Tengo una manía muy de mierda: me gusta llamar a las minas por su apellido. Una manera torpe de novelar televisivamente la relación, de caricaturizarla inconscientemente y reafirmar un adolescentismo inagotable. Con ese distanciamiento irónico degrado al amor y me doy tiempo para juntar unas pilchas secas antes del naufragio. La práctica la heredé de mi viejo, un tipo que, pese a todo, de vez en cuando se permite amar demasiado en serio para mi gusto. Podría afirmar que adopto su recurrente chiste boludo como doctrina filosófica, pero estaría mintiendo. Suena demasiado presuntuoso para ser cierto.

Mi viejo vive rodeado de apellidos: su mujer, sus amigos, sus empleados de su fábrica de broches de plástico para colgar ropa, todos reciben el mismo trato de compañeros del servicio militar. Esa fábrica, que hoy visito, parece flotar adentro de una película de Andrzej Wajda pero guionada por Mario Sabato. Y mientras la recorro, vestigios de una tarde ahí en 1995 aparecen solos, porque sí:

Yo tenía 17 años y le daba de comer a unos conejos que mi viejo amontonaba en una jaula al fondo, en el jardín de los laburos mal resueltos, la Siberia de los broches. Dos de los bichos estaban bautizados con apellidos de futbolistas gordos (Márcico y Rinaldi). Los otros, sin identificar, numerados, reservados para el sacrificio. Ahí se resume la mecánica existencial de mi viejo: su frustración espermática que le impidió tener “hijos de verdad” con su segunda mujer, junto a sus ansias carnívoras y su desinterés por la fauna lo hacen oscilar ostensiblemente entre la humanización retrógrada y la cosificación indispensable. El tipo es así, siempre le gustó vivir todas las vidas. Por eso, por aquellos años se sumergió en lo que mucho tiempo después definí como “universo bidimensional de Carolina Aguirre”, cumpliendo simultáneamente ambos roles: el de los fracasados con estética vintage Mario Benedetti (rutinarios, dispuestos en oficinas de administración con ficheros altísimos, equipados con ventiladores de techo a velocidad tartamuda, trato cotidiano con gente que sólo tiene… apellidos) y el de los exitosos que logran el milagro de acceder a la categoría de “artistas” con la rapiña de un bolo. Esta última faceta contemplaba yo en un Panoramic blanco y negro: mi viejo participando en un sketch de un programa llamado «Moria banana».

“Moria”, casi un trade mark. Es una excepción saludable que en un pequeño tramo de nuestras vidas un apellido desaparezca. A ver cómo salió hoy esta garcha, dijo mi viejo que justo pasaba por ahí y se disponía a acomodar el vertical con paciencia samurai y precisión yakuza. Y entonces se lo vio mejor desarrollando su faena. El sketch se llamaba «el tribunal de la risa», una denominación que hacía fácil adivinar un humor de morcilleo en estado de priapismo. Mi viejo es uno de los fiscales que acusa dentro de un proceso penal indescifrable a un tipo que se llama Joe Rígoli. Los que zarpen las aguas descompuestas de la miseria vernácula sabrán de quien les hablo: un alguien con ojos saltones, tez mortecina, pelo de perro labrador capaz de sobrevivir al napalm, capo. Mi viejo chupó un mate y se quejó: me editaron el chiste de la vieja que va a visitar al ginecólogo para que le rescate la dentadura del marido, manga de boludos. Crespi, el empleado de mi viejo consagrado al deporte de cagar a patadas a la inyectora, un célula empantanada que andaba por la vida persignándose y yirando desinteresadamente su identidad parcial, se excitaba con el inminente desenlace del bodrio. Justicia para todos, reclaman los fiscales, erguidos y en malón. Moria, la avasallante jueza, se saca la toga y queda medio en bolas. Para todos no, para quien la merezca, remata. A continuación, todos los fiscales se ponen a bailar carnaval carioca armando un tren pinosolanesco con nuestro Marilyn Manson murguero oficiando de locomotora. Mi viejo queda último en la fila. Problemas de cartel, subvenciones artísticas ancladas en alguna amnesia. Igual, no me voy a quejar, le debo mucho a Moria, la gente me quiere porque ella me puso en ese lugar, la respeto muchísimo, dijo mi viejo como si estuviese hablando de Juana Azurduy.

Miramos ese final escuchando el alusivo «and justice for all» de Metallica. Son buenos esos locos, dijo Crespi, mi miedo era que el glam metal se chupara la heterosexualidad del rock, por eso me gusta el trash, ese ruido de rechinar de dientes, ese olor a rectificación de motor, la estética de taller mecánico, que es la que cuenta, sentenció mientras me señalaba una foto muy a tono.

Miré unas tetas con pezones de bombucha que alguien reserva durante horas para tirar sobre algún vecino un poco sorete. Pertenecían a la recordada actriz Thelma Stefani, quien posaba en la foto como una monja de porno renacentista, el único porno digno. El único porno posible, si me apuran. ¿Un sincretismo fetichista? No sé, que se encarguen los iconoclastas de rotular este asunto. La cuestión es que ahí estaba Crespi, prendiéndole unos cirios deformes al póster curtido de algún semanario muerto. Supongo que la conocías, magra figura del destape, promesa trunca de cambio social, me dijo impaciente por contarme mucho más respecto a la santa. En su propia ucronía demente, Thelma era la auténtica abanderada de los humildes.

Émulo canchero del tigre de los llanos, cabalgando leguas a pelo sobre un caballo simbólico con aire acondicionado y radio FM, al turco Menem le gustaba garcharse a Thelma viniéndose hasta la Buenos Aires alfonsinista con los muebles en la vereda, a punto de mudarse al paleozoico patagónico. Su destino exacto era el barrio de Caballito, en Yerbal y Otamendi. En la esquina, fumando unos Conway, atrincherado en unos anteojos de sol muy «hombre de los servicios», aguardaba la señal para entrar al matadero. Pero el turco se cansó pronto de la inestabilidad emocional de la señora, de su debacle espiritual, de su sobredimensionada nigromancia que le pronosticaba un seguro destino de «Evita noventista». La arcilla sobrante de López Rega que serviría para moldear, otra vez, un intento de reconstrucción trascendental, una reparación histórica, para Menem estaba seca. Basta de boludeces, Thelma. Y comenzó a espaciar sus visitas.

Mientras Crespi hablaba, mi viejo paseó su bandeja con un conejo muerto, bien dispuesto a llevar a cabo su tarea de cuereado con guantes quirúrgicos. El matarife metrosexual, una exquisitez. Entre los flashes de sangre, Crespi continuó la reseña.

Sangre de gallina en la bañera de Thelma. Nada como el umbandismo para recibir higienizada a las visitas. Thelma estaba muy deprimida, lloriqueó Crespi, conmovido con la facilidad de un Fernando Bravo. Con la intención de borrar su imagen de femme fatale de comedias de mierda, decidió inmiscuirse en algo que pensó que se trataba de una especie de sexploitation solemne mezclado con el feísmo estético de Bresson, el tono hierático y esterilizado de Antonioni, y una asfixia kafkiana: o sea, una película de cárcel de mujeres dirigida por Emilio Vieyra. Menudas expectativas. Sin embargo, su emblemática escena con la cabeza adentro de un inodoro lleno de mierda y con lesbianas fake gritando a su alrededor, no obtuvo la complacencia del público. En la noche del estreno, ni los perros le prestaron atención cuando salió del cine, todo el mundo le miraba las tetas a la gran protagonista, Edda Bustamante. A las de Thelma, veneradas por Crespi y sus ojos muertos, las ignoraron. Y entonces, comenzó a bosquejar su final. Organizó su última cena, se bañó en rojo, recibió a su séquito de 13 y les dijo al finalizar los postres: uno de nosotros morirá pronto. Una semana después, un amigo le tocó el timbre, preocupado por su mensajes telefónicos cifrados, su voz alterada, sus premoniciones aceleradas. Tocó en el portero eléctrico el timbre del departamento del piso 21 y le respondieron con un «ya bajo, mi amor». Y Thelma bajó. El hombre desconcertado escuchó un grito electrizante, como diría Víctor Hugo Morales, seguido de un muy cercano golpe seco. Cuando el cuerpo de la mujer chocó a su lado contra el piso comenzó una caminata sin pausa pero sin prisa hacia el mismo lugar por donde había llegado. Crespi afirmó que ese tipo era Menem. Una imagen del turco caminando hacia el sector opuesto al del cuerpo de Thelma sería digna de compartir colección con aquella en la que está de espaldas junto a Alfonsín en la quinta de Olivos, germinando el Pacto. Si Menen hubiera parado el estreno de «correcional de mujeres» hoy tendríamos una Evita noventista que nos impediría mirar con cinismo al peronismo y tomarnos en serio este desfile de tibios que van todos los jueves a navegar en el caldo de “hora clave”, afirmó Crespi. Qué años de mierda son estos, nene, ojalá que todo cambie pronto. Y se quedó callado, estanco, amando con respeto, pajeándose mentalmente pero con sobrada cortesía.

Thelma, Moria, los únicos nombres, las únicas mujeres que he visto adorar sinceramente en esta fábrica. Un par de horas después de finalizada la evocación mental, decido irme. Mi viejo me despide con una bolsa de broches. Llevale a tu chica, me dice. «Tu chica», un término muy cabeza que detesto. Ayer te llamé a casa pero no estabas y me atendió ella. Linda voz, ¿cómo se llama? Bonfigli, le digo. Buen apellido, me responde. Tiene encanto, debe tirar muy bien la goma. Afirmo que sí, le doy un abrazo y camino rumbo a la parada de algún colectivo que me lleve lejos, pero no tanto.////PACO