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Woody Allen sabe que su vida privada es la más perfecta de sus tragicomedias. Es una percepción recurrente desde el principio de A propósito de nada, su “polémica autobiografía”, aunque también podría tratarse del único desenlace sensato para una vida dedicada a reírse de las muchas contradicciones que lo más razonable, oportuno y discreto para el espíritu debe aceptar cuando se somete a “lo que el corazón quiere”, como dice citando a Saul Bellow. En todo caso, sus películas muestran que están quienes, llegado el momento, renuncian a lo que aman para hundirse en la angustia y la muerte, y quienes, en cambio, aceptan lo que aman para hundirse en la angustia y la vida.
De una u otra manera, en 1992, Woody Allen eligió a Soon-Yi, la hija adoptiva de 22 años de quien por entonces era su pareja, Mia Farrow, y a pesar de las múltiples dificultades de público conocimiento, sigue casado con ella hasta hoy. Y respecto a esta perdurabilidad, remarca Allen, sería equivocado creer que Soon-Yi es algún tipo de cautiva. “Yo no duraría una semana en un campo de concentración sin mi esponja de baño; ella, por el contrario, en dos días tendría a la Gestapo llevándole el desayuno a la cama”, escribe en A propósito de nada.
El detalle crucial es que durante esta peculiar historia de amor, Allen fue acusado por Farrow de abusar sexualmente de Dylan, otra de sus hijas adoptivas. A partir de entonces, la que había sido una de las relaciones laborales y afectivas más célebres en Hollywood se transformó en una de las más extrañas y el nombre Woody Allen arrastra una nube amarillenta de conmoción moral y artística cada vez que presenta algún nuevo trabajo, circunstancia que se incrementó cuando, en pleno #MeToo, dos de los otros hijos de Farrow volvieron a acusarlo mediáticamente de lo mismo que su madre había hecho dos décadas antes en una corte. Y aunque la justicia real de finales del siglo XX había comprobado que las acusaciones eran falsas (las dos instituciones más serias de investigación de crímenes sexuales en Nueva York concluyeron que Allen nunca abusó de Dylan), la emergente cultura de la indignación y la censura del siglo XXI, también llamada, de modo amable, “cultura de la cancelación”, no dudó en declararlo culpable bajo el conocido dogma de fe que sostiene que toda persona que se presente como víctima es incapaz de esconder segundas intenciones.
La última de estas sentencias, anclada en la manipulación de sensaciones antes que en la exposición de hechos jurídicos, tiene forma de documental: Allen v. Farrow, aunque cualquiera que vea cinco minutos sabrá que hubiera sido más simple llamarlo Mucho de Farrow v. Nada de Allen. Para hacerse una idea del tipo de parcialidades sobre las que este documental se sostiene, probablemente baste saber que dos de los muchos hijos adoptivos de Mia Farrow, la misma mujer que se presenta en cámara como una madre amorosa y dispuesta a sostener contra viento y marea a su particular familia de víctimas multiculturales, se suicidaron después de años de maltratos. O que durante la preparación de Manhattan Murder Mystery, cuando ya había acusado públicamente a Allen de la violación y el abuso sexual de Dylan y Soon-Yi, también lo amenazó con demandarlo si no le daba el papel protagónico que interpretó Diane Keaton. Nada de esto es secreto, sino que está escrito por Woody Allen en la misma autobiografía que Allen v. Farrow cita una y otra vez, aunque en grosero beneficio de una de las partes. De hecho, el documental omite también el detalle de que fue una de las mucamas de Farrow quien declaró ante un juez que había sido testigo de cómo ella filmó durante tres días a Dylan hasta que logró que dijera exactamente lo que quería que dijera sobre su exnovio, un punto siniestro que, aún así, Allen v. Farrow expone de un modo casi inconsciente al mostrar en paralelo al testimonio infantil del supuesto abuso cómo Mia Farrow, de manera habitual, solía filmar y dirigir unas extrañas películas caseras protagonizadas por sus hijos en las que, si se los pedía, podían incluso hacer de muertos.
Es por todo esto que mientras algunos actores y actrices insisten en renegar de sus trabajos con él en el pasado, otros se niegan a trabajar en el presente y Amazon, por las dudas, no distribuye sus películas en los Estados Unidos (como pasó con A Rainy Day in New York), Woody Allen decidió tomar la palabra. De lo contrario, remarca, “ciudadanos bienintencionados, rebosantes de indignación moral, están la mar de felices asumiendo noblemente una posición en un asunto del cual no tienen ningún conocimiento, de manera que teniendo en cuenta lo que todos estos cruzados saben realmente, yo podría ser tanto una víctima como Alfred Dreyfus como un asesino en serie”. Este es el trasfondo en casi todas las otras apariencias de A propósito de nada, y también el motivo por el cual, a pesar de presentarse como una autobiografía y admitir algunos relatos sobre su infancia y su carrera, el libro no es otra cosa que un alegato con un único objetivo: responder con una serie de hechos probados a las caóticas mentiras inventadas por Farrow (esa, insiste Allen, sería la «nada» sobre la que necesita escribir).
Por supuesto, esto no impide que Allen pueda hacer chistes sobre su trato con el resto de las mujeres de su vida. Como cuando, al recordar su matrimonio con Harlene Rosen, escribe que “me di cuenta de que me había metido en problemas cuando, durante un debate filosófico, Harlene logró probar que yo no existía”, o al mencionar su relación con Diane Keaton, de quien sigue siendo amigo, dice que “jamás vi a nadie, fuera de un campamento de leñadores, zamparse tanta comida como ella”. Para quienes quieran conocer los verdaderos detalles sobre la larga vida y obra de Allen, asunto sobre el cual A propósito de nada revela poco menos que el artículo con su nombre en Wikipedia, están todavía a mano los excelentes Conversaciones con Woody Allen y Woody Allen. La biografía, escritos por Eric Lax, quien desde hace mucho es el auténtico iluminador oficial de una existencia huidiza a la mirada del gran público. Allen conserva esa discreción hasta el día de hoy, y por eso resulta impactante el esfuerzo por contar en sus términos todo lo que sólo él puede conocer sobre su relación con Mia Farrow y Soon-Yi, y que nadie se atrevería a preguntar.
Sin margen para las bromas, es ahí cuando Allen señala que Farrow, además de tener un hermano en prisión por abuso de menores, tuvo que tratar con el suicidio de dos de sus siete hijos adoptivos (todos ellos sometidos, de acuerdo a los testimonios judiciales de Soon-Yi y distintas mucamas, a maltratos físicos y psicológicos constantes), mientras que otra murió de sida abandonada en un hospital luego de que Farrow se desentendiera por completo de su vida. El propio Moses Farrow, cuyo testimonio también se cita en Allen v. Farrow bajo un sesgo flagrante, escribió en 2018 que estaba convencido de que su madre adoptiva “tenía buenas intenciones al adoptar niños discapacitados, pero la realidad entre las cuatro paredes de nuestra casa era muy diferente. Me duele recordar casos en los que presencié cómo mis hermanos, ciegos o discapacitados, fueron arrastrados por las escaleras y lanzados a dormitorios o armarios, donde se les encerraba. Ella incluso llegó a encerrar toda la noche a mi hermano Thaddeus, que había quedado parapléjico tras enfermar de polio, en una cabaña por una transgresión menor”.
Si Husbands and Wives o Manhattan perdurarán cuando sea la cinematografía de Woody Allen lo único que ofrezca un testimonio sobre el hombre que las hizo es algo que, por ahora, ni siquiera le interesa resolver al propio Allen. Lo urgente, a los 85 años, parece ser si logrará ver cumplida su famosa máxima sobre el humor, que dice que la comedia es tragedia más tiempo////PACO
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