Con su mezcla residual de comunismo estalinista y ultranacionalismo militarizado, la República Popular Democrática de Corea, o simplemente Corea del Norte, parece convertirse en un novedoso objeto de consumo occidental capaz de sintetizar ironía, morbo y política entre una floreciente industria del turismo ideológico de aventura. Gracias a los vacíos informativos de un país que, en pleno corazón asiático, se mantiene ajeno a los organismos políticos y financieros internacionales ‒y por eso rechaza los informes de la ONU sobre violaciones a los derechos humanos y crímenes de lesa humanidad‒, y gracias a que, como señala el crítico británico Terry Eagleton, “junto con Corea del Norte, Estados Unidos es uno de los pocos países del mundo en los que el optimismo es casi una ideología oficial”, el exótico mercado de la experiencia totalitaria acelera su marcha. ¿Pero cómo funciona esa experiencia y por qué sus conflictos ideológicos son el menos explícito y el más interesante de sus mecanismos? 
Respecto a la ironía y el morbo, las aproximaciones son inmediatas. De hecho, son películas satíricas como La entrevista (2014), que provocó declaraciones de Barack Obama en defensa de la libre expresión y el derecho de Hollywood a reírse de Kim Jong-un ‒actual Primer Secretario y Líder Supremo norcoreano‒, las que pueden explicarse casi como la prolongación de un proceso más amplio de imaginación desatado en las redes sociales en la web ‒de acceso limitado en Corea del Norte‒ y las agencias de noticias internacionales. Y ahí es donde emerge una de las principales características del régimen fundado por Kim Il-sung, Presidente Eterno de la República, en 1948: la entrega consciente a las fantasías ajenas, por ridículas y mal intencionadas que resulten. A diferencia de países como China y Cuba (cuyas aperturas políticas parecen revelar en un caso fortaleza y en otro debilidad), a Corea del Norte, que prohíbe a sus habitantes el acceso a medios extranjeros al tiempo que los somete a un sistema de propaganda estatal permanente, no le interesa lo que sepan o especulen otras naciones acerca de lo que ocurre (o no) dentro de sus fronteras. Eso es lo que explica, en defensa de “la alegría del pueblo norcoreano” ‒al que, por otro lado, le es provisto el derecho gratuito a la educación, la salud y la vivienda‒, el español Alejandro Cao de Benós, único occidental al servicio del gobierno de Kim Jong-un y fundador del Comité de Relaciones Culturales, en otra película sobre los misterios de Corea del Norte, el documental El juego de la propaganda (2015).

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A diferencia de China y Cuba, a Corea del Norte, que prohíbe a sus habitantes el acceso a medios extranjeros al tiempo que los somete a un sistema de propaganda estatal permanente, no le interesa lo que sepan o especulen otras naciones acerca de lo que ocurre (o no) dentro de sus fronteras.

Con un país desvinculado de los medios de comunicación “occidentales y capitalistas” que, según Cao de Benós, integran una campaña imperialista contra la “gloriosa revolución”, las pocas noticias sobre la vida política y cultural del régimen que mantuvo entre 1950 y 1953 el mayor conflicto bélico de la Guerra Fría contra los Estados Unidos suele combinar inevitables parcialidades y muchas mentiras. De manera cíclica, por lo tanto, brotan alertas sobre inminentes ataques nucleares a vecinos como Corea del Sur y Japón ‒en especial desde que Corea del Norte hizo su primera detonación atómica exitosa en 2006 (mismo año en que Estados Unidos llevaba 1123 éxitos similares)‒, pero también sobre presuntas ejecuciones de disidentes devorados por perros salvajes, apasionados fusilamientos de exparejas de Kim Jong-un y de su esposa Ri Sol-ju, y otras excentricidades menos morbosas (pero tampoco comprobadas) como la prohibición de usar jeans o la obligación de que los estudiantes usen el corte de pelo del Líder Supremo. ¿Pero qué es lo que se sabe más allá de la “cortina de bambú” que esconde a Corea del Norte?

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Kim Jong-nam, desertó al pretender “visitar Tokyo Disneyland” en 2001 y hoy vive en la región de Macao, dependiente de China, donde los casinos están permitidos.

Con 24 millones de habitantes, un bloqueo económico y tecnológico sancionado por Estados Unidos y el cuarto ejército más numeroso del planeta ‒equipado en gran parte con el material soviético más vetusto, según el Pentágono‒, la ausencia de datos oficiales no oculta una situación económica tan particular como su sistema político. Además de la producción de arroz ‒cuya escasez provocó hambrunas en los años noventa que fueron monitoreadas por la Organización Mundial de la Salud‒, la extracción de minerales y la tercerización de servicios para empresas extranjeras, como describe el canadiense Guy Delisle en la novela gráfica que publicó tras su viaje, Pyongyang (editada en Argentina en 2015), el principal factor de distribución ‒que cuenta con su propia filosofía socialista, el juche‒ es la lealtad al sistema. Y ese es un sistema con una dinastía absolutista organizada según un Presidente Eterno (Kim Il-sung, fallecido en 1994) ‒“el único Estado del mundo con un presidente muerto, ¿una necrocracia?”, se preguntaba Christopher Hitchens en 2001‒ y un Líder Supremo (su hijo Kim Jong-il, fallecido en 2011), cargo hoy ocupado por el nieto menor, Kim Jong-un (el mayor, Kim Jong-nam, desertó al pretender “visitar Tokyo Disneyland” en 2001, y hoy vive en la región de Macao, dependiente de China, donde los casinos están permitidos). Más interesante, sin embargo, es lo que no se sabe acerca de la República Popular Democrática de Corea, y la inquietud que eso genera sobre las miradas occidentales.

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Corea del Norte parece convertirse en un novedoso objeto de consumo occidental capaz de sintetizar ironía, morbo y política con una floreciente industria del turismo ideológico de aventura.

De ahí la insistencia de periodistas, intelectuales y turistas del “mundo libre” que, ante el fantasma del totalitarismo norcoreano, repiten una pregunta tan simple como poco ingenua: ¿quiénes son más felices? Para Delisle la cuestión es tan obsesiva que casi no puede dejar de ver en cada sonrisa y en cada palabra de los norcoreanos a su servicio ‒mientras producen dibujos animados para la televisión francesa‒ los efectos de la manipulación omnipresente del Estado sobre sus cuerpos y sus mentes. Pero esa misma sospecha no empaña su convencimiento sobre “el sistema de subcontratación en Asia” ‒como llama a la explotación a precio vil de la mano de obra local, tan rentable para las economías capitalistas que hoy se expande al desarrollo de software y aplicaciones para celulares‒ en tanto ventaja para aquellos norcoreanos con “cualidades artísticas”. De ahí que, ante la excepcional oportunidad de conseguir una botella, Delisle convierta “tomar una Coca-Cola en un acto de protesta” frente a quienes ignoran casi todo sobre bebidas carbonatadas y solo conocen jingles sobre el heroísmo del Presidente Eterno.
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¿Qué es exactamente lo que las corporaciones más exitosas del capitalismo como Coca-Cola, siguiendo el ejemplo de Delisle, representan como símbolos inmediatos de los valores occidentales?

Pero más allá de esa inocente “sublevación”, ¿qué es exactamente lo que las corporaciones más exitosas del capitalismo como Coca-Cola, siguiendo el ejemplo del propio Delisle, representan al funcionar como símbolos inmediatos de los valores occidentales? En ese punto, conviene recordar las denuncias de Greenpeace contra Coca-Cola por el uso de gases refrigerantes contaminantes y las recurrentes protestas obreras por despidos y falta de pagos ‒en España y en Argentina el año pasado‒, o el simple vandalismo, como denunció el Ministerio de Ambiente y Espacio Público porteño en 2014, cuando la empresa taló árboles de la plazoleta Eduardo Olivera para despejar un cartel publicitario. Incluso si la libertad terminara siendo nada más que una vara para medir el derecho al libre consumo, ni siquiera el que parece “el mejor de los mundos posibles” está libre de contradicciones (sin considerar que, por supuesto, nadie duda de lo edificante del último hit de Taylor Swift sonando en cada rincón de las sociedades bendecidas por la libre competencia). A la pregunta sobre la felicidad, entonces, puede añadirse otra: ¿y si la veneración absoluta de Corea del Norte por sus líderes no fuera más que un espejo grotesco de la veneración absoluta de Occidente por los suyos? Tal vez el verdadero ejercicio sobre el que podrían producirse más libros y películas no consista, entonces, en imaginar a un joven capitalista europeo o norteamericano en Pyongyang, sino a un joven comunista norcoreano en París o New York. ¿Cuál sería su percepción de ese mundo plagado de novedosos mandatos de libertad? ¿Y qué revelaría esa mirada virginal sobre las formas en que, como sostiene Alain Badiou, el capitalismo “naturaliza la privatización de los recursos y de la riqueza y la competitividad como productos adaptables y resistentes de la naturaleza individual”? En principio, es probable que empezara a percibir que las felicidades ilusorias y la propaganda no son patrimonios exclusivos del comunismo. ¿Y si lo que devuelve el espejo norcoreano a la mirada extranjera, al fin y al cabo, es una pregunta sobre cómo el capitalismo fantasea con verse a sí mismo? De hecho, la fascinación que despierta Corea del Norte no es una cuestión menor si se considera que las fantasías fueron un asunto clave en la doctrina de Kim Jong-il. Está en uno de sus libros más conocidos, Sobre el arte cinematográfico, donde define como atribuciones de un director ante sus actores buena parte de lo que practicó sobre el pueblo norcoreano en el papel de ingeniero único del alma humana/////PACO