A cuarenta años de su muerte, la filosofía y la vida de Martin Heidegger (1889-1976) ofrecen un camino con las mismas iluminaciones y oscuridades que los senderos que el autor de Ser y tiempo (1927) recorrió durante toda su vida en Todnauberg, en el corazón montañoso de la Selva Negra al suroeste de Alemania, donde había construido la famosa cabaña a la que volvía cuando el ruido, la monotonía o los escándalos de la vida cotidiana se volvían demasiado estridentes. Espacio privilegiado para la reflexión sobre sus asuntos públicos y privados, y para la inspiración de sus más grandes ideas, en cierta forma casi todos sus críticos coincidirían en señalar que desde ahí todos los caminos conducirían hacia abajo. Aún así, incluso a la distancia los claroscuros siguen recortándose cada vez con mayor precisión, y por eso Heidegger se proyecta no como influencia innegable sobre quienes aún expanden o rebaten su filosofía, sino también como uno de los ejemplos más transparentes de lo que puede pasarle a un intelectual cuando, seducido primero por los afrodisíacos de la política, queda atrapado en lo que el ensayista Christopher Hitchens llamó alguna vez “la pornografía del poder”.
Heidegger es uno de los ejemplos sobre lo que puede pasarle a un intelectual cuando, seducido primero por los afrodisíacos de la política, queda atrapado en lo que Christopher Hitchens llamaba “la pornografía del poder”.
¿Pero tiene sentido insistir en los méritos de Heidegger en el territorio de la filosofía y en sus errores en la política como si se tratara de zonas discernibles? ¿No existe una línea que explique lo uno a través de lo otro y viceversa? Por supuesto, cuando la indagación metafísica remite a una de las exploraciones más profundas del sentido del ser y el pensar de los últimos siglos, y cuando la experiencia política es el nacionalsocialismo de Adolf Hitler, los bordes de esa línea pueden resultar incandescentes. Sin embargo, esos son algunos de los pliegues sobre los que autores contemporáneos de orígenes, obras y jerarquías tan distintas como Wendy Brown, Miguel De Beistegui y Bret Davis, entre muchos otros, señalan recorridos diversos. Respecto al nazismo de Martin Heidegger, por otro lado, los datos revelados en las últimas cuatro décadas son terminantes, y la bibliografía diseñada por toda clase de «detectives filosóficos» extensa. Fueron colegas y alumnos en la Universidad de Friburgo quienes hacia 1931 y 1932, a pesar de que “en las actividades académicas no aparecía ninguna palabra política”, como recordaría el discípulo Max Müller, se transformaron en los primeros testigos del acercamiento informal de Heidegger al partido nazi. En marzo de 1933, de hecho, fue a su amigo Karl Jaspers, eminente filósofo y figura clave en el proceso de “desnazificación” al que Heidegger sería sometido a partir de 1945, a quien le dijo “hay que adherirse”. A partir de esa adhesión, el rápido ascenso como rector de la universidad y su férrea aspiración a un rol de “caudillo” dentro de los círculos intelectuales nazis ‒entre los que su figura reconocida ya en el mundo de las ideas se destacaba por peso propio‒ fue solventándose entre afirmaciones públicas y privadas.
En marzo de 1933 a su amigo Karl Jaspers, figura clave en el proceso de “desnazificación” al que Heidegger sería sometido a partir de 1945, le dijo “hay que adherirse”.
“Solo el Führer mismo es en el presente y en el futuro la realidad alemana y su ley”, dijo en noviembre de 1933 en su Llamamiento a los estudiantes alemanes, pocos meses después del famoso Discurso del rectorado en el que Heidegger se había ocupado incluso de indicar por escrito cuándo los presentes debían elevar la mano derecha y gritar Sieg Heil. Al mismo tiempo, las prohibiciones, las renuncias y las amenazas a intelectuales, profesores y estudiantes judíos, entre los que estuvo su propio maestro, Edmund Husserl, y también Hannah Arendt, de quien fue maestro y amante desde 1924 ‒y a quien el biógrafo Rüdiger Safranski no duda en señalar como “musa de Ser y tiempo”‒ crecían ante la relativa tranquilidad del Rektor de Friburgo. Fascinado por la posibilidad palpable de que el nazismo pudiera llegar a concretar una “transformación completa de nuestra existencia alemana”, el verdadero problema, sin embargo, comenzaría en 1934, con la renuncia de Heidegger al rectorado y su desilusión no moral ni política ante el nazismo ‒al que seguiría oficialmente afiliado hasta 1945‒, sino filosófica.
¿Y si el modelo nazi de poder hubiera prometido un acontecimiento de emancipación metafísica que al final hubiera sido terriblemente incapaz de cumplir?
Fue Peter Sloterdijk, uno de los más lúcidos lectores de Heidegger, quien insistió en analizar mejor aquella postura que, a partir del “giro” de postguerra heideggeriano, se concentró en la poesía y en la crítica de la tecnificación del mundo ‒compartida con uno de sus adversarios contemporáneos, Theodor Adorno, y asunto de la entrevista póstuma en el diario Der Spiegel en 1976, en la que Heidegger dijo que “la cibernética” había ocupado el lugar de la filosofía‒ en la medida en que, como dice Sloterdijk, criminalizando a toda la civilización occidental “tratamos de desdibujar las huellas que traicionan hasta qué punto éramos los representantes de un sistema basado en el genocidio de clase”. Para eso, la acusación de nazi contra Heidegger ‒que Arendt y Jaspers reconocerían, al menos por su parte, libre de antisemitismo‒ debe evitar transformarse en la negación (indudablemente torpe) de pensar la filosofía de Heidegger. Ahí es donde el filósofo Miguel De Beistegui define el largo silencio del autor de Serenidad sobre su experiencia con el nazismo como una demostración de que “tras haberse quemado los dedos con la política, sus esperanzas quedaron depositadas en los recursos ocultos del pensamiento, el arte y la poesía, cuyo poder histórico y fatídico consideraba mucho mayor que el de la política”.
¿Y si la filosofía de Heidegger no hubieran cambiado después del nazismo sino más bien continuado su cauce inevitable?
Pero es otro filósofo, el norteamericano Bret Davis, quien recolecta algunas coordenadas analizadas por otro célebre lector de Heidegger, Jacques Derrida, y las lleva a mayor profundidad: ¿y si la filosofía de Heidegger no hubiera cambiado después del nazismo sino más bien continuado su cauce inevitable? En ese punto, la pregunta abstracta por el ser encuentra su fricción con la pregunta concreta por la historia. ¿Y si el antagonismo entre las posibilidades del individuo particular y la totalidad propuesta por el poder estatal fuera la característica fundamental e irreconciliable de la sociedad moderna? O, en otros términos, ¿y si el modelo nazi de poder hubiera prometido un acontecimiento de emancipación metafísica terriblemente incapaz de cumplir? Desde ahí es que Slavoj Žižek sugiere que “donde más se acercó Heidegger a la verdad fue donde más erró”, precisamente porque a partir del hiato de su propia filosofía Heidegger habría confundido lo que pudo haber sido una auténtica revolución en las formas de concebir el estado, el territorio y la identidad con lo que resultó el obsceno totalitarismo nazi, cuyos máximos horrores se desnudarían tras la guerra (para la que en noviembre de 1944, como parte de las últimas reservas alemanas, Heidegger fue desplazado a la orilla derecha del Rin).
La tecnología como fuerza deshumanizadora de la Modernidad se transformaría en uno de los temas de la reflexión heideggeriana. Y en el siglo XXI es la etapa más inmediata de su pensamiento.
Después de 1945 y terminada la desnazificación, la influencia de Heidegger sobre nombres como Jean-Paul Sartre o Jacques Lacan iba a ayudar a rehabilitar bastante pronto su figura como eminencia del pensamiento universal, aún cuando la «sombra del pasado» había llegado a costarle el ejercicio de la docencia. Por su lado, la crítica a una tecnología encumbrada como principal fuerza deshumanizadora de la Modernidad ‒tema que continuó a su manera el francés Gilbert Simondon y que hoy todavía inspira buena parte del trabajo de estudiosos de Heidegger como Byung-Chul Han‒ se transformaría en uno de los temas principales de la reflexión heideggeriana, y esa es, ya en el siglo XXI, y a la luz de asuntos como la biogenética o internet, probablemente una de las etapas más inmediatas de su pensamiento. En tal caso, ¿qué susurra hoy esa preocupación? Por un lado, una interrogación genuina sobre lo humano ante la seducción de la tecnofilia, pero también el riesgo de que se juzgue al hombre en relación con la técnica por lo que ya no es, y se responsabilice de eso a la técnica. De ahí que una de las críticas más delicadas al autor de ¿Qué significa pensar? haya sido que cuando él veía a la agricultura transformándose en “industria motorizada de la alimentación”, como dijo en una célebre conferencia en 1949, aquello no podía ser, como sostenía Heidegger, “en esencia, lo mismo que la fabricación de cadáveres y cámaras de gas”. Acorralado una y otra vez por su historia, y sin embargo capaz aún de demostrar en casi cualquier página escrita por qué sus propios alumnos lo llamaban «el rey secreto de la filosofìa», es el propio Heidegger quien casi a manera de una exoneración escribió tambièn en sus Cuadernos negros que “el errar es el regalo más escondido de la verdad”///////PACO