Belleza


¿Alguien leyó una novela de Barbie?

Las Barbies terminan desnudas y con algún miembro amputado. Al verlas así tiradas, uno podría pensar que las pequeñas perversas polimorfas que las poseyeron se vengaron por adelantado de las consecuencias que implica relacionar tempranamente la belleza con el estatus de muñeca. Quizá porque soy hombre, o porque fui niño en los 80, un lego o playmovil sin cabeza me remite a basura, un artefacto inútil, pero no a un crimen y mucho menos a uno sexual. Quizá el perverso sea yo y no estas niñas que todavía no han organizado sus pulsiones y jugando destruyen este modelo corporal tan difundido en Occidente; lo cierto es que cada vez que me encontré frente a esta escena (una muñeca desmembrada con los pechos al aire) mi cabecita enferma evoca un zanja, un mujer reducida a la condición de esclavo, un vejamen que me lleva a apretar los párpados aunque las imágenes sucedan dentro.

La típica crítica a la Barbie -que es de “plástico”, que no tiene vagina, que es una rubia tarada, que es un emblema de la sociedad de consumo-, después de leer la novela Barbie en el crucero de Geneviève Schurer (124 páginas, Hemma Ediciones, 1995) comprendí que dice muy poco del espíritu barbiano. O bien que son acusaciones que los adultos podemos hacer a un producto, guiados en parte por el rechazo que nos genera el consumismo, en parte porque el acceso a esa belleza icónica no resulta tan sencillo cuando lo que se busca es carne y no plástico.

Hace un par de años tuve una conversación con un antropólogo chileno, un joven trotamundos, padre de una niña de cinco años. Me llamó la atención que siendo el tipo, digamos, tan proclive a las culturas originarias le comprara Barbies a su hija. El antropólogo suspiró cuando le pregunté por qué lo hacía. Me dijo que hacia los tres años las niñas contraían la fiebre rosa. Que no había con qué frenarla, era una verdadera pandemia. Todo lo preferían rosa. Después la cosa aflojaba, desde luego, pero el rosa fuera o no el color favorito de la nena, era de nena.

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Es cierto que los He-man, los playmobils, los legos eran “hombres”. Que son de plástico, que no tienen genitales (bueno He-man tiene su bulto). Pero tienen roles, profesiones o destinos. Piratas, soldados, griegos, astronautas, etc. Quiero decir, un playmobil pirata no es el mismo sujeto que el playmobil policía. Son dos, distintos aunque tengan la misma cara. En cambio la Barbie patinadora y la Barbie bailarina parecen ser la misma practicando distintos hobbies, lo cual genera un efecto raro, una suerte de caileidoscopía del yo: dos o más muñecas son la misma persona. Esto conlleva un efecto: la más nueva es Barbie. Las viejas se convierten en sus propias amigas. Ontológicamente Barbie es intercambiable. Barbie es la más joven.

No tuve hermanas y cuando mi única prima jugaba con muñecas yo ya estaba escondido a la vuelta de la esquina probando mi primer cigarrillo. Vengo de una época en la que los chicos jugábamos a la pelota en la calle, armábamos autitos a rulemán, le agregábamos un globo a un rulero grande y confeccionábamos armas que disparaban bolitas de paraíso. Le ocultábamos muchas cosas a nuestras madres con tal de no se preocuparan y nos impideran salir a la calle. Incluso algunos pequeños robos que sufríamos. Hoy, cuando visito a mis viejos y camino por esas calles no me cruzo con un solo pibe. En la calle a veces las cosas se resolvían a las piñas, todos lo sabemos, sin mediación parental. Eso enseña límites más concretos que las amonestaciones. Me parece que hoy ese tipo de contiendas se libran en la escuela y no mano a mano sino por intermedio de mayores, profesionales o instituciones.

En mi época, las chicas aparecían en la calle cuando les empezaban a gustar los varones. No jugaban con nosotros salvo en carnaval. No sé porqué me estoy dejando llevar por estos recuerdos cuando mi propósito hacer una o dos observaciones sobre la muñeca de Mattel… pero no lo puedo frenar. Una vez le tiré un bombita a una chica que pasaba en bicicleta, se cayó y se raspó la rodilla. Me gritó pelotudo y se escapó antes de que pudiera ayudarla. Muchos años más tarde descubrí que era Romina Paula. Se equivocó, yo era un pelotudo pero no por tirarle una bombita sino por una serie de motivos que incluso a partir de este texto se podrían inferir. Es su momento solamente no sabía que las mujeres no eran como los varones. Entre nosotros tirarnos una bombita o rasparnos una rodilla era poco o nada frente a otra serie de crueldades y triquiñuelas que nos permitían transitar con alegría tardes interminables.

Quizá esta desviación del tema sólo sirva para garantir que las muñecas no ocuparon un lugar mi vida hasta que la sexualidad y las preguntas terminaron con la infancia. Sí, tenía amigos que tenían hermanas pero nunca entendí a qué jugaban. Sentadas, en ronda, hablaban, vestían y desvestían muñecas, se disfrazaban. Seguramente esté cayendo en un lugar común, pero bueno, es lo que me tocó vivir. Me enteré de sus intereses cuando me empezaron a gustar.

En pocas palabras, tengo la leve sospecha de que mis inferencias sobre la muñeca de Mattel son producto de mi falta de experiencia jugando con niñas. En la escuela sí jugábamos mixto, pero mediados por deportes o kermeses, no sé, propuestas de los grandes, pedagógicas, intencionadas, etc. Ni ellas ni nosotros estábamos jugando a lo que jugaríamos si no nos dijeran a qué jugar, a eso voy.

De pronto dudo, tengo miedo de decir una obviedad o un estupidez que sólo a mí puede interesarme, así que llamo a Úrsula, mi pareja, y le pregunto si tenía Barbies. Claro, me dice. ¿Y a qué jugabas? Le cortaba el pelo. Me quedo callado… ¿y después? Y después tenía que desecharlas, yo era más del bebote, de jugar a la mamá. Se aleja del télefono, le pregunta a su hermana y a su sobrina si jugaban a las Barbies. Claro. Madre e hija cuentan a grandes rasgos lo mismo. Armaban la casita. La madre dice que después de armar la casita terminaba el juego. A su hija le pasa algo parecido, el juego termina cuando Barbie se va en su auto descapotable rosa. No sé si la conversación aclara algo. Con los playmobils, con mis hermanos, armábamos una ciudad y pasaba algo similar. Una vez concluida la urbanización no tenía mucho sentido seguir jugando. Armar una casa o un barco con los legos daba igual, lo entretenido era hacer desde la nada con pequeños ladrillitos. Con los He-mans y los Gi&Joe se hacían guerras, trepaban por las plantas, los metíamos bajo el agua y a los enemigos, cuando llegó el microondas, los sentenciábamos a la pena capital. Es decir, los juguetes de mi generación invitaban a dos cosas: armar una ciudad muerta o desplegar la violencia. Los juguetes eran mucho más aburridos que los juegos pero no nos dábamos cuenta.

Con lo cual, estoy tentado a pensar que el juguete sirvió como moneda de cambio con el niño, con la que se paga su alegría, su silencio, su promesa de portarse bien, de estudiar, con la que se malcría. De todos modos, gracias al juguete quizá muchos niños se ahorraron palizas. ¿Cuáles eran los juguetes de Tom Sawyer? Cinco bolitas, un anzuelo, un gato muerto, un alfiler, un escarabajo.

Y ya que volvimos a los libros, retomemos el tema central. Hace poco encontré por ahí esta novela de Geneviève Schurer, autora de varias de las historias de Barbie. En el paratexto se lee: “Barbie y marcas asociadas son propiedad de Mattel Inc. y son utilizadas con autorización especial”. Por casualidad, venía de leer otro libro de tapa rosa, Partida de nacimiento de Virginia Cosín donde varias escenas relataban a una niña jugando a las Barbies. La concidencia me hizo acordar al antropólogo chileno. ¿Por qué esta escritora le compraba estas muñecas a su hija? Perdón, ¿por qué le compraba Barbies a su hija de ficción? ¿Por qué ni él ni ella se plantaban contra la niña y le decían jugá con otra cosa? ¿Por qué hace mal prohibir? Yo no soy padre, aclaro. ¿Era verdadera la fiebre rosa, y como la varicela era mejor tenerla pronto y de una vez a que caiga en mal momento?

Geneviève Schurer es una escritora francesa, la voz más autorizada para decir quién es Barbie ya que le vendió a Mattel-Hemma los títulos: Barbie en el mar, Barbie estrella de cine, Barbie en la montaña, Barbie niñera, Barbie, Barbie artista de Cine, Barbie estrella del rock, Barbie estrella de la moda, Barbie en un crucero, Barbie y Sassi… quizás haya escrito más, pero considerando solamente estos títulos, suman 1240 páginas sobre Barbie. Apróximadamente 160 capítulos. Y siempre fue ella Geneviève, y Barbie.

No sé si un gerente de marca o un filósofo pueden decir más sobre Barbie que Schurer. No escribe mal, es como Francis Scott Fitzgerald pero sin alcohol. “Bien abrigada con su bata de satín rosa y sus finas pantuflas, Barbie saborea la taza de leche de su desayuno”, así comienza la novela.

Barbie hará en lo sucesivo uno o dos cambios de vestuario por capítulo, pero esto no la vuelve una loca, lo contrario, la señora Schurer tiene la agilidad de manejar el ritmo de la narración de modo tal de no hacerla ver ni caprichosa, ni histérica, ni exagerada.

Creo que para entender un poco quién es Barbie –es decir, para no quedarnos en las exigencias marcarias de Mattel: incorporar tan seguidos cambios de vestuarios, que Barbie se vea a cada paso radiante, etc.– es crucial detenerse en el personaje de Skypper, su hermana.

En las ilustraciones es igual a Barbie pero con menos bling, sus accesorios no son tan llamativos. Skypper se pone nerviosa, duda, tiene miedo, se asusta mientras que Barbie se ríe y tiene soluciones simples y divertidas a cuanta encrucijada pueda presentarse. Lo mismo que sucedía con sus vestidos, Schurer logra que no se ría como una idiota. Es sabia, se preocupa solamente cuando alguien está sufriendo, en el caso de esta novela por Mamina, una vieja a bordo del “Moana”, y por Ana –otra chica con facciones idénticas a las de Barbie pero con pelo corto, parecida a Jane Birkin–, que se ocupa de la limpieza del crucero. Ni Mamina ni Skypper y mucho menos Barbie van a sospechar que fue esta chica huérfana y latina la que robó primero un collar de perlas y luego una pulsera de oro.

Lo cierto es que Mamima está preocupada y Barbie no tolera las preocupaciones. La vieja no quiere armar lío en el barco, que el capitán eche a Ana justo ahora que falta tan poco para la Gran Fiesta, en la que Barbie cantará unos temazos. Las tres se proponen investigar, se llaman a sí mismas detectives pero terminan en la pileta, o jugando con delfines y cuando se acuerdan que eran detectives ya terminó el día y no averiguaron nada.

Volvamos a Skypper. Surge de la nada una obra de teatro (el arte dentro del arte) y falta una actriz. Todo indica que el rol lo ocupará Barbie, pero ella sugiere que sea su hermana quien lo interprete. Bueno, el personaje es una chica de limpieza, medio conejita con plumero, sólo dice dos palabras y mata de risa a todos. Skypper no quería actuar, decía que se moría de miedo, que no haría reir a nadie, pero Barbie la empuja al escenario. Uno siente que Skypper va a estallar, que está a punto de gritarle a su hermana: ¡pará un toque, ¿por qué yo soy siempre la empleada y vos a todo el tiempo la estrella?!

Ahora bien, el asunto este del robo de la joyas es muy interesante. Primero porque en una parodía renga a la carta robada de Poe, Barbie sugiere dejar a la vista unos pendientes de Mamina. Segundo porque Barbie no quiere que la ladrona sea Ana aunque toda su investigación se dirige seguir sus movimientos. Ese no quiero-queriendo, parecido al del chavo, es típico de ella.

De los libros no se cuenta el final pero por tratarse de una novela que ningún lector de Paco hará el esfuerzo de conseguir hagamos una excepción. ¿Cómo se resuelve el misterio? Mamina encuentra sus joyas en la valija, simplemente no había revisado bien. Este “despiste” sin heridos ni consecuencias permite, además de que las chicas se rían aliviadas, que el prejuicio disuelva como un malvavisco. ¿Se entiende?¡Barbie persigue al inocente! Si hubiese dado con el culpable, ¿podría ser siendo Barbie?

Barbie y los hombres. El rubio Jim y el querido capitán son figuras lejanas. A Ken le escribe una postal desde Curaçao, entre otras tantas que envía. No lo extraña, no se lo menciona nunca, es uno más entre sus amistades. Jim, el rubio que la recibe en Miami es lo mismo. No figura, es un mundo de chicas, de niñas, de mujeres todas iguales. Todas pueden ser Barbie si utilizan los aretes indicados.

Pero no creo que sea su bella indiferencia, ni su figura, ni sus atuendos tan llamativos como adecuados lo que transmita la esencia de Barbie. Esas son simplemente las característica de la marca Barbie.

Se dirá apresuradamente que el mundo de Barbie es fantástico. Sí, lo es. ¿Pero son esos destellos que a cada rato nos regala la rubia lo que la hacen tan especial? Si fuera así, tan simple, ¿cómo es posible que Barbie no haya encontrado una Pepsi como encontró Coca Cola?

Lo fantástico de Barbie es una singularidad despersonalizada y una moral armónica con el azar. Barbie no sueña con cantar, la invitan a cantar y lo hace. No muere de alegría por haberlo hecho bien ni porque la aplaudan. Al otro día será buceadora y encontrará un tesoro, al siguiente, médica, y sanará a un niñito. Esta inefable relación entre el acto y el resultado permite que la muñeca construya una mímesis que ninguna obra literaria que haya leído logró. Las circunstancias están dadas de modo tal que Barbie puede no salirse de los preceptos respetables de una moral no jugada. Barbie hace bien. En ningún pasaje de la novela podemos decir que Barbie haya obrado desatinadamente. Ahora, el foco de su deseo muta página a página y allí reside la cuestionada inhumanidad de la muñeca. Barbie no quiere nada (¿como las anoréxicas?). Si hoy es la gran estrella de rock mañana podrá ser una veterinaria compasiva. Con lo cual más allá de falsearse cualquier cronología realista se reproduce de manera textual una lógica infatil. Para un niño es tan importante comer un caramelo como jugar en la selección nacional dependiendo de la urgencia del momento. Ahí, en ese imposible, es donde las tetas de Barbie hacen ruido. No es una niña pero devora las circunstacias como si lo fuera. Y contra eso no hay padre ni madre que pueda.

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Otro comentario irrefrenable. La diferencia con el rapto que me llevó a narrar pasajes de mi infancia radica en que esta vez sé de antemano a lo que apunto. Mi lectura sobre Barbie no es una mera intelección sobre la cosmogonía de la muñeca sino que toca en algún punto el mundo real.

Hace unos cuantos meses Oliverio Coelho vino a cenar a casa. Comimos, charlamos y en un momento le pregunté si había visto Spring Breakers de Harmony Korine. No. Le mostré el primer minuto y dijo, dejala… Nunca pensé que le iba a gustar una película así.

Esta vez no voy a hacer una sinópsis. El punto es que estas cuatro chicas que viajan a Miami en busca de diversión logran tanto llegar como sobrevivir a fuerza de proponerse explícitamente vivir como si fuera una película o un video game. Este borroso límite también se olfatea en el film The bling ring de Sofia Coppola. Ambos largometrajes retratan la posición subjetiva de ciertos adolescentes norteamericanos. Para pescar de qué hablo sí hace falta buscar las películas y sacar conclusiones. El punto, es que Oliverio, cuando terminó Spring Breakers se quedó callado y dijo algo así: “Claro… el alma no es algo dado. Puede no haber alma”. No sé qué quiso decir, pero intuyo que la ficción de mercado, más que marcas, inauguró estructuras donde el ser puede movilizarse en tanto y cuanto no se las vea consigo mismo.///PACO