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Viene de la Parte 1.

Durante los mismos años en que Yugoslavia se estaba desintegrando y los barras del Estrella Roja masacraban musulmanes y cristianos por los Balcanes entonando alegres cánticos de guerra atávicos y preindustriales, Margaret Thatcher estaba sentando las bases para la transformación del fútbol en el espectáculo global, hiperconsumista y gentrificado que conocemos hoy en día como Premier League.

Esta historia es conocida pero no por eso menos horrible.

Thatcher ocupó el cargo de Primer Ministro del Reino Unido entre 1979 y 1990. Sus orígenes populares, muchas veces exagerados por sus defensores, no matizaron el profundo desprecio que sentía hacia la clase trabajadora y la cultura obrera, acaso como consecuencia natural de sus convicciones feministas y liberales que la llevaba a caracterizar ese mundo de atrasado, ocioso, machista, bruto y sanguinario.

Si Thatcher tenía un objetivo, al inicio de su gestión, era destruir los sindicatos en Inglaterra para siempre. Para lograr esto lanzó, inicialmente, una cantidad de nuevas leyes que permitían a los empleadores despedir huelguistas, redujeron la indemnización por despido, prohibieron a los trabajadores hacer paro en apoyo de otros trabajadores, derogaron las protecciones que impedían que los tribunales confiscaran fondos sindicales y fijaron a los sindicatos enormes sanciones financieras por incumplimientos menores. “Clase es un concepto comunista. Agrupa a la gente en grupos y los pone a unos contra los otros. La moral es personal. No existe la conciencia colectiva, la bondad colectiva, la solidaridad colectiva, la libertad colectiva. Hablar de justicia social, de responsabilidad social, quizás sea fácil y nos haga sentir mejor, pero no nos absuelve de la responsabilidad individual”, dijo en 1981.

Sin embargo, cambiar las leyes no era suficiente. En la mente macabra de Maggie The Witch era necesario dar a la sociedad ejemplos concretos. El gobierno, por lo tanto, se fijó rápidamente infringir una serie de derrotas definitivas a algunos sindicatos claves y alentó a los empleadores a enfrentarse a ellos. 

En 1980 la Unión Siderúrgica perdió una huelga de trece semanas con un costo de miles de empleos para el sector. En 1983 el gobierno inició la ofensiva contra la industria naval, que luego de idas y vueltas finalizaría con su declive y privatización definitiva en 1988. Luego, en 1984-85, Thatcher destruyó a los mineros, el sindicato probablemente más fuerte de Inglaterra en ese momento. Su victoria fue casi total. Pero mientras el humo del carbón lentamente desaparecía y las cenizas de la guerra se asentaban, Thatcher viró su atención hacia otro mundo que depreciaba: el del fútbol.

“Mrs Thatcher saw football as a kind of working class industrial wasteland. One of those rust bucket industries that she wanted to kick into touch like the miners and the trade unions and the shipbuilders”.

Los tambores de la Guerra sonaban a lo lejos.

La liga inglesa en esa época era, efectivamente, una especie de páramo zombie. Aunque mucha gente mostraba interés en el deporte, la asistencia a los estadios venía mermando porque las condiciones de los estadios eran malísimas -paredes descascaradas, tribunas en mal estado, pis ácido corroyendo el revoque de las paredes- y un clima de ligera violencia amenazaba con manifestarse a la menor provocación.

El contexto fue muy favorable para Thatcher porque ese año de 1985 el fútbol inglés ofreció espectáculos de violencia y horror que aún hoy perviven en la memoria colectiva. El Kenilworth Road riot, la batalla campal entre fanáticos del Millwall y el Luton en un partido de cuartos de final de la FA Cup (47 heridos), el tremendamente hermoso incendio del Bradford City Stadium (56 muertos) y la muerte de un chico de 15 años, Ian Hambridge que había ido a ver su primer partido de fútbol con su papá, en un enfrentamiento entre hinchas del Birmingham y del Leeds. 

El 1 de Abril de 1985, April’s Fool Day, Thatcher, probablemente not in the mood para boludeces, presentó a la federación inglesa de fútbol un plan de seis puntos que más que sugerencias eran demandas y que incluían la introducción de identificaciones biométricas en los accesos a los estadios, reforzar los vallados, eliminar parte de las populares y poner cámaras en todos los estadios. Los clubes se opusieron.

Entonces sucedió la tragedia de Heysel. Ese día miembros de la barra del Liverpool, que se enfrentaba en la final de la Copa de Europa contra la Juventus, provocaron disturbios que terminaron con 39 muertos, 32 de los cuales eran seguidores del equipo italiano, cuatro belgas, dos franceses y un británico.

Ignorando el hecho de que Stade du Heysel (hoy llamado Estadio Rey Balduino en honor al monarca que perdió los territorios del Congo, Ruanda y Burundi durante la década del ’60) en esos años era un edificio desmoronado que perfectamente podría haber quedado armónico en la escenografía de The Last of Us, la Primer Ministro no perdió tiempo en culpar a los fanáticos del Liverpool, sugiriendo incluso que los hooligans estaban oscuramente financiados por los intereses de potencias extranjeras comunistas en una masterclass de paranoia geopolítica, y amenazó casi de inmediato con retirar a los clubes ingleses de todas las competiciones europeas, cosa que cumplió y mantuvo hasta 1990, cuando la UEFA finalmente revocó la proscripción.

Rogan Taylor, el primer presidente de la Football Supporters Federation (FSF), un organismo que se creó para nuclear a los fanáticos y combatir las medidas de Thatcher en contra del fútbol, escribiría tiempo después: “It was Heysel that gave birth to the Premier League. Another organisation born out of tragedy.”

Y aunque la Dama de Hierro hubiese estado complacida de saber que en el futuro del fútbol estaba escrito no sólo una reducción significativa del vandalismo precapitalista que lo hegemonizaba por esos años sino su consolidación como una de las organizaciones más rentables del mercado global y una de las fuentes más confiables del soft-power británico, todavía le quedaba un trecho para pelear.

El 15 de Abril de 1989 sucedió la peor tragedia en la historia del fútbol inglés y la que cambiaría para siempre la historia del deporte: el desastre de Hillsborough, una avalancha en el partido de semifinales entre el Nottingham Forest y el Liverpool por la FA Cup que terminaría con 97 muertos y 766 heridos.

El desastre motivó las indagaciones conocidas bajo el famoso Taylor Report que estableció una serie de sugerencias para mejorar la seguridad en los estadios. Entre otras, que se prohíba la venta de alcohol, que se eliminen las rejas que separaban las tribunas del campo de juego y que se eliminen todas las populares (y con ellos, los paravalanchas) y se reemplacen por plateas para lograr estadios con el 100% de su capacidad para espectadores sentados. Estas recomendaciones se hicieron a pesar de que el informe reconocía que la responsabilidad de la tragedia recaía no en el diseño de los estadios sino en el director del operativo policial, David Duckenfield, que había solicitado abrir la puerta C de acceso para aliviar el exceso de gente en las inmediaciones, trasladando la marea de asistentes al interior.

La publicación del Taylor Report junto con la promulgación del Football Spectators Act del mismo año, una valiosa pieza de ingeniería parlamentaria salida de la think tank anti obrero del Partido Conservador británico, en el que se establecía un sistema de identificación individual para cada persona que asistiera a un partido de fútbol y se fijaban penas muy altas a quienes tiraran objetos al campo de juego o gritaran cosas racistas u obscenas o ejercieran cualquier tipo de acto violento ya sea contra personas o contra la propiedad, incluyendo no solo actos físicos sino amenazas, o tuviesen fuegos artificiales en el estadio o en sus cercanías en los días de partidos y un gran etcétera de comportamientos represivos tipificados, además de introducir por primera vez una querida institución muy conocida en el fútbol argentino, el Derecho de Admisión, terminaron de destruir la vieja, respetada e inocente cultura del heroísmo, la valentía y los códigos de pandillas y sentaron las bases definitivas para la gentrificación del espectáculo y el nacimiento del negocio.

“La historia de la Premier League es la historia de la más salvaje fiebre del oro conocida. En poco más de 25 años, los veinte clubes que componen la liga incrementaron su valor combinado un 10.000%, de algo así como 100 millones en 1992 a 17 mil millones hoy.(…) La Premier League es una historia de eternos auges y caídas, no muy diferente a la historia de todas esas otras burbujas financieras sobre las que te advierten en las escuelas de negocios. La única diferencia es que, en este caso, la burbuja del fútbol nunca estalla”, escribe Joshua Robinson y Jonathan Clegg en The Club: How the English Premier League Became the Wildest, Richest, Most Disruptive Force in Sports////PACO

Continúa en la Parte 3.

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