que se incorporaron a la política sin los traumas de 2001 y que al ver el “disyuntor” que secaba económicamente a la sociedad, se empezaron a preguntar por qué mierda estaba eso ahí y qué sentido tenía. La respuesta que recibieron desde el frente progresista-peronista fue o una especie de dogmatismo inscripto en el códice de la social justice norteamericana o un discurso demasiado abstracto y cheto aprendido en los pasillos de la Universidad de Buenos Aires. Y como la oposición “de derecha” realmente existente, macrista, tampoco quería o podía desarmarlo porque en sus ambiciones electorales lo había incorporado como un given del sistema, buscaron un tercer espacio al que fugar.
Un síntoma, entre muchos otros, de este sobregiro microclimático fatal, emergente casi perfecto de los años de mayor degradación política y económica del albertismo, es probablemente el libro de Natalí Incaminato, Peronismo para la juventud, que, editado en septiembre de 2021, pretendía ofrecer una especie de actualización doctrinaria del peronismo en clave satírica para una juventud progresista que ya para ese momento de la Argentina no existía más, porque estaba volcándose masivamente hacia el liberatarianismo “de derecha” en el contexto del proceso antes descripto.
No es mi intención ensañarme con la “Inca” ni con su libro, que en todo caso es una agente muy menor y ni siquiera tan divertida de la derrota cultural del peronismo y de su dirigencia -por cierto, publicar un mal libro por encargo y firmarlo con tu usuario de Twitter no es especialmente injuriante en la Argentina, y no será ni la primera ni la última que lo haga-, pero la recepción y la circulación festiva que tuvo la obra en el circuito de medios, podcasts y redes sociales pertenecientes al “campo popular”, en un momento de profunda derrota social y económica de un gobierno que ya en ese momento era profundamente fallido y expulsaba a su base electoral de forma vertiginosa, sí me parece que permite desplegar ciertas lecturas del equívoco en el que se encontraba -y en el que todavía se encuentra- el peronismo y sus dirigentes, que me consta que prestan o prestaban atención a la autora y a otres “me too” del mercado de las ideas neolibs.
Entonces, tenemos esa primera constatación de un público o una audiencia que no está ahí, que no existe más, el fantasma del padre de Hamlet, los “jóvenes progresistas”, una especie de espejismo mental de una militancia proyectada de 2011 o de 2012, el síntoma de una locura o del hundimiento en el Nutella empalagoso del microclima alegre de la Futurock. Para esos mismos meses de 2021, casi a la par con la salida del libro y como otra manifestación del disjoint shakespireano que sufría nuestro movimiento -y para quienes puedan sugerir piadosamente que quizás en esos momentos todavía era difícil observar el fenómeno de migración hacia el naciente rothbardismo punk-, nuestra flamante ministra de Género, Eli Gómez Alcorta, sentada en su trono de 3 puntos del PBI, acusaba a Mayra Arena de representar al bolsonarismo argentino por advertir sobre el descontento social que el fallido gobierno peronista estaba produciendo y el crecimiento de la figura de Milei entre los sectores populares y jóvenes de nuestro país, lo que indicaba que el fenómeno era visible sin las gafas 3D del World Economic Forum.
Luego de esta devastadora constatación, la tentación es la de señalar como la peor muestra de las limitaciones hermenéuticas y sentimentales del neoliberalismo progresista que infiltró el movimiento nacional a la única operación realmente política que intenta el libro, en un tono que no es el de la pelotudez total: comparar la irrupción de las masas obreras en la vida política argentina el 17 de octubre de 1945 con la irrupción del movimiento feminista, como si el acto de “irrumpir” fuese suficiente, y basándose exclusivamente en la lectura de algunos textos de la vanguardia literaria argentina de los ’60 y ’70 sobre la figura de Eva, confundiendo, como Madame Bovary, ficción con realidad -y just for the record: el 17 de octubre cambió para siempre el rumbo histórico de la Argentina, mientras que el “movimiento feminista” fue un pedo del ciclo macri-albertista. Pero esto no es así. Hay algo peor y que demuestra la indigencia del aparato de lectura progre a la hora de abordar los procesos políticos y económicos recientes: la total ceguera.
En el epílogo, la autora escribe, hablando de la gente que cree en la retracción del Estado de la vida social y económica, que “en su imaginaria trastienda mental el crecimiento de las empresas y las riquezas de ciertos sectores es una pródiga piñata que, cual cuerno de la abundancia, brindará por sí sola una explosión de felicidad y repartija para todos. Estas ideas, que en buena medida han sido sostenidas por Cambiemos, lejos de ser castigadas por los votantes han sido elegidas como la segunda fuerza política en Argentina, aún luego de la invitación macrista a esa experiencia holística de la zozobra festiva incoherente para la clase media y la clase trabajadora que duró cuatro años.” Esta pequeña cita parece estar hablando de cualquier país, excepto de la Argentina de 2021. No solo por la obviedad de que para ese momento quien se perfilaba como principal candidato a las presidenciales de Cambiemos era aún un ultra estatista progre, casi kirchnerista, y el discurso anti Estado o de Estado mínimo crecía de forma potente, como ya se dijo, entre jóvenes a los que el libro en teoría pretendía interceptar a caballo de otra figura que casi no aparece nombrada en el libro -y, si aparece lo hace, casi como una burla de costado- en gran parte porque “la zozobra para la clase media y la clase trabajadora” estaba siendo provocada por el gobierno peronista, y no necesariamente desde 2019 sino desde 2011, que es cuando se corrobora el inicio del ciclo de estanflación argentina, y no tampoco por errores necesariamente económicos sino políticos, directamente atribuibles a Cristina.
Como todo el aparato de lectura progresista, que se enoja con los votantes o los trata de fascistas cuando no siguen los dictados de sus bellas almas escolarizadas, el libro abunda en interpretaciones gorilas y un poco tontas, como denunciar que cuando los antiperonistas viajan al exterior “suele ser exclusivamente un viaje de consumo de suvenires de distinción para mostrar: todo shoppings, nada de visitar museos o establecer encuentros culturales significativos con la gente o la historia de ese lugar” (no comments) o tildar a Miguel Ángel Pichetto de gorila porque hace una correcta interpretación de la doctrina peronista en clave obrera -según la autora, el peronismo les habla no a los trabajadores, sino a los planeros “descamisados”, que es como cancelar la Odisea por misógina. Este tipo de intervenciones serían apenas penosas si no espejaran la matriz de sentido común de parte de nuestra conducción que se cristaliza en nociones como bimonetarismo (la clase media es tilinga y está enferma por los dólares), que los empresarios argentinos prefieren fugarla a invertir (no como los empresarios brasileros) y que el movimiento obrero organizado no es un actor central para nuestro movimiento, sino uno entre otros como las feministas, las disidencias sexuales o la juventud (excepto cuando viene Milei y te clava un DNU, ahí todos los progres lloran para que salgan a prender fuego el país YA, como si la CGT fuese Rebelión Popular).
¿Quiero decir con esto que el apoyo a Milei sea un backlash directo al discurso progresista como muchas veces se dijo? No. Ese es un error de interpretación en el que, supongo, es fácil de caer si es tu única categoría de análisis. Como dije, este libro, o Eli Gómez Alcorta, o La Cámpora, o Futurock, son síntomas, no causas. Milei es muchas cosas, y principalmente son dos: primero, una respuesta a la crisis económica producida por el macrismo y el peronismo, con responsabilidades compartidas, provocada por el dogmatismo ideológico de la interpretación de la realidad y las herramientas aplicadas, que revela un continuum entre ambas experiencias. Y segundo, es una importación un poco torturada, tardía y filtrada por la experiencia brasilera de la alianza del nacionalismo norteamericano y el libertarianismo que caracterizó al partido republicano post Trump como respuesta a la crisis de representación producida en el sistema político argentino por la adopción acrítica de la agenda progresista neoliberal globalista por parte del peronismo y el macrismo de forma coincidente. Este giro cultural e ideológico es mucho más grave en nuestro caso, sin embargo, porque el cristinismo dilapidó 100 años de evolución doctrinaria y teórica autónoma que ponían al movimiento nacional en una posición mucho más favorable para interpretar los cambios en el mundo post-crisis de 2008, y porque la subordinación a la agenda colonial anglo-británica fue presentada como “actualización doctrinaria” por sectores de la militancia, dirigentes y por sus voceros “cool” en redes sociales y medios de comunicación, que creyeron demasiado en sí mismos y despreciaron el movimiento al que pretendían representar. Crisis económica y crisis de representación, entonces, que es del peronismo y del macrismo por igual. En este escenario, el peronismo debe reinventarse primero y derrotar a Milei después y no al revés, porque hacerlo al revés implicaría repetir el desastre de 2019: obturar el objetivo estratégico a la táctica. Y reinventarse, en esta línea, implica también dos cosas. Quizás tres.
Primero, recuperar las herramientas del debate económico que por sobreideologización histérica regalamos a la oposición: volver a plantear el superávit fiscal, pensar la desregulación de ciertos sectores de la economía que el cristinismo, vaya a saber por qué designio oscuro, sobreprotegió a pesar de su nulo valor, modernizar el mercado de trabajo, acercarse a los sectores productivos de la zona núcleo a los que puteamos sin parar por diez años, etc. Y dejar de repetir (y de creer) en burradas como que la inflación es producto de la codicia corporativa o de la puja distributiva, o que el déficit fiscal no importa porque Estados Unidos también tiene déficit fiscal. Y aún, yendo un paso más allá de eso, recuperar elementos extra económicos pero muy cercanos al sentir del pueblo argentino que, en nuestra descubierta sensibilidad posmoderna y bella, regalamos a la derecha, como la lucha contra la inseguridad y la refundación de un orden público, la recuperación de nuestras tradiciones culturales y religiosas y la jerarquización de las fuerzas armadas y la seguridad de nuestras fronteras.
Segundo, y muy importante porque a mi criterio sobredetermina el primer punto, expulsar idealmente (pero si es imposible, al menos subordinar) el elemento liberal progresista y globalista que hoy es hegemónico en el movimiento a una doctrina que sea antiliberal, antiprogresista y antiglobalista, y devolverle a esa ideología de dominación anglosajona el lugar minúsculo y sin representación que tiene en la realidad. No solo porque efectivamente la potencia de representatividad de esos partidos, dirigentes y causas es nula sin el inflador artificial del presupuesto estatal (y aún así, programas insignia como el Acompañar fueron un fracaso en su implementación, todavía le deben al pueblo argentino una explicación de cómo se usaron esos 3 puntos del PBI), sino porque la capacidad de estos sectores de subordinarse a un proyecto de país que exceda su narcisismo es cercana a cero, como lo demostraron las dos militantes que putearon a Alberto mientras presentaba el DNI no binario porque “mi sentimiento interno no es una X” o Elizabeth Gómez Alcorta, el gran error de la agenda progre transversal del ciclo 2019-2023, que abandonó Unión por la Patria apenas se definió la candidatura de Massa porque era demasiado “de derecha” para su paladar palermitano, aún a pesar de que enfrente teníamos, en teoría y como siempre dicen ellos, al peligro de “la derecha”.
Y tercero, y con puntos suspensivos, empezar a pensar el nuevo ciclo institucional y post-democrático que abre el carpet bombing (el término es de Hernán Vanoli) legislativo de Milei. Uno de los grandes errores políticos de Cristina fue introducir al peronismo dentro de la tradición institucionalista y llorona del radicalismo (introducirlo para afuera, porque para adentro fue todo a dedo) en un momento en el que, tras la crisis financiera de 2008, el consenso neoliberal empezó a agrietarse y el mundo empezó a repensar los términos de funcionamiento de la democracia liberal. Nosotros, en cambio, fuimos a contrapelo de la historia, sobreactuando acaso algunos traumas pasados que ya deberían estar saldados, aún a pesar de que el peronismo tenía inscripta en su doctrina las herramientas teóricas y prácticas para dar ese debate en muchas mejores condiciones que nuestros competidores. Hoy, y por las distorsiones autoinflingidas en nuestro marco de interpretación y acción, ese movimiento lo está haciendo, de hecho, con mucha potencia, y a espaldas de las necesidades del pueblo argentino, quien hoy ostenta el ejecutivo, con resultados inciertos. Esto es lo que abre el nuevo ciclo sin “disyuntor” de la política argentina, en el que la sociedad ha consensuado el estallido del sistema. Al menos por ahora y hasta nuevo aviso/////////PACO