1. El 15 de noviembre del 2003, la Revista Ñ del diario Clarín publicaba en su sección de Libros una reseña titulada “Mussolini, un millón de muertos.” En el copete se nos decía que Richard Bosworth era “uno de los mayores especialistas mundiales en la historia italiana del siglo XX” y que “reconstruyó la vida del Duce en una exhaustiva biografía.” Se trata de apenas una página, con más precisión, dos medias páginas superiores. La nota está firmada por un tal Josep Maria Soria y tiene el copyright de La Vanguardia. En un tono más de entrevista que de reseña, el texto empieza con una frase que repite el título: “Mussolini fue responsable de la muerte de más de un millón de personas.” Se trata de una cita. Esto lo dice el tal Richard Bosworth, historiador australiano que viene de publicar una biografía de Il Duce de seiscientas cuarenta páginas. Enseguida se elogia la “maestría” de la historiografía anglosajona pero la magia periodística ya muestra un desacople. En el titular, el nombre del dictador es igual a un millón de muertos y en el comienzo de la nota la cifra sube a “más de un millón.” Y si bien la reseña es breve –casi no se habla del libro–, hay espacio para repetir que Mussolini “terminó siendo responsable de la muerte de un millón de personas” y en el cierre, otra vez, es el responsable “de la muerte de un millón de personas.” Siempre en palabras de Bosworth, desde ya. Pero ¿no era más de un millón? Bueno, no importa. No hay mucho más en la reseña. Se podría señalar que nuestro reputado australiano le achaca a Mussolini, con alegre desparpajo, el uso de “armas de destrucción masiva” en Libia y Etiopía. Es un permitido, una licencia poética para darle énfasis a sus declaraciones. Recordemos que en el 2002, una año antes de esta reseña, la CIA inventó que Saddam Hussein tenía armas de destrucción masiva y así le dio la excusa a los Estados Unidos para desatar la invasión a Irak, comenzando una guerra que duró hasta el 2011. El anacronismo del australiano le otorga un toque de actualidad al asunto. Si usted se indigna con Saddam, ¿cómo no hacerlo con Mussolini? Y viceversa.
En un cuadradito de la misma página, se devela el verdadero sentido de tanta insistencia. Silvio Berlusconi, a la sazón Primer Ministro de Italia, había declarado, al pasar, que Mussolini “nunca mató a nadie.” Se puede pensar que la nota no es más que otra desganada crapulencia de esas a las que Revista Ñ nos tiene acostumbrados. Y lo es. Pero, en su atorado exabrupto, también muestra un estado del arte. Si alguien reivindica mínimamente a Mussolini, del otro lado va a haber un eco global punitivo. Nunca mató a nadie dijo il Cavaliere. Ipso facto la maquinaria se puso en marcha. En este caso, los activos de la propaganda son el diario catalán La Vanguardia, la basurera Revista Ñ, que repite como loro, y un ignoto historiador australiano sacado de la manga. El mensaje resulta claro: no se la vamos a dejar pasar. Si Berlusconi dice “nadie”, de parte del Commonwealth y sus aliados se responde “un millón.” ¿De dónde sale la cuenta? No importa mucho. Hubo una guerra, il Duce es un asesino de masas y largo etcétera.
2. Bastante lejos de estos desperdicios culturales, existe una biografía de Mussolini –una más– escrita por Peter Neville que se puede recomendar sin tanta vocación por la ignorancia. Desde luego, se titula Mussolini. En la Argentina la publicó Vergara en el 2010, seis años después de la edición original en inglés. Breve, sintético, vívido, de amable lectura y “corte político, más que personal”, el ensayo de Neville, a diferencia de la legión de biógrafos oficiales y contraoficiales de il Duce, no se enreda en polémicas y ni discute detalles. Los futuristas italianos la habrían festejado, en su forma, como un producto veloz y masivo. Los lectores actuales pueden preferirla a los gruesos volúmenes de Renzo de Felice, que suman más de cinco mil páginas, u otros intentos extensos y por momentos agobiantes, como las viejas hagiografías de la época en que Mussolini estaba vivo.
Hay un tema central. Aunque el Mussolini de Neville no constituye un panfleto, sí está escrito desde un prejuicio anterior. El que lee ya sabe que lee la biografía de un dictador maligno. Y todo está teñido de esa aguda certeza. Neville es británico, miembro de la Royal Historical Society y profesor universitario. Su perfil entra perfecto en el scholar que se dedicó a no correr muchos riesgos y publicó investigaciones sobre Hitler, malo, Mussolini, malo, y Churchill, bueno, con moderado éxito comercial. ¿Es un agente de la CIA o del MI6? No. Y sin embargo, las lecturas que estas agencias instalaron lo preceden. De allí que lo que podría ser heróico en Mussolini es descrito como sórdido y arrogante. Lo que podría denotar valor, audacia y seguridad se convierte en crueldad y fanfarronería. A los diecisiete años, Mussolini tocaba el trombón en la banda de la escuela y Neville dice que había elegido “un instrumento característicamente estruendoso, para quien sería más tarde un jactancioso orador.” Da la sensación de que eligiera el instrumento que eligiera, Neville iba a encontrarle características negativas. Y si en un momento duda del paso del joven Mussolini por la clase obrera, luego admite que, mientras estuvo en Suiza, trabajó de “empleado en una carnicería, mandadero en una tienda de vinos y operario en una fábrica de chocolate.”
Neville repite una fórmula, la de la doble negación, que delata sus prejuicios. Sobre la participación de Mussolini en la Primera Guerra, escribe: “No hay indicios de que no fuera un soldado valeroso.” También: “Nada indica que no fuera un soldado valiente y eficaz.” Algo le impide escribir sin más: era un soldado valiente y eficaz. ¿Por qué? Este sistema de elogios diferidos recorre el libro. El prejuicio es tal que Neville tiene que atajarse frente a la posibilidad de que su biografiado tenga sentimientos. Cuando Mussolini se dice apenado por la derrota italiana en Caporetto, Neville acota: “Su sentimiento parece haber sido genuino, aun cuando su explicación sobre los motivos de esa derrota fuera equivocada.” Frente a la muerte de su padre, Neville le concede: “Su respeto hacia quién había ejercido tan grande influencia en él parece haber sido genuino.” Ese parece haber sido genuino vuelve una y otra vez. ¿Qué significa? Es la fórmula que el historiador encontró para tomar distancia y a la vez no dejar de ser riguroso. Neville incluso la usa cuando confirma la tristeza de Mussolini por la muerte de su madre. Para él, el fascismo es tan inhumano que esa forma de piedad ecuménica también aparece afirmada desde una duda anterior.
Lo interesante es que, pese a todos estos esfuerzos, Neville tiene que admitir los éxitos del fascismo. De forma algo estrangulada, sus prejuicios sirven de garantía historiográfica. Neville le reconoce al dictador que era un excelente periodista y un trabajador incansable. También que poseía una excepcional astucia política, mucha habilidad táctica y valores afirmativos como la generosidad con sus adversarios derrotados. “No hubo noche de los cuchillos en Italia” escribe porque il Duce no reaccionó de forma criminal, cuando terminó de sofocar las internas de su movimiento. Y a lo largo del libro, siempre que lo compara con Hitler, Mussolini sale favorecido. El líder italiano era más político, más dúctil, menos cruel, más trabajador…
Desde ya, hay momentos en que lo ataca de forma casi ridícula: “Las hipócritas declaraciones de Mussolini sobre la importancia de la vida familiar son dignas de desprecio. Nunca fue fiel a la mujer con la que tuvo cinco hijos.” Aquí el historiador no entiende o no quiere entender cómo funcionaba una familia italiana, diríamos europea, en los años 20, 30 y 40. La segunda frase de la cita no resulta contradictoria. ¿Neville es un pacato que encuentra incompatibilidad entre amantes y familia? Se trata, más bien, de desacreditar al personaje y el Mussolini mujeriego se vuelve un recurso. También –aunque con astucia no ahonda en este tema– dice que, después de la Primera Guerra, el presidente británico Wilson incumplió el Tratado de Londres que había firmado con Italia. (Lejos está de comentar que esta situación transformó a Italia en perdedora de una guerra que había ganado. Mucho menos que los británicos sean especialistas en hacer tratados y no respetarlos…)
Desde luego, Neville jamás se privaría de citar como las escuadras fascistas le daban aceite de ricino a los opositores. Pero, dentro de todo, sigue una conducta intelectual aceptable. Su militancia es más sutil. Pero ¿por qué el fascismo se vuelve una parte central de la sociedad italiana? ¿Solo por la violencia? ¿Qué proponía y hacía el fascismo que los otros movimientos o partidos no proponían ni hacían? Neville duda. Il Duce ¿era popular o no? En las conclusiones afirma que nunca gozó de una verdadera aceptación general. Pero antes escribe: “Al menos hasta 1937, la figura de Mussolini gozó de una auténtica popularidad.” Y después de la marcha sobre Roma, señala: “Multitudes felices bailaban en Roma mientras el nuevo hombre fuerte asumía su cargo.” Promediando el libro intenta esta explicación: “En lugar de contar con una base popular, [Mussolini] se valió del apoyo de los grupos de poder tradicionales: la iglesia, la monarquía, los terratenientes, los industriales y el ejército.” Pero ¿dónde está lo popular en Italia si no es justamente en esas instituciones? Más de una vez y aunque no le guste, el británico tiene que aceptar, tanto como nosotros, que el fascimo era mucho más ambiguo de lo que nos quieren hacer creer.
Y cuando habla de la economía de ese período, se vuelve especialmente esquivo. Todo es un largo sí, pero. Admite que “hubo algunos éxitos, como el esquema de recuperación de tierras de finales de la década del 1920” y enseguida agrega que “Italia era el más pobre de los estados-nación importantes y Mussolini no podía modificarlo.” También acepta que la reestructuración de la deuda contraída durante la Primera Guerra fue exitosa. A fines de 1930, Italia ya era autosuficiente en producción de granos y la política de deflación de 1926 también tuvo aspectos positivos.” A esto, Neville le opone que el fascismo, una vez que estuvo en el gobierno, trabó alianza con los industriales, como si esto fuera punible e inusual. Y así y todo, debe aceptar que “hay indicios de que Mussolini no se sentía cómodo en su alianza con la clase patronal.”
Como era esperable, el historiador no describe con entusiasmo ni en detalle las grandes reformas obreras del fascismo. Pero tiene que admitir que “las vacaciones pagas y las bonificaciones de Navidad llegaron bajo el auspicio de los sindicatos a finales de la década de 1930 (…)” ¿Vacaciones pagas? ¿Navidades felices? Neville dice que el “precio pagado por la aparente estabilidad fue la eliminación de los derechos democráticos de los obreros.” Pero ¿por qué aparente estabilidad? ¿A qué derechos democráticos se refiere sí él mismo aceptó que “La Italia donde Mussolini había nacido apenas podía calificarse como democrática”? Y también: “Mussolini nació en una Italia con agudas divisiones, donde la mayoría de la población estaba excluida de la política.” ¿A Neville no le gusta la incorporación de las grandes masas obreras a la vida política y la participación de una vida más confortable? Si es el fascismo el que lleva adelante esa modificación, desde luego que no. Siguiendo esta oscilación escribe: “En 1939 la Opera Nazionale Dopolavoro tenía casi cuatro millones de miembros y poseía campos de fútbol, bares, salas de billar y bibliotecas. El dopolavoro ofrecía a precios accesibles obras de teatros y conciertos, vacaciones de verano gratuitas para los niños y las regiones pobres recibían asistencia.” Y luego agrega que las clases populares italianas disfrutaron con il Duce de “esparcimiento gratuito o barato al que nunca habían tenido acceso.”
El facsismo no era biologicista. Mussolini, de hecho, podía hacer alianza con la colectividad judía, si la precisaba. Y mucho menos destruyó obras de arte o implantó censura cultural. Moravia y Croce, por ejemplo, publicaban sin problema sus libros. En ese sentido, la alianza con Alemania, que no fue instantánea ni libre de dudas, y sobre todo la precipitada Segunda Guerra, fueron un desastre para el Nuevo Estado Italiano. La derrota militar resulta incontestable. Neville acepta que, más allá del sentido común impuesto por los aliados, los italianos pelearon con valentía, muchas veces en inferioridad de condiciones técnicas. Para la Italia de posguerra el mensaje parece ser uno solo: Roma no debe volver a ser Roma.
De forma curiosa, y bastante inédita en un historiador británico, Neville incluso escribe que “persiste la imagen de Mussolini como demagogo superficial, más actor que líder político” y que “no era un bufón”, para después agregar en una frase clave del libro: “El retrato tradicional no hace justicia a Mussolini.” Pero ¿quién pinta ese retrato tradicional?
Cuando dice que Mussolini no tenía base real de apoyo popular, Neville señala que “No existían en Italia descamisados que apoyaran a Mussolini del modo en que el régimen cuasi fascista de Juan Perón fue apuntalado por el apoyo obrero masivo de las organizaciones peronistas en Argentina.” No es la única vez que Neville cita al peronismo o a la Argentina y siempre lo hace de forma intuitiva y superficial. Y en más de una ocasión habla del movimiento italiano como una tercera vía… La cita que copié es interesante porque da a entender que Perón en su cuasi fascismo era más popular que Mussolini, inventor del fascismo. Los equívocos son tantos que prefiero saltar a una afirmación categórica: hoy escribir con precisión sobre el fascismo no es difícil, sino imposible. Hay tantas capas de ignorancia y prejuicio que la tarea se vuelve desgraciada. En un país en el que el peronismo continúa siendo una fuerza determinante tenemos que preguntarnos por qué esas denominaciones –i fasci di combatimento, il Duce– son percibidas de forma tan reactiva, mientras otros nombres, quizás más terribles, generan dudas y no su condena inmediata.
En su libro de memorias, Cristina Fernández de Kirchner dice: “Perón se cansó de hablar de la tercera posición. Dijo mil veces y escribió hasta el cansancio que el peronismo no es de izquierda ni de derecha, ni del medio, ni de nada. El peronismo es otra cosa.” Y elogia, más de una vez, Modelo argentino para el proyecto nacional del cual, en un momento, cita: “(…) es impostergable expandir fuertemente el consumo esencial de las familias de menor ingreso, atendiendo sus necesidades con sentido social y sin formas superfluas. Esta es la verdadera base que integra la demanda nacional, la cual es motor esencial del desarrollo económico.”
3. Los primeros cuatro meses de Javier Milei como presidente fueron vertiginosos. Ya como candidato había instalado un modo disruptivo de hacer campaña. Y eso se trasladó a su gestión. Las críticas y las anécdotas abundan, y van de lo bizarro a lo infame, de lo anómalo a lo grotesco. Más allá de algunas parafilias, nada de esto es nuevo. Si en la política se sabe que los excesos se pagan, y que “sacar los pies del plato” puede tener una ganancia pero siempre tiene un costo, Milei, indiferente a esas tradiciones, se para fuera de todo y desdoblado se agrede a sí mismo. Es a la vez presidente democractivo y fantasmal crítico de la democracia. Es cabeza del Estado y su principal detractor. La modernidad funciona, a veces, con mecanismos contradictorios. Pero hay un límite. La convicción puede ser bienvenida; la esquizofrenia, asusta y aleja. Dicho esto, las filiaciones de Milei con el fascismo son inexistentes. Solo los distraídos e ignorantes pueden invocar ese parentesco. Milei es un entreguista liberal de los que hay muchos ejemplos en la historia argentina. Parafraseando a Lisa Simpson: “Es el mismo proyecto liberal de siempre con un sombrero distinto, sigue sosteniendo todos los horrendos proyectos de entrega económica de antes.” Pero como dice el señor Smithers, el sombrero es distinto. Revisando el proyecto de Milei y su equipo económico, podemos tener la seguridad de que cuando pasemos de Baby Malibú a la Fábula del Rey Desnudo la situación va a ser catastrófica. Tampoco eso es novedad.
4. La idea de que Mussolini derroca una Italia democrática y constituida es falsa. Como perdedor de una guerra fundamental, el fascismo se nos presenta hoy mediado por el aparato de propaganda de la CIA que, fundada en 1947, fue uno de los grandes operadores de la segunda mitad del siglo XX y de lo que va del siglo XXI. No hay posibilidades ya de recuperar la figura de Mussolini. La palabra fascista fue drenada de su significado original y transformada en un insulto. De hecho, incluso escribir estas líneas me compromete. El fascismo es uno de los grandes tabúes sociales de nuestra época. La operación imperial fue, en este sentido, completamente exitosa.
5. El gobierno de Javier Milei, un gobierno asociado a todos los proyectos de colonización posibles, liberal, entreguista y vendepatria, es señalado como fascista. La acusación no solo no se sostiene, es ridícula. No hay nada de fascista en Milei. ¿Cómo asociarlo al lema “todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado”? ¿Qué hay de Milei que recuerde el corporativismo, el nacionalismo y el orgullo? Más bien es lo opuesto. Muy pronto, una vez perpetrado el saqueo y la entrega por aquellos mismos que ridiculizaron a Mussolini –verbigracia los anglosajones, Gran bretaña, Estados Unidos y la CIA–, cuando la novedad del idiota quede al descubierto ¿admitirán los ingenuos que se equivocaron? Va a ser irrelevante. Otro episodio de infamia argentina quedará marcado como el reflejo de nuestra incapacidad para defender nuestra soberanía, nuestra economía y nuestras mejores y más cálidas tradiciones.////PACO