5 paisajes del barrio del Once que le ponen rock a mi vida. 

1. El patrón judío sadoexplotador. Cae la tarde y llegan los camiones con containers. Cruzadito de brazos en la puerta del boliche, mira como los peones le bajan los rollos de tela. Imperturbable. Tiene la ropa que tiene que tener: la misma que hace diez años, relavada y descolorida, la kipá con olor rancio. Hace cuentas, se le nota porque los ojos de le hunden todavía más; diría que también le crece la nariz, pero no quiero exagerar. Suma, multiplica, vuelve a sumar. Le da pena tener que restar, odia restar. Ya está sufriendo tener que pagarle 50 pesos por cabeza a los cabezas para que le descarguen el camión.

2. Los negros en cuero. De la belleza del barrio, lo más rústico y sensual. Porque no son esos torsos de gimnasio o de película de Van Damme, impostados de papota y fierro. Son cueros labrados al sol, de levantarse a las 6 de la mañana y venir al centro colgados del tren, levantar cajas, apilar, enrollar, subir, bajar y cargar el camión. Son los descamisados que tal vez JD nunca imaginó: birra de litro, cumbia y trabajo esclavo. Son la gota gorda, el asado con los pibes. Te ven pasar, y mirándote fuerte con los ojos así te dicen que la vida es una mierda pero que va a estar todo bien. Siempre optimistas. Acá o en cualquier lado, los negros en cuero siempre quedan bien.

3. Los negocios que venden pelucas. Cuando me aburro me doy una vuelta por alguno. Generalmente me hago pasar por actriz y explico que necesito probar varios estilos para un nuevo personaje. Me gusta, porque la rusa al mando enseguida se entusiasma y te manda a su mejor empleada de dudosa procedencia para atenderte. Te miden la cabeza, le estudian el color de piel, los ojos, la forma de la cara. «A vos te va a quedar bien el carré azabache», concluyen. Lo importante es hacerles creer que vas a comprar en serio, desarrollar el personaje. La ultima vez la pasé muy bien: me probé ocho pelucas, me saqué fotos con todas y me fui sin comprar ninguna. Un éxito.

4. Los chinos. Mi versión de Un cuento chino no incluiría ni vacas cayendo del cielo ni mucho menos a Darín. Mi película transcurriría en la esquina de Pasteur y Perón, con la familia de chinos autoexplotados y diligentes que explotan el boliche de la esquina. Desde que abre hasta que se pone el sol, se sientan de a dos o de a tres en la vereda a embalar juguetes en displays de plástico. No hablan, no se miran. Trabajan y piensan -aunque nunca nadie sabrá en qué-, se tienen cagando porque añoran los viejos tiempos del régimen del amor amarillo. Con esa mercadería abastecen la juguetería y esperan a los clientes. Sólo si les sobra un rato, se permiten un saludo silencioso y agradecido al sol, muchas veces en cuero, y porqué no descalzos, con las uñas bien largas. Los chinos y su fuerza bruta de trabajo nos gritan en la cara a todos nosotros que la pasan para el culo pero que la tienen atada.

5. El dadaísmo comercial. La magia berreta, el ensueño kitsch, el hambre por el buen precio y el empacho de lo barato. El toallón del Sapo Pepe, la tela para las cortinas del living, la camiseta trucha del Barça, el vestido de 15, la tabla de planchar, el conjunto de ropa interior todo poliester, la vajilla de plástico, la mini pimer casi descartable, la mochila de Barbie, el cotillón para el casorio y la comida kosher. Y cuando pensaste que todo eso es un montón y es suficiente, te equivocas. Cuando pensaste que Duchamp había roto con todos los esquemas, te equivocas. Cuando pensaste que en la era digital sólo necesitas tecnología, también. Deberías pasar por la veterinaria del ruso Krauss y comprarte una blanca paloma mensajera. Igual que en la posguerra, igual que en las películas de espionaje, pero en el medio de la polución y la mugre desparramada del Once. Efectivo, débito o crédito hasta tres cuotas sin interés.////PACO