Para empezar a describir el antiperonismo ¿es necesario definir el peronismo? Los militantes y teóricos dicen que el peronismo no se puede definir. Vieja cantinela. ¿Eso nos llevaría a la imposibilidad de describir el antiperonismo? Más bien, lo contrario. Hay un regodeo en decir que el peronismo no se puede definir. Pero ¿no tendría el antiperonismo una silueta, un recorrido, mucho más distinguible? Lo que no funciona es lo de izquierda y derecha para hablar del peronismo y el antiperonismo. Podríamos decir, sin más, que no va para hablar de política argentina. La división, hasta cierto punto inevitable, es peronismo y antiperonismo. Y ya eso plantea una serie de problemas que se expanden. El peronismo tiene una biblioteca enorme, infinita, que siempre está siendo reescrita de forma sistemática. Y el antiperonismo, que también tiene su biblioteca, se queda encerrado en una propuesta poco o nada afirmativa. Es el anti.
Si hablamos de peronismo y antiperonismo, si aceptamos ese sistema, el antiperonismo queda como un evento menor, un epifenómeno, una formulación segunda, débil. Por eso es útil cambiar el orden y decir que el antiperonismo es anterior al peronismo.
Pero ¿qué usar si no podemos usar el nombre antiperonismo? Podemos decir liberalismo, o en la actualidad, globalismo, pero este último encerraría al peronismo dentro de una acotada reivindicación nacional y sabemos que es mucho más que eso. Ninguna taxonomía resulta perfecta. Todo nombre clasificatorio implica resignación. Sin embargo, ciertas gestualidades nos orientan. La de izquierda que está dentro del peronismo, por ejemplo, habla con los términos izquierda y derecha. Denuncian el avance de la derecha, que la derecha recorta derechos, la derecha hace tal o cual cosa, etcétera. El vocabulario desnuda una ideología. Este uso de la palabra derecha suprime la doctrina básica del peronismo que elige, lo sabemos, una tercera posición.
A su vez la derecha nunca dice: “Nosotros, en la derecha, pensamos que…” No existe esa explicitación en los discursos políticos. La izquierda sí se reconoce y expresa como izquierda. “Nosotros, desde la izquierda, pensamos que…” Curiosamente lo hace, a veces incluso cuando opera dentro del peronismo, y, otra vez, se exhibe como izquierda señalando los planes de la derecha. En la actualidad, sobran ejemplos de políticos peronistas hablando de la derecha.
El antiperonismo tampoco se autodefine como antiperonismo de forma abierta. No se escucha la frase: “Nosotros, desde el antiperonismo, creemos que…” ¿Por qué? Como nombre de una ideología, el antiperonismo carece de fuerza. Proponerse por lo anti y no de forma afirmativa hace que la filiación sea una reacción deudora de otro orden. Sin embargo, el antiperonismo existe y los antiperonistas se identifican de forma precisa y organizada. Hay, entonces, un enmascaramiento. Hoy esa máscara cada vez es más fina y de sus bordes empieza a asomar un rostro consistente y real sin tantos pudores.
Digamos, por el momento, que los antiperonistas no se asumen como tales sino que usan una serie de eufemismos para definirse. Tienen un repertorio de palabras y conceptos sobre los que pivotean: la crítica al populismo, al estado asistencial, y a todo estado, su caracterización como un aparato ineficiente, el derroche de los fondos públicos, etcétera. Desmalezando esa tupida parva de conceptos remanidos, lo que queda es un camino angosto que no tiene que ver tanto con la formación política sino con una psicología particular multiplicada. Parece, por momentos, cimentada en experiencias colectivas que se reproducen, agrupan y persisten de forma individual. Entraríamos, entonces, en el cruce audaz entre psicoanálisis y política. Esto no es nuevo pero tampoco se divulgó tanto. ¿Puede entenderse el antiperonismo como una ceguera, una sordera, como una patología? ¿Dónde buscar las herramientas para pensarlo?
Roberto Arlt compiló en su libro El Jorbadito de 1933 un relato titulado Pequeños propietarios. La tesis central de Arlt en esta breve historia es muy simple. El pequeño propietario no tiene identidad. En una declaración precisa, Arlt decía que el comerciante exitoso no tiene nada para contar salvo su dinero. Se podría reformular al revés: el que solo cuenta dinero, y vive para eso, no tiene historias para contar. O sea, no tiene identidad propia, no tiene experiencia. Mientras los que no cuentan billetes, el trabajador, el militar, el lumpen, el aristócrata, el artista, sí tienen experiencia y participan de identidades que muchas veces son colectivas. El dinero borraría, entonces, la biografía, y las penurias y alegrías que la forman. Al decir del conde Tolstoi: “Todas las familias felices se parece, las infelices lo son cada una a su manera.” Esa carencia de identidad debe ser llenada con algo, y el antiperonismo aparece, casi enseguida, para calentar ese vacío y generar un lazo de unión con otros.
En Pequeños propietarios, Arlt, que deliberadamente evita un vocabulario marxista, esboza una breve teoría del antiperonismo. El título, en ese sentido, es tan importante como el relato en sí. El estilo, pringoso, lisérgico y expresionista, también resulta fundamental. Cosme, el constructor –se le dice albañil pero es más que eso, es un maestro mayor de obras, posiblemente italiano— y Joaquín, el corredor tuerto –posiblemente gallego o catalán–, viven uno al lado del otro y su relación se basa en observarse. “Los dos propietarios se odiaban con rencor tramposo” nos dice Arlt. En una metáfora inmejorable, cuando Cosme lo denuncia por una contravención municipal, el tuerto tiene que pagar y llora por su ojo de vidrio.
“Sentían el placer de ser avaros” dice Arlt. Si Cosme y Joaquín denuncian las irregularidades de sus propiedades, sobre todo fantasean con agredirse. El cuento está lleno de especulaciones fantasmagóricas en relación al daño que uno puede hacerle al otro de forma legal pero también criminal. El cuento despliega una frondosa imaginación neurótica obsesiva. Pero ¿por qué? ¿Solo porque los protagonistas están uno al lado? ¿Eso alcanza? En realidad, con sus sinuosas formas de pensar no están uno al lado del otro, están uno frente al otro. Se ven todo el tiempo y no se eligen. ¿Y qué ven? Ven en el otro sus propias miserias. Y la identidad, esa preciada identidad que se les escapa, se obtiene por la desgracia ajena. No hay mérito propio. Hay diferencia. La honradez, por ejemplo, se alcanza cuando el otro cae en desgracia, en una potencial desgracia, al robar materiales de una obra. ¿Pequeña burguesía? Insisto, Arlt es más preciso que los marxistas de ayer y hoy y dice pequeños propietarios. La envidia funciona, en el cuento, de forma espejada. No hay admiración, no hay lamento. La idea es bien clara: no pretenden que a ellos les vaya bien, quieren que al otro le vaya mal.
El orden conservador es claro y bien definido. La riqueza tiene que estar centralizada. No hay que tocar nada. No hay que realizar ningún tipo de inversión ni modificación. Lo que está arriba, está arriba; lo que está abajo, está abajo. Pero sobre todo, el otro no debe mejorar su poder adquisitivo ni su acceso a bienes culturales. Sobre todo no debe ascender. Cualquier cambio en este esquema, hace que el pequeño propietario pierda su identidad. Esto es clave. Si mi vecino accede a más superficie construida ¿quién soy yo? Si el negro asciende al lugar en el que yo estoy, ¿yo también soy un negro? La movilidad social ascendente de la que siempre habla el peronismo es un peligro para la identidad del propietario tan sufridamente construida.
El antiperonismo tiene muy bien puesto su nombre porque es necesariamente especular. Los pequeños propietarios, pese a su bienestar, necesitan medirse todo el tiempo con el otro para corroborar quienes son. Sin embargo, como dije, ese accionar ideológico bien definido, esa búsqueda identitaria, no nace con el peronismo, lo antecede. Flaubert, que escribe desde el siglo XIX, y por poner un ejemplo obvio, basa toda su obra en la crítica de esa gestualidad.
Muchas veces dentro del peronismo se ignora este sutil mecanismo y es posible que el militante peronista diga: “no quiero que los que tienen mucho tengan menos, quiero que los que no tienen nada tengan algo más.” Este planteo socialistoide, blando, dialoguista, pega de lleno en la paranoia de los pequeños propietarios. Insisto, el pequeño propietario puede ambicionar más para sí mismo pero, sobre todo, no quiere que el que estaba abajo ascienda. Este es el nudo de la existencia del antiperonismo.
Si Arlt ve esto con claridad y se divierte explorando sus derivaciones narrativas, el ascenso social aterrorizaba a Borges. ¿Por qué? Porque Borges era, más allá de todo, un escritor irónico. Nada escapa a su cuidadosa tarea de demolición: los salones, las instituciones, la burocracia, la biblioteca, los libros, la fe en la humanidad, el honor…
Pero el peronismo, con la reorganización social, lo golpea. En el mundo subvertido que trae el peronismo, ¿cómo ironizar? Si el objeto se mueve, la ironía es mucho más difícil, incluso imposible. Y lo peor es que el peronismo mismo parecía inmune a la ironía… Muchas de las páginas malas de Borges –que no dejan de ser interesantes– se escriben bajo el influjo directo del peronismo. Por ejemplo, L’illusion comique, que tematiza esa realidad subvertida, o La fiesta del monstruo, que libera el humor hasta la guarangada, algo de lo cual Borges siempre se cuidaba.
Borges sabe que el camino está amenazado por el error y por eso decide transitarlo poco. De ahí que su escritura sea acotada, perezosa, de pequeños movimientos y pequeños esfuerzos. Pero si la realidad se mueve, eso lo irrita, le demanda más esfuerzo, descompone su herramienta de trabajo, minuciosamente construida.
Hay en Borges una vocación inalterable por el orden, por las “secretas aventuras del orden”, pero también un amor a la ironía aguda y sutil, galvanizada. Cuando el peronismo aparece, Borges ya tiene casi cincuenta años, está en su mejor momento creativo, se está quedando ciego y no puede aceptar que la realidad se mueva. No hay en Borges un rechazo a la distribución de la riqueza. Eso no le interesa. Es ajeno a ese problema. Su desagrado y condena están asociados a la constitución misma de la realidad. ¿Cómo pensar Tlön Uqbar si la misma base de nuestra experiencia se mueve? La situación por la cual una determinada cantidad de personas, tocada por la política, comienzan a ser otros despierta en Borges una ira de la que, a priori, uno podría considerarlo incapaz. Pero ya el joven poeta de Fervor de Buenos Aires evidenciaba un ligero asco por el carnaval, la carnicería y el paseo burgués, donde las máscaras cambian, se prestan y se alteran. También hay un desagrado notable por el dinero, que sería el verdadero duplicador de hombres, en la medida de que les brinda acceso a todo tipo de metamorfosis.
Un mundo refundado, en movimiento, le demandaría a Borges una nueva estrategia creativa, un nuevo ethos. En tanto que formulación –en un punto, redundante y antinómica– es imposible pensar un Tlon Uqbar Peronismo.
Otros intelectuales, ligados al periodismo o la academia, también se vieron afectados de esa manera. “No se pueden cambiar así las reglas de la existencia y la convivencia” parecen decir. Pueden avalar la distribución de la riqueza, incluso el acceso de las clases bajas a los bienes culturales de las clases medias, pero el cambio los excede y les resulta ajeno. No los incluye. Los expulsa. Existen los que dicen que el peronismo no cambia nada. O cambia poco. Pero eso se traduce como “no cambia como nosotros queremos que cambie ni nos incluye como agentes de cambio.” Eso es muy claro en el trotskismo y el partido comunista.
En el antiperonismo, la percepción del mundo sería –mucho más que en el pragmático peronismo– un motivo central, que excede el tema económico de la distribución de la riqueza. Ser meramente economicista resulta un grave error de los peronistas que, al definirse como tales y obrar en consecuencia, modifican la realidad pero ignoran que lo hacen y cómo lo hacen. De hecho, cuando está en el gobierno, el peronismo se lanza a la prueba y espera a ver qué pasa. Esa falta de previsibilidad resulta disculpable en la medida de que es la única forma de modificar la realidad. Borges, como sinécdoque del campo intelectual, entonces, reacciona no solo a la transfiguración de un mundo, no solo al cambio del régimen de capital, sino a ese ensayo, hasta cierto punto, descontrolado.
Habría una instancia superior del antiperonismo, mucho más nueva, que sería el antiperonismo antivacunas de las redes. En un punto, opuesto al antiperonismo ilustrado que no quiere que el mundo cambie. Este nuevo antiperonismo alucinado está desesperado porque el mundo aparezca frente a él. Es un antiperonismo ultraliberal y anti-ilustrado en el que los sujetos están solos, aislados, conectados a Internet y hablando con espectros, encerrados, estáticos, y buscan la verdad exigiéndosela a las sombras que los rodean.
Ese nuevo antiperonismo, le debe mucho a Cristina que lo relanzó y alimentó. Y hay que pensar si no se llegó a un punto de simbiosis tal que son los peronistas los que más necesitan y viven del antiperonismo, más incluso que los antiperonistas. Néstor parecía ser un actor político cómodo en la alianza con los grandes capitales, mientras que Cristina se presenta, en tanto viuda, como una política mediática, que valora primero la gestualidad.
Una de las grandes deudas de la biblioteca peronista –biblioteca positiva, que tiene como sujeto al trabajador, héroe del siglo XX– es pensar el antiperonismo. El peronismo nunca se dedicó a pensar el antiperonismo. Siempre que lo tuvo enfrente lo despreció, lo ignoró o lo aplastó. Extasiado por su propia propaganda y por su autodeclarada inexplicabilidad, el peronismo siempre se miró y se analizó a sí mismo. No hay historiadores del antiperonismo, ni siquiera los antiperonistas lo son. De forma llamativa, los antiperonistas también se dedicaron a tratar de analizar y explicar el peronismo.
Arturo Jauretche señalaba esta falta y decía que una de las responsabilidad del peronismo era construir una épica para el pequeño comerciante, el tendero, el empleado, el profesional. Frente a la épica atronadora del trabajador, su sindicato orgulloso, su capacidad de tomar la calle y levantar la nación, no existía la épica del pequeño propietario. El peronismo no pensó que destino le iba a dar a los pequeños propietarios que iba a engendrar y, al no pensarlos y no hablarles, los convirtió en antiperonistas. Incluso cuando se beneficiaban del peronismo en el plano económico, al no incluirlos dentro de su vocabulario o su discurso, los excluía.
Al final de su segundo mandato, Cristina mostraba cuentas en azul, el dólar controlado, una economía ordenada, sin deudas, y al antiperonismo le irritaba que hablara en cadena nacional. ¿Por qué? Justamente, le hablaba a los pequeños propietarios para aleccionarlos. No los llamaba la conciencia, no los seducía, no los invitaba. Los confrontaba. Los acusaba. Les hacía sentir su falta de entereza, sus miserias, sus dudas. Ella decía: tengo razón. Pero esa razón, que podía incluso no ser cuestionada, resultaba altamente insultante para los que no la querían. La pontificación funcionaba mal. La razón la consumía. Esa cadenas nacionales fueron una especie de máquina de generar antiperonismo.
Al mismo tiempo, el peronismo es un movimiento tan único y dinámico que puede incorporar o contener el antiperonismo. Y también, por saturación o desilusión, puede transformar a un peronista en antiperonista.
Hacia el final de su vida, Antonio Cafiero recibió del kirchnerismo el Instituto de Altos Estudios Juan Perón, que funcionaba en la terraza de un edificio de la calle Reconquista, cerca de Plaza de Mayo. Ahí Cafiero sostenía una prédica atípica. Cafiero decía que una de las responsabilidades del peronismo era la construcción del radicalismo. Su razonamiento resultaba simple y sorprendente a la vez. Hace décadas venimos estudiando el movimiento nacional y popular, sus orígenes, sus diferentes expresiones, su historia. El gran desafío era, para él, que el peronismo, tanto en sus expresiones partidarias como movimientistas, construyera el radicalismo. Obviamente enseguida encontraba resistencia: ¿cómo el peronismo va a construir una fuerza rival? Encima, su fuerza rival más arquetípica… Cafiero insistía que una vez regularizada la democracia, el peronismo debía constituir un partido, abandonar el movimientismo. O mantenerlo, asociado a una firme expresión partidaria. Pero eso, que tiene sus dificultades, le resultaba una consecuencia directa del regreso y el desarrollo de la democracia. Ahora bien, una vez constituido el partido, y él se refería al Partido Justicialista, lo que seguía, mucho más complicado, era ayudar a darle forma a la Unión Cívica Radical. Y luego, elecciones mediante, necesariamente alternar en el gobierno, como pasaba en España con el PSOE y el PP. (No sé si el ejemplo era el mejor. ¿Republicanos y demócratas habría sido más útil?) El modelo de acumulación no se tocaría. No habría inventos estrafalarios. En su lugar tendríamos un lento crecimiento, sin prisa y sin apuro, administrado por gobiernos ordenados.
La idea era siempre la misma: ser movimientistas nos condena a la inmadurez, al repentismo, a ser potentes en algunos campos e impotentes en otros. Había que apostar, entonces, a la alternancia y a la estructura partidaria. Esto nos evitaba los trastornos de la UCR yéndose con cualquier loco. Cafiero, en ese sentido, fue un visionario. Falleció en el 2014, y enseguida vino Macri, con el apoyo de la UCR, y luego Milei que tiene en su gobierno, desde luego, radicales de pelaje variopinto, amén de varios peronistas famosos. Cristina, en este sentido, fue siempre una peronista típica, movimientista, sin plenarios, ni burocracias, puro carisma, candidatos a dedo, poco o nada atada a estructuras preexistentes. Y su desprecio por los que la criticaban la llevó a decir en el 2011 una frase compleja: “Si no les gusta el modelo, armen un partido y ganen las elecciones.” La frase resulta importante porque fue tomada con entusiasmo por la oposición.
Cafiero sostenía que el peronismo debía ayudar a formar una UCR que entendiera el negocio de la política, que no fuera un partido destructivo, apurado, depresivo, bursátil. La democracia nos llevaría a tener que pensar también al rival, para que no se convierta en enemigo. En definitiva, Cafiero le otorgaba al peronismo la capacidad de limpiar de antiperonismo al polvoriento hermano mayor, que se había ido convirtiendo, con el paso del tiempo, en el hijo bobo. Y sobre todo insistía en que, al humillar a la UCR, al marginarla, al poner en evidencia sus limitaciones, el peronismo exponía la República a inventos y aventuras inimaginables. Hay una forma de vivir en democracia que el peronismo no termina de entender porque su tradición es otra. Es la del gobierno popular que desborda la democracia o la proscripción.
Quizás esa comunidad organizada podía y debía aceptar un partido opuesto al peronismo, aunque pactando el mismo modelo de acumulación, y reglas respecto a la distribución de la riqueza, que permitiera un recambio político con las elecciones. Como fuere, más allá de todo idealismo, Cafiero proponía que el peronismo pensara el antiperonismo sin confrontarlo, intentando integrarlo para no perder su parte afirmativa e inevitable y eso resultaba excepcional.
Cuando el cristinismo intentó realizar un acercamiento –en general, de forma tímida y proselitista– siempre le salió mal. Ya se venía incorporando la figura de Hipolito Yrigoyen a los discursos. Pero es conocido el fracaso de Julio Cobos como vicepresidente. Sin embargo, la reivindicación de Alfonsín explícita y obscena solo se puede hacer cuando se está en campaña o en alza en las encuestas. En baja, Alfonsín no se puede citar porque invoca de forma automática la hiperinflación y el desastre de un gobierno que se tuvo que ir antes porque no podía resolver su política económica. Pero, desde ya, Cafiero no hablaba de eso.
Nuestra actualidad nos ofrece un laboratorio al aire libre y en tiempo real para examinar los comportamientos del antiperonismo. Nunca como hoy el antiperonismo habló con tanta claridad democrática y fue tan escuchado. La máscara se vuelve fina y sus zonas más opacas traslucen formas que siempre sospechamos pero cuyo delineado, que llega a lo grotesco, no deja de sorprender a propios y ajenos. Es una oportunidad única y su desciframiento compromete nuestro futuro y una buena parte de nuestro destino como nación.////PACO