Es muy común en aquellos que narran sus viajes al primer mundo detenerse en los detalles que nos separan del «progreso» y el «bienestar». Desde que existen las redes sociales, esos relatos, herederos a veces silvestres de Sarmiento, proliferan con la pasmosa infertilidad de quienes se vuelven fans de cualquier lugar que
no sea Argentina. Incluso las estructuras textuales se replican sin muchas variaciones: «Amo [país del primer mundo] porque allá nadie/nada hace/sucede [algo que no les gusta] como en Argentina», con lo cual ignoran cualquier condición histórica/material que habilita que cada territorio sea como puede ser.

Algo similar sucede con Japón: todos los relatos insisten, tal vez demasiado, en haber vuelto enamorados de sus templos, de su comida, de su gente, de sus plantas y, sobre todo, de su orden (primera alerta). Debo admitir que fui permeable a esas descripciones e ilusiones, y que cuando el dólar estaba barato me animé a comprar un pasaje al país del sol naciente, lleno de expectativas. Sobreestimé mi interés por la cultura japonesa, confundido, tal vez, por las ilusiones que dejaron en mi mente infantil el consumo masivo de Dragon Ball, Ranma ½ y cualquier animé en Magic Kids. Aunque pasaron muchas cosas entre el momento que compré el pasaje (una feroz devaluación, por ejemplo) y el momento en el que arribé al aeropuerto de Haneda, lo cierto es que las expectativas empezaron a cumplirse al instante. Tal vez el primer problema de Japón es cómo uno lo imagina. En el aeropuerto todo está servido de manera eficiente y ordenada: una tienda para comprar una tarjeta SIM de 5GB por 21 días, una estación de información donde podés adquirir en instantes la tarjeta PASMO (su SUBE) para moverte por todo el territorio, una estación de subterráneo que te deja a pocas cuadras de tu hostel cool con bar y cafetería en Nihombashi, Tokio. La muchacha que te da la PASMO, tal vez la única que habla bien inglés en todo Japón, te indica el andén y el horario del subte. Una vez ahí quedás maravillado porque todo salga como te dicen que va a salir, y así será durante 23 días.

La primera impresión de Tokio es la natural para cualquier sudamericano acostumbrado a lo precario y lo improvisado; es decir, Tokio se decodifica como una ciudad infinita, hiperconectada y lujosa. Una simple mirada al plano del subte la presenta como una ciudad accesible, al alcance; basta con bajar a cualquiera de las estaciones y perderte por sus túneles para llegar a Shibuya y su famoso cruce de cebra, o a Ginza con sus lujosas tiendas de moda y su famoso UNIQLO de 12 pisos. Pero perder una sola noche el último subte o tren (en casi todo Japón no hay transporte público entre la medianoche y las 5 de la mañana) sirve también para comprender carnalmente que es una ciudad aplastantemente enorme, y que tu hostel queda a 10km de distancia y que el taxi y el Uber son solo pagables para príncipes. En ese escenario, la única opción es quedarse tomando algo hasta que abran otra vez el subte, o volver caminando decenas de cuadras. El destino del turista tercermundista comienza a cumplirse siempre en la periferia, incluso cuando viajás.

Tomar suena bien en principio, al menos hasta que las opciones a mano son oscuras tabernas de cinco butacas donde los japoneses se dedican a olvidar su condición de alienados o antros de explotación sexual regenteados por africanos. Los edificios de bares se acumulan con carteles de neón indicando que en cada piso hay un bar distinto. El juego es subir por los ascensores y abrir las puertas para encontrar, una y otra vez, lo mismo: pequeños departamentos con una barra, unas butacas y casi nadie sentado, y a veces unos cuantos oficinistas acosando hasta al cansancio a una joven borracha. Por suerte yo perdí mi primer subte la misma noche que el Real Madrid jugaba la final del mundo contra el Al Ain, y en un bar vacío, pero no deprimente, tenían una tele que lo pasaba con relatos en japonés. Durante dos horas y un par de cervezas Sapporo, pude aburrirme en paz hasta que abrió el subte.



Después llega navidad, y aunque uno siempre lee que por razones religiosas (son budistas y sintoístas) es una festividad que no les importa mucho a los japoneses, empezás a preguntar por alguna fiesta o evento. Las respuestas, siempre en un inglés precario, me hicieron entender que su elaboración de la navidad derivó en una especie de celebración amorosa entre parejas mientras que los que están solos (la mayoría) se dedican a reservar un balde de pollo frito en KFC. Una perspectiva muy tentadora. De todas formas, lo intentás. Salís con tu hermano y tu amigo de la adolescencia que te encontraste en Tokio, volvés a Shinjuku y encontrás que los pequeños barcitos esta vez están llenos de gringos borrachos cantando viejas canciones de los 80. Los Simpsons tenían razón otra vez: Gringolandia existe. Terminás en un bar en un subsuelo donde preparan tragos directamente de canillas. El público es un poco más festivo aunque todos parecen ignorar que pronto se celebrará el nacimiento de Jesús. Cerca de la medianoche revisás en Google Maps cuándo sale el último subte a Nihombashi. Justo a las doce. Te mirás con tu hermano mellizo y ambos comprenden que perder ese tren es perder demasiadas horas de sueño, muy valiosas a niveles drásticos de jet lag. A las doce llegan juntos el subte y a la navidad, y entre mensajes a familiares a 19.000 km vas recorriendo las tripas de Tokio.

Desde el tren bala Japón parece un enjambre sin fin. Al costado de las vías solo hay casas durante todos los kilómetros que separan las ciudades que Japan Rail velozmente une, como si Tokio desplegara sus tentáculos ferroviarios por todo Honshu. Este es un país de 126 millones de personas que dejan millones de calles vacías. De día la tarea es fácil, seguir el circuito turístico, ver templos y tratar de comer algo típicamente japonés (el ramen cansa rápido). Pero si en Tokio uno corría riesgo de dejarse llevar por cierto tedio cifrado en la eficiencia, en ciudades del interior como Kanazawa o Takayama el riesgo es mayor, mucho más si le sumás la primera gran nevada del invierno. Quedarse encerrado en un hostel mal calefaccionado o salir a la nieve para buscar algo de comer tampoco suena tentador. Pero lo intentás y la desolación es total.

A partir de ahí todo será una acumulación barroca de nieve, trenes bala, sushi y templos budistas (o sintoístas ¿quién sabe?), todo orquestado por una red de caminos y horarios tan precisos como el hecho de que cada día sale el sol. La belleza de los templos y de los montes saturan y se funden en una sucesión donde, a esta altura, cuando escribo, se me vuelve apenas posible distinguirlos, primero porque son todos similares, aunque cada uno trata de ofrecer algo distintivo, como un pabellón de oro o un jardín de piedra, y segundo porque al estar todo en japonés, aprender algo sobre sus religiones requiere un esfuerzo que excede mi interés, y tercero porque todos los templos son reconstrucciones de reconstrucciones de cientos de edificios de madera consumidos por el fuego durante los últimos cientos de años.

El orden y la belleza parecen sólo posible en un país donde todos tienen trabajo, porque de todo se hace un trabajo. En el castillo de Kanazawa, por ejemplo, había cinco personas para limpiar un camino de nieve. En Kioto, dos señores para ordenar la fila del colectivo. En Osaka, un pibe para gestionar la gente que baja y sube en el ascensor de un castillo. Tal vez esto explique el sistema de buena fe que caracteriza a algunas de las transacciones económicas en los lugares remotos. En un trekking que recorría una distancia de 10 km sobre el camino más antiguo de la isla (al menos eso decía internet), uno podía encontrar en intervalos regulares pequeños puestitos para comprar mandarinas, pero sin nadie que los atendiera. Un cartel decía el precio, 100¥ la bolsa, y una pequeña alcancía funcionaba como cajero. Dejabas una moneda, agarrabas tu bolsa y te ibas. Algo similar pasaba en algunos templos con los sahumerios, los amuletos de la fortuna o las velas. Es fácil imaginar a algún votante macrista fascinado por semejante civismo y un poco consternado, por qué no, por la imposibilidad de dicho sistema en Argentina. Me lo imagino diciendo: “Esto en Argentina no es posible, seguro se robarían todas las mandarinas”, como si en Japón también hubiera hambre.

Lo que no existe en Japón es la ilusión de libertad, de fuga, de estar fuera del mapa. No importa el pueblo que elijas, el camino recóndito que transites, siempre todo parece estar controlado por un estado tan invisible como granular. Nunca falta el cartel para guiarte, la señal 4G para geolocalizarte, el cartero en motito maniobrando en callejuelas, el oficial de la Japan Rail en la estación más recóndita, o todo un sistema de colectivos fantasma en Koyasan dando vueltas, siempre vacíos, por un pueblo perdido en las montañas. En Japón el tedio parece ser una forma de vida. En un país frío y eficiente, donde nada puede (literalmente) salir mal y nada fuera de cálculo es posible. De esa combinación solo emerge una sola sensación: el aburrimiento///////PACO