I
En alguna reseña sobre Elizabeth Costello, de J.M. Coetzee, se dice que el libro surgió como un experimento de su autor. Cuentan que le ofrecieron sacar una compilación de ensayos ya publicados y que para eso, él inventó a Elizabeth Costello, una vieja escritora australiana, influenciada por Joyce que gozó del reconocimiento y la fama en su juventud. Para cuando Coetzee la presenta, ella ya es una anciana que sobrevive dando conferencias en distintos lugares del mundo. Cada escenario sirve para que Coetzee/Costello desarrolle un tema y de paso presente algunos datos de su propia biografía. Así, en los capítulos 3 y 4, el lector se entera que ella tiene dos hijos, que uno vive en Boston, y que está casado con una doctora en filosofía a la que su suegra no le cae en gracia.

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Para ser justos con Norma, Costello es de esas vegetarianas que mira con desagrado a los que comen carne y no se priva de explicar las razones de su elección alimenticia. Para una joven madre, preocupada por la nutrición de sus hijos, ciertos comentarios a los niños mientras el cadáver del pollo está sobre el plato, resultan, por lo menos, inconvenientes. Y el problema de la comida se complicará un poco más, cuando ella, al día siguiente de esta incómoda escena doméstica, tenga que pararse frente al auditorio de la universidad donde su hijo trabaja, a explicar las relaciones entre la filosofía, la poesía y justamente, la cosificación de los animales.

Formados en una cultura judeocristiana donde el alma trasciende y el cuerpo es un envase, sólo se escuchan voces indignadas con el “cambio en la mirada” de una de las actrices emblemáticas del cine norteamericano.

A lo largo de los dos capítulos, Costello se enfrenta con un auditorio hostil que la mira un poco burlón y la escucha condescendiente, sin tomársela muy en serio. Tampoco caerá en gracia cuando diga, por ejemplo, que el crimen del Tercer Reich fue tratar a sus víctimas como bestias, en detrimento de las bestias. Así, después de dos jornadas agotadoras, John, su hijo, la lleva al aeropuerto, apurando el fin de la visita. Pero justo antes de subir a la autopista, sucede algo extraño. A partir de la conversación que están teniendo, él de pronto, siente compasión por su madre. No es simple lástima, es algo más, es la certeza del joven de que ella está vieja, que no importa cuánto milite para detener la matanza de seres vivos, porque al fin y al cabo lo que a ella le preocupa es la certeza de la fragilidad, vejez, decrepitud y muerte de todos los cuerpos. Lo que atraviesa a Costello es lo inevitable de lo viejo, por eso, su hijo apaga el motor y la abraza, “Inhala el olor a crema limpiadora y a carne vieja. Tranquila, le susurra al oído. Tranquila. Pronto se acabará”. Es simple, el cuerpo viejo huele, es desagradable al tacto y a la vista, y en algún momento dejará de funcionar, evitándole a sí mismo y al resto, el inconveniente de tener que convivir con él. Quien conozca algo de la obra de Coetzee sabe que este es un tema recurrente en cada uno de sus libros: vejez y decrepitud, y en consecuencia rechazo, propio y ajeno, son las maneras en las que el hombre llega al fin de sus días.

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II
Como la de Renée Zellweger hace unos meses, la foto de la actriz Uma Thurman casi irreconocible después de pasar por el quirófano hizo que se volviera a hablar de las intervenciones sobre el cuerpo. Muchos de esos debates recaen, una y otra vez, en una especie de disyuntiva humanista donde se opone “el bello interior de las personas” a la “banalidad de la belleza artificial”. Formados en una cultura judeocristiana donde el alma trasciende y el cuerpo es un envase, sólo se escuchan voces indignadas con el “cambio en la mirada” de una de las actrices emblemáticas del cine norteamericano. Porque al fin de cuentas, la paradoja del asunto es que el bisturí, sublime instrumento que la medicina moderna toma como su herramienta más preciada, denunció aquello que se quería tapar. A mayor modificación de los rasgos originales, más claro el paso del tiempo. Todo sucede como si, ahora, la vejez, atravesada por las intervenciones sobre el cuerpo, en lugar de mejorarlo, lo pusiera más en evidencia. Si antes el signo de la vejez por excelencia eran las arrugas y la carne fláccida, ahora es mostrada por párpados estirados artificialmente o pieles con texturas imposibles. Lo que indigna a los observadores de las fotos es la “mala praxis”, nadie cuestiona la negativa a envejecer. En esa imagen se condensa toda la ira de la modernidad por su imposibilidad de tapar el deterioro.

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Lo que indigna a los observadores de las fotos es la “mala praxis”, nadie cuestiona la negativa a envejecer. En esa imagen se condensa toda la ira de la modernidad por su imposibilidad de tapar el deterioro.

Nadie quiere envejecer, es un hecho, aunque las mismas voces indignadas digan que las arrugas son sinónimos de experiencia y que por nada del mundo volverían a tener 20. Esta falsa irritación  choca una y otra vez con la prueba cada vez más amplia de un mercado que ofrece una batería infinita para “retrasar” el paso del tiempo. Desde cremas humectantes, vitaminas, fitness hasta intervenciones quirúrgicas, cada práctica promete juventud eterna. Y la juventud, por definición es el atributo que habilita a formar parte del mercado del deseo. Pero como en las góndolas hay espacio y tiempo limitado, es necesario que el stock se renueve de manera permanente. La naturaleza por su cuenta, se ha ocupado de esta tarea. ¿Cómo conciliar entonces este proceso evolutivo con un discurso que le pone freno a cada radical libre oxidado de la piel madura? En el núcleo de la pregunta está la certeza de la muerte. Por eso el hijo de Costello la consuela con la promesa de un final aliviador. No hay manera de escaparle y salvo que el fin de la vida se produzca por causas violentas, la antesala de ella, siempre es el deterioro de eso que en algún momento fue atractivo. El enojo y la burla que despiertan las fotos de las caras intervenidas se sostiene menos una demanda por la pérdida de los rasgos originales, y más en la prueba fehaciente de que no se puede escapar de la vejez. Esa cara deformada por la medicina, disciplina que la modernidad inventó para salvar al hombre, a su envase, y a todo lo que lo rodeaba, construye la máscara más terrorífica que se haya podido imaginar. El gesto artificial de la cara (mal) tallada es la marca inevitable de la muerte/////PACO