Lejos de lo que el progresismo estupefacto intenta instalar, el triunfo de Javier Milei en las PASO del último 13 de agosto es una victoria del sistema democrático. No asistimos ni a un equívoco masivo ni a errores en la matrix ni a brotes de nazifascismo ni, mucho menos, a un suicidio colectivo. En un país sumido en la miseria y la parálisis, en el que la mayoría de los ciudadanos no llega y no sabe cómo llegar a fin de mes, y en el que el sistema político se muestra más como brazo ejecutor de esa sumisión que como paladín de la reparación, el triunfo sin aparato de un partido que promete, mal que mal, ajustar a los que ajustan es una muestra de vigor de la democracia como método y también una prueba del buen estado inmunológico de la sociedad, que transmite su malestar votando pacíficamente, sin caos ni violencia ni sangre.

Si aceptamos colocar la victoria parcial de Milei en ese marco, sus propuestas de campaña deben (y pueden, si es que se desea revertir el resultado electoral) ser debatidas, discutidas y, llegado el caso, rebatidas en el terreno de la racionalidad, la argumentación y la cordura. Cualquier descalificación a los candidatos y cualquier recurso al miedo, al denuesto del votante o a su subestimación sería no solo una vulgar exhibición de soberbia sino algo peor: un error político. La tentación de trazar una línea divisoria entre civilización y barbarie podrá ser cómoda para aquellos herederos de la Ilustración que aún creen en el progreso social indefinido, pero nunca puede ser una opción válida para quienes reportamos en las filas del nacionalismo popular. Justamente, la mencionada dicotomía sarmientina es el instrumento discursivo histórico creado y usado para marginar de la vida nacional al pueblo y sus caudillos.

Digamos más. Cada propuesta de campaña del candidato Milei es una respuesta posible a un problema real de la sociedad. Debatir y discutir esas propuestas implicará, por lo tanto, conceder, intentar síntesis o proponer una solución aún mejor. Defender un statu quo infame con el único argumento de que lo que venga podría ser peor es tirar la toalla por pereza y desentenderse del humor popular. Porque la mansedumbre del método democrático no suaviza el mensaje y no debe engañarnos: el pueblo está harto. Y ese cansancio tiene causas que el pueblo identifica con muchísima claridad. No hay, por lo tanto, nada que explicarle al pueblo. La veta pedagógica aportada por la militancia verde del último lustro puede llevarnos a creer que debemos esclarecer al pueblo respecto de su propia realidad. Pero eso no es más que otro vicio propio que ya va siendo necesario desterrar. No es tarea de los militantes ni de los políticos ni de sus aparatos iluminar, deconstruir o enseñar a los pueblos. Su rol, nuestro rol, es interpretar, promover y, llegado el caso, representar las demandas populares.

Visto de este modo, centrar la campaña de ahora hasta el 22 de octubre en un llamado a que el pueblo defienda sus derechos de una hipotética amenaza sería perder el tiempo en nada. A la hora de la verdad, una gran masa del pueblo argentino siente que vive entre las ruinas del despojo y que ya no queda mucho que defender. Estamos en un país en el que hay niños durmiendo en la calle y en el que ningún joven es, ni sueña con ser, dueño del techo bajo el que vive; un país en que el mercado formal de trabajo y sus seguridades son una zona VIP a la cual la mayoría ni siquiera aspira a entrar alguna vez; un país en el que desde hace por lo menos 20 años el que puede manda a sus hijos a una escuela privada y anota a la familia en una prepaga; un país en el que el Estado se muestra perfectamente ineficaz para evitar que sus ciudadanos sean robados en la parada del colectivo pero paradojalmente se inmiscuye con éxito prepotente en la vida, la moral y el pensamiento de las familias y de sus hijos. Un país, en definitiva, sin un proyecto común por horizonte. Pedirle a un pueblo que defienda derechos que no conoce más que de oídas sería un desatino, si no un insulto.

Los peronistas estamos llegando al término del peor gobierno de nuestra historia como movimiento político, un gobierno hecho en nombre nuestro e integrado y apoyado por nuestros actuales referentes políticos. La vara queda bajísima. No hay que eludir el asunto, hay que asumirlo con total humildad. Habrá entonces que bajarse del pony y discutir acerca de cosas concretas, sin psicopateadas. Habrá que hablar acerca de una moneda vapuleada y de cómo lograr su estabilidad. Habrá que hablar de la demencia de los precios de las cosas y de cómo salir del desorden cotidiano que eso genera. Habrá que hablar de cómo hacemos para comer todos y para que en esta tierra podamos todos sembrar, crecer y prosperar. Habrá que hablar sin recetas y sin defensas bobas ni corporativas del sistema educativo, del de salud, del de defensa, del carcelario, del de seguridad, hoy por hoy todos deficientes. Y habrá que hablar del Estado, de su rol paupérrimo y de sus posibilidades reales, de sus alcances, de sus mañas y, sí, de su dimensión.

Para eso es necesario que descartemos las consignas policiales del estilo “el Estado te cuida” y que volvamos a los principios de nuestra doctrina justicialista, según la cual es Estado es una circunstancia y no un kiosco, y según la cual la finalidad de la tarea política es la felicidad del pueblo y la grandeza de la nación. Recuperemos nuestras ideas, pero apliquémoslas a las cosas. Porque probablemente no haya nada en el individualismo metodológico pregonado por Milei que resulte superior doctrinalmente a la idea de alcanzar el bien común en una comunidad organizada. Pero si la realización de esa idea se ve postergada una y otra vez sin que se toquen los privilegios para uno u otro sector del sistema político, entonces esa idea no vale nada. Por eso, pensemos qué vale la pena defender y defendámoslo para el bien de todos los argentinos, no para nuestro bien personal. No busquemos cuidar al sistema ni ningún privilegio propio. Defendamos sin enojo un solo interés, el del pueblo, y hagamos que el peronismo deje de ser régimen y vuelva a ser una causa para el pueblo.

Porque en esta tierra, lo mejor que tenemos es el pueblo.