Por C. Castagna
Me acosté con una chica que conocí de la siguiente manera. Era miércoles y me habían invitado a una fiesta en un hostel de la calle Florida. Una joda bárbara, pensé, pero cuando vi el flyer digital con esa gráfica tan ingeniosa, de colores estridentes y letras del catálogo de moda, pensé que a lo mejor valía la pena. En Lavalle me crucé con ese falso gitano que escupe fuego y a los gritos desafía a los curiosos que se acercan, a ver quién se anima a tomar kerosén o a caminar en cuatro patas sobre un camino de vidrios rotos, como hace él después de bajarse un par de cartones de vino. La entrada del hostel era una especie de local muy luminoso donde no había nadie; sólo un tipo enorme que se frotaba las manos, y que al verme pulsó el botón de uno de esos aparatitos que se usan para contar gente. Se oyó el clic y luego un silencio, durante el cual se quedó mirándome. Le sonreí, ganando tiempo para estudiar la situación. No parecía haber una fiesta en quinientos metros a la redonda, sólo una escalera que bajaba, otra que subía, y un linyera durmiendo al fondo de un pasillo. El tipo me seguía mirando de una forma inexpresiva, como preguntándome qué pensaba hacer. Claro, por si tenía que volver atrás el contador, pensé. Tímidamente señalé hacia abajo y me respondió con un gesto afirmativo. Recién cuando pisé el primer peldaño me fue llegando una música sorda, como apagada. A medida que descendía iba notando el cambio de atmósfera; colores cálidos y olor a incienso. Me agachaba un poco para pispear en ángulo, y ver con qué me iba a encontrar. Entre la música sólo se oían algunas pocas voces dispersas. En el primer descanso casi me choco con alguien, y resultó que era yo mismo en la imagen de la pared de espejos. Aproveché para quitarme el pañuelo palestino y anudarlo a la cintura. Ahora sí. Esta especie de sótano era un espacio muy amplio donde no había casi nadie. La escalera desembocaba en el bar, y hacia el fondo estaba la pista. Los rayos de luz robótica se movían de un lado a otro, solitarios, nostálgicos, como extrañando tocar a la gente. En la tarima del Dj tampoco había nadie, y por detrás, una pantalla gigante emitía un loop de imágenes sin sentido. La música tenía una onda electro-étnica, pero la gente no bailaba. En el bar las luces eran muy tenues, con halos amarillentos que caían sobre mesitas bajas, rodeadas de puffs en forma de cubo. En las paredes había gigantografías con imágenes del mundo. Amplias sonrisas de niños afganos con algún diente de menos, o señores del Tirol con pinta de borrachines. Todo muy global. Fugazmente pensé en que había acertado en la elección del pañuelo palestino. Sobre un fondo espejado con estantes repletos de líquidos de colores había una barra, donde tres flacos enérgicos hacían malabares con varias botellas a la vez. Cancheramente se las pasaban de uno a otro, relojeando de costado a un grupo de rubias extranjeras, que se desparramaban sobre las banquetas para mirarlos y le sonreían a cualquier hombre que anduviera cerca. Incluyéndome a mí, que había apoyado el codo en la barra junto a la última de la hilera. Después de un rato uno de los flacos se acercó y me atendió como si estuviera haciéndome un favor. Le pedí una cerveza tirada, fue hasta la máquina y accionó la palanca, volcó el excedente de espuma, miró para mi lado y lanzó el chopp, que se deslizó por la barra hasta mi mano. Y se apuró para volver a la otra punta, donde los otros dos ahora conversaban con las chicas. Ellas se mostraban predispuestas para la charla; hacían preguntas en inglés sobre las costumbres locales, ellos respondían cosas como “oh yes, I live in Flores y te lleno la cara de leche”, y se mataban de la risa. Ellas parpadeaban sin entender, pero igualmente se divertían con las piñas amistosas que se daban entre ellos. Los flacos de paso aprovechaban y les volvían a llenar los chopps.
Así pasó la primer hora. Andá que va a estar buenísimo, decía la chica que me había invitado en el mail que traía el flyer. Ella me gustaba un poco, pero entre sorbo y sorbo entendí que eso no había sido una invitación. Nunca había dicho: “vamos juntos”, “vení” o “nos vemos ahí”. Seguí tomando discretamente y cada tanto miraba la escalera para ver si bajaba algo interesante. Vi a un japonés que nunca apartó la vista del celular, un grupo de norteamericanas con pinta de voleibolistas que bajaban en chancletas, y dos tipitos rapados con camperas de la selección argentina, que se asomaron y volvieron a subir. Me distraje con la espuma de una cerveza nueva y al rato volví a mirar. Aparecieron unos zapatos de taco alto combinados en blanco y negro, que se afirmaban a cada escalón en forma lenta y cautelosa. Después vi bajar unas piernas que al final se revelaron cortas, pero bien formadas. Y un shorcito blanco con pinzas y una blusita celeste de mangas cortas, con hombritos de princesa. Era una petisa resuelta e interesante, de rasgos fuertes, ojos claros y pelo recogido. A los tumbos por la escalera trataba de bajar un maletín con rueditas. Uno de los flacos saltó la barra para ayudarla y la acompañó hasta la pista. Estiré el cuello y la seguí con la mirada: era un poco chueca pero movía el culo grande con gracia. Durante un instante quedé suspendido en ella. Saludó a alguien bajo las luces de la pista vacía, subió a la tarima del Dj, desenfundó una laptop, conectó cables a las bandejas y a un par de aparatitos más, sacó dos carpetas de folios con CD´s y se calzó unos auriculares enormes. Concentradísima, movía la cabeza y los hombros hacia adelante y hacia atrás, mientras daba los toques finales al set. El mismo flaco de antes le acercó una latita de Speed, un vaso, y una botellita de champagne. El tema que sonaba se fue yendo en fade, y de golpe, hubo un redoble de tambores africanos, que fue subiendo el pulso hacia un clima hipnótico y tribal. Todo quedó a oscuras, solo ella bañada de luz blanca. Dejé otros doce pesos sobre la barra y apuré el paso hasta la pista. Justo en eso largó el tema como si arrojara un frisbee. Era una base gorda, pesada, como de dub, que hizo retumbar las paredes. Le dio al mango a la perilla de los graves, esperando, hasta que en el compás indicado hizo explotar el ritmo percusivo de la cumbia. Atrás, en la pantalla gigante, aparecieron en cuerpos enormes las palabras: “ALTA” primero, y “GRACIA” después, sobre fondos vibrantes que cambiaban de color. Ella misma se arengaba levantando las rodillas, frotándose las piernas, sin dejar de pulsar botones ni quitar la vista del monitor. Mi cuerpo se lanzó al centro de la pista antes de que atinara a pensar. Cerré los ojos y me salieron pasos que ni yo sabía que podía hacer. Noté que mi cara sonreía. Giré por la pista vacía y me quedé en un sector en el que se había volcado sal o azúcar; ahí los pies se movieron con destreza hasta hacerse independientes de mí. Cada tanto abría los ojos y la descubría mirándome, tomada desde abajo por la luz blanca del monitor. Ella bajaba la vista, fruncía el ceño y se mordía el labio, como si tuviera algún problema técnico. Sentí lástima de que nadie más bailara, y desplegando mis mejores movimientos le di a entender que su música era lo más.
Hasta que disparó un tema que se clavó en el medio de mi corazón. Era Orbitando, de Los Encargados, sobre una base de hip-hop, con una línea de bajo machacante. Aquél que en el estribillo dice: “Me pierdo todo por verte, or-bi-tan-do en torno a mí… a veces creo verte, a-há”. Y en los a-há yo levantaba los brazos, agitándolos como un barrabrava. El tema me hacía pensar en la chica de la que había estado enamorado el año anterior; habíamos tenido un pequeño affaire, hasta que me declaré y no me dio pelota. La pista oscura era como el espacio exterior, las luces eran los planetas de un sistema solar que giraba a mi alrededor, y en los flashes podía ver las imágenes de esa chica, muchas de aquel fin de semana que pasamos juntos en la playa, tirados en la arena nocturna, contemplando el paisaje intergaláctico. En otra parte el tema dice: “…y aunque nuestras respiraciones se desparramen por el aire, yo sé cosas que aún no sucedieron…”, pero nunca sucedió nada más. Después del solo de saxo del final, Alta Gracia pinchó otro tema, bajó de la tarima y caminó en línea recta hacia mí. Sonriendo comentó que era evidente que el tema me gustaba mucho, por cómo lo había bailado, y agregó que lo hacía muy bien. Le di las gracias, y sin poder contenerme le largué toda la historia desordenada, y automáticamente me sentí un nabo por estar hablándole de otra chica. Pero ella parecía divertirse con las anécdotas de esa relación que no fue. Me pidió un segundo para enganchar el tema siguiente. De paso aproveché para mirarle el culo una vez más. Volvió con el vaso y la botellita vacíos. Seguimos charlando y me contó que estaba harta de los pseudoartistas sensibles, que terminaban resultando unos drogadictos y buenos para nada, que la enganchaban con su manipulación y tanto la hacían sufrir. Que ahora estaba saliendo con un empresario de algo más de treinta y una vida de éxitos por delante, aunque últimamente la tenía un poco desatendida. Y claro, el estrés, dije, con una sonrisa tonta. Msé, respondió, y se quedó callada, quebrando un cubo de hielo con las muelas. Se hizo un silencio lleno de música y voces en inglés. Le pregunté a qué se dedicaba, y con la vista en otro lado me contó que estudiaba ingeniería de sonido, y en la misma frase me preguntó el nombre de la chica de la canción. Se lo dije, y abrió mucho los ojos. Puso cara de sorpresa y largó una risotada. Me quedé descolocado, y ante mi cara de no entender me explicó que ella también se la había cogido. Mis neuronas se detuvieron. Yo tenía la boca muy abierta, ella levantó una mano y volvió a colocar mi mandíbula en su lugar. Bueno, ¿quién no se la cogió?, redobló, divertida, mientras seguía chupando un hielo. Vi que tenía dentadura de caballo y que las aletas de su nariz se expandían demasiado. Mirá vos, logré decir, para saltar el bache de mi mente partida al medio. Qué casualidad, agregué. Entonces es como si nosotros dos hubiésemos cogido también, ¿no?, dije con cara de feliz cumpleaños, y le extendí la mano par sellar nuestra unión. Pero por dentro agonizaba de celos. Alta Gracia la estrechó enérgicamente y así quedamos un segundo, sin soltarnos. Se acordó de algo, sacó una pila de stickers del bolsillo del short y me regaló uno. Tenía un logo muy lindo con su nombre de fantasía y un dibujito de una nena en patines, con lentes oscuros, que sostenía en el hombro un grabador gigante. Le dije que aunque no hubiera nada de gente, la música estaba buenísima igual. Bajó la mirada, después comentó que iba a la barra a buscar otro Speed, y se ofreció a traerme algo. No, te agradezco mucho… bueno, sí; ¿otra cervecita?
Yo estaba un poco aturdido, clavado como un poste en el medio de la pista. Los lásers me pasaban por al lado y no podía parar de pensar. Pensaba por un lado en la imagen hipotética de ellas dos en la cama. Aquélla con esa altura, ese cuerpazo y esas tetas; y esta otra, la Dj, que era mini. ¿Cómo lo harían? Imaginé a Alta Gracia metiéndole un par de dedos (eso a la otra le encantaba, es más: exigía que se lo hicieran en un ángulo específico de entrada). Yo pretendía que la imagen al menos me calentara, pero la situación me resultaba obscena. Me había quedado indignado, confuso, melancólico, con el recuerdo de la otra latiéndome en la sien. La petisa volvió con otra tanda de Speed con champagne, y la cerveza para mí. Me la entregó y se apuró arrastrando los tacos antes que se terminara el tema. El gas me hizo lagrimear, y cuando me quise acordar la tenía enfrente de nuevo. Probá esto, dijo, y me acercó a la cara una especie de frasquito con vaporizador. Fue un chuf-chuf con olor a perfume, que al rato me produjo la sensación de que el cerebro se comprimía hasta anular el pensamiento, la cabeza se abría en dos, y de adentro salían miles de pájaros de luz que giraban alrededor de la pista. Alta Gracia había vuelto a su lugar; ahora levantaba los brazos, hacía ondular las caderas y se reía, mostrándome unos dientes enormes y fosforescentes. Su sonrisa me volvía loco, me hacía sentir eufórico, capaz de todo, invencible. Desde ahí me hizo un gesto para que prestara atención. Tiró Lanza Perfumi, de Rita Lee. “¡Lan-za!, lanza perfumiiii… ó-oh, ó-oh, ó-oh, ¡Lan-za!…” cantaba yo con los brazos en alto, cegado por las luces, y mis pies se levantaban a un metro del suelo. De golpe me encontré con que estaba desquiciado. Alta Gracia se moría con mis payasadas de drogado, y vi que cada tanto ella también se mandaba un sprayette. Después largaba la compu y se venía a bailar conmigo, la poca gente que había formaba una ronda para vernos. Girábamos y girábamos por la pista, inventábamos coreografías, actuábamos poses y nos chocábamos con alguno que anduviera desprevenido. La subí a caballito y salimos a dar una vuelta por el bar. Los yanquis se miraban entre sí, mientras nosotros nos caíamos al piso.
En el ascensor de mi edificio se abrió la blusa y me mostró las tetas. Qué mina buena onda. Eran blancas, alegres, una de ellas tenía un lunar cerca del pezón. Le gustaba verlas en la imagen que los espejos multiplicaban por mil; se las tocaba con curiosidad, como abstraída, rodeando el límite de la aureola con la yema de los dedos. Así, en tetas, entró a mi departamento. Dejó el equipo tirado por ahí y fue directo a la batea de los CD´s. La alcancé y la tomé por detrás, mientras ella elegía qué poner. Seleccionó Innervisions, de Stevie Wonder. Y mientras le daba play al disco me explicó que la letra del primer tema, Too High, dice: “estoy tan arriba que puedo tocar el cielo”, o algo así. Luego peló el frasquito, miró el contenido a través de las rayas de luz de la persiana y nos dimos un saque doble. Y mientras se dedicaba a morderme las tetillas, yo veía mi mente subir hasta quedar allá arriba, como un globo de gas chocando contra el techo. La arrojé sobre la cama y rebotó un par de veces. Le saqué el short y le dejé los zapatos puestos. De pronto me atravesó la imagen de ellas dos haciendo el amor. Y fue tremendo. En ese vértigo empecé a alucinar con que yo era la otra, que mi cuerpo era el de una mujer. Alta Gracia abría las piernas para recibirme y yo me acercaba, lentamente, gateando entre las sábanas revueltas. Me ubiqué encima de ella, que se doblaba hacia mí, y le rocé los pezones con mis tetas enormes e imaginarias. En tono dulce le decía al oído: ¿Así?, ¿te gusta así?, y ella me respondía con jadeítos entrecortados. Le iba dando besos suaves, estratégicos, y la veía contraerse con todo el cuerpo erizado. Yo arqueaba la espalda, me sentía una mujer voluptuosa y erguía mi culo flaco como si fuera esa cola grande, esférica. Bajé a besar los otros labios, lo hice como si fuera una boca brillante, y me calentaba todavía más con la idea de que los besos de la otra hubiesen andado también por ahí. La petisa hacía rato que estaba a punto caramelo; hasta que abrió los ojos, y muy resuelta preguntó qué esperaba para metérsela.
Las luces de los autos de la avenida se movían en el techo de la habitación. Nos habíamos quedado en silencio, todavía por allá arriba, e íbamos bajando de a poco. A ella le sonó un mensaje y corrió al living para leerlo. Volvió, juntó la ropa que le faltaba, me dio un beso y preguntó si tenía algún número de radiotaxi.
Nos hablamos, dijo, y saludó moviendo los dedos de una mano. El taxista arrancó y Alta Gracia marcó un número. Amanecía. El portero hizo ondular el chorro de agua en el aire y bajó la vista. Se hacía el discreto, como cada vez que me ve con una chica. Entré al ascensor y observé mis pelos parados en cada una de las tres imágenes. Me guiñé un ojo a mí mismo, y de la nada empecé a tararear el tema de Los Encargados.///PACO