A cien años del nacimiento del crítico y ensayista francés Roland Barthes (1915-1980), lo que su nombre sigue diciendo es que la lectura es un ejercicio tan creativo e imaginativo como la escritura. Y esa cuestión no es menor cuando, gracias a herramientas cada vez más inmediatas y criterios cada vez más elásticos, cualquiera con la posibilidad de hacerlo se presenta como el creador de un lenguaje valioso, aunque se trate de “esa espuma del lenguaje que se forma bajo el efecto de una simple necesidad de escritura”, como escribe Barthes en
El placer del texto (1973). Por su lado, capaz de leer con igual atención y perspicacia los signos con los cuales se expresa el amor ‒“la frase te amo siempre es una cita”‒, pero también aquellos con los que la moda crea sus códigos, la literatura inventa una tradición y la cultura sostiene sus propios sentidos, una de las principales virtudes de Roland Barthes fue haber usado su permanente equidistancia entre uno y otro lado para trasladar desde el hermetismo de las aulas hacia las calles el mismo interés que animó a su trabajo. Y eso lo hizo al formular una única pregunta en común: ¿qué dicen los signos que nos rodean? ¿Y cómo comunican ‒bajo qué sombras y con qué luces, con qué intereses y con cuántas virtudes‒ aquello que esos signos dicen a nuestro alrededor?

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La lectura es un ejercicio tan creativo e imaginativo como la escritura. Y esa cuestión no es menor cuando cualquiera se presenta como el creador de un lenguaje valioso, aunque se trate de “esa espuma del lenguaje que se forma bajo el efecto de una simple necesidad de escritura”.

Parte de una generación entre la que circulaban nombres poderosos del pensamiento como Claude Lévi-Strauss, Jacques Lacan, Jacques Derrida o Michel Foucault, el interés de Barthes por una escritura que, sin resignar nada a la fuerza del estilo, pudiera acercarse a la mayor cantidad de lectores sobrevive en el éxito sostenido a través del tiempo de libros como El grado cero de la escritura (1953), Mitologías (1957), El sistema de la moda (1967) y Fragmentos de un discurso amoroso (1977), textos que ayudaron a dar a la semiología ‒disciplina que estudia los signos y en la que Barthes dejaría una huella‒ un alcance de dimensiones casi populares. A veces confesional, muchas veces aforístico y siempre preciso, el poder reflexivo de Barthes ante la escritura seduce precisamente por su capacidad para iluminar lo que la simple distracción haría pasar nada más que por mera intuición. “La escritura es esto: la ciencia de los goces del lenguaje, su kamasutra”, escribe, por ejemplo, en El placer del texto acerca de aquello que tiene (o no) el poder de convocar al lector y aquello que apenas puede aburrirlo con un murmullo, para añadir entonces que “de esta ciencia no hay más que un tratado: la escritura misma”.

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Un buen punto de partida para comprender esa relación íntima con la lectura y la escritura es su autobiografía, Roland Barthes por Roland Barthes , anverso de Roland Barthes, la biografía de Tiphaine Samoyault.

Un buen punto de partida para comprender esa relación íntima con la lectura y la escritura es su autobiografía, Roland Barthes por Roland Barthes (1975), anverso casi obligatorio ante Roland Barthes, la nueva ‒y al parecer definitiva‒ biografía publicada este año por la francesa Tiphaine Samoyault. Marcada por la precoz muerte paterna, la enfermedad, la lectura, la homosexualidad que pretendía esconder a su madre y la obsesiva indagación de todos los discursos a su alcance, la vida de Barthes incluyó sociedades intelectuales como la que tuvo con el novelista Alain Robbe-Grillet y discípulas como Julia Kristeva. Tras la muerte de su padre durante la Primera Guerra Mundial en 1916, Barthes se acomodaría durante toda su vida a la presencia materna y a una “familia sin familiarismo”, como él mismo escribe. Los largos padecimientos por la tuberculosis, que iban a liberarlo de cualquier deber militar durante la Segunda Guerra y, al mismo tiempo, obligarlo a diversos períodos de internación y encierro, empezarían antes de cumplir los 20 años, aunque ya antes “de niño, me aburría y mucho. Esto empezó visiblemente temprano, continuó toda la vida por rachas (cada vez más infrecuentes gracias, en verdad, a los amigos y al trabajo), y es algo que siempre se notó. Es aburrimiento aterrorizado que llega al desasosiego: así es el que siento en los coloquios, las conferencias, las veladas en el extranjero, las diversiones en grupo: en todas partes donde el aburrimiento es visible. ¿Será el aburrimiento mi histeria?” Formado en lenguas clásicas y en gramática, su carrera profesional ‒que tuvo un breve paso como docente y bibliotecario en una institución francesa en Rumania‒ alcanzó la cima del reconocimiento a finales de los años setenta, cuando fue admitido como profesor en el Collège de France, la institución académica más importante de su país.

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Formado en lenguas clásicas y en gramática, su carrera profesional ‒que tuvo un breve paso por Rumania‒ alcanzó la cima a finales de los años setenta, cuando fue admitido como profesor en el Collège de France.

Como señala Tiphaine Samoyault, una prueba del éxito de su voz más allá de la comunidad académica en los cursos y los seminarios se refleja en el recorrido de un libro como Mitologías, el más exitoso de todos los que editó en vida y que en 1970 se seguía publicando con un volumen de 300.000 ejemplares en ediciones de bolsillo. Barthes aún no se recuperaba de la muerte de su madre en 1977 cuando, al salir de un almuerzo con el candidato François Mitterrand, y mientras cruzaba la Rue des Écoles, delante del Collège de France, la camioneta de una lavandería lo atropelló y, tras un mes de agonía, murió por complicaciones pulmonares en 1980, a los 65 años. Lo trivial del accidente y el confuso encadenamiento de sucesos que terminaron en el peor desenlace no tardaron en prestarse a diversas lecturas “barthesianas”, aunque parece haber sido el propio Barthes quien mejor percibió lo que podía pasarle. «Mi madre me hacía adulto, no niño. Desaparecida ella, vuelvo a ser niño», escribe en el singular Diario de duelo recuperado por Samoyault.

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Que un texto pudiera leerse más allá de los determinismos dictados por la historia, la política o los juicios de los propios autores significaba que lo literario podía desobedecer y desgarrar incluso aquello que aseguraba representar.

Durante su vida como crítico y ensayista, el trabajo académico de Barthes se había caracterizado por utilizar las bases del estructuralismo, sobre el que inauguralmente habían funcionado la lingüística y la antropología del siglo XX, como plataforma para un tipo de análisis de textos capaz de interrogar lo que él mismo llamaba “los estremecimientos del sentido”, y que en la práctica se enfrentaba a “la molicie de las palabras grandilocuentes”. La idea de que un texto pudiera leerse más allá de los determinismos dictados por la historia, la política o los juicios de los propios autores ‒“La muerte del autor” es el título de uno de sus textos breves más conocidos‒ significaba que lo literario, como objeto autónomo y dotado de reglas propias, podía ser capaz de desobedecer y desgarrar incluso aquello que aseguraba representar. De ahí surge, por lo tanto, la importancia vital del lector y su llamado a la inteligencia, en especial frente al gran abanico de discursos sociales (a su manera, la moda, la imagen, la publicidad e incluso las relaciones crean su propio discurso y sus propios signos). Ese sería el marco general de una obra que “procede así por encaprichamientos conceptuales, enrojecimientos sucesivos, manías perecederas. El discurso avanza a través de pequeños destinos, a través de crisis amorosas. (Malicias de la lengua: encaprichamiento quiere decir también obstrucción: la palabra se le queda a uno en la garganta, por un rato”), recuerda Barthes en su autobiografía.

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Si esa novela se hubiera escrito, ¿cómo habría modificado el “placer del texto”? ¿Y qué habría significado ese salto definitivo entre el lugar del lector y el lugar del escritor, aquel que “loco no puede, sano no querría y solo es siendo neurótico”?

Dispuesto a leer aquello con lo cual se crean “los mitos de la vida cotidiana”, si Mitologías sigue siendo hasta hoy la puerta de entrada más amplia al mundo de Roland Barthes es porque, a pesar de los años, sus artículos todavía denuncian y dejan en evidencia aquello que él llamaba la Doxa: la suma de los lugares comunes con los que habla ‒y sin dudas sigue hablando‒ “la Opinión pública, el Espíritu mayoritario, el Consenso pequeñoburgués, la Voz de lo Natural, la Violencia del Prejuicio”. Leídas con atención, por ejemplo, las apariciones de platos voladores con los que la prensa amarilla se regodeaba en los años cincuenta servían a Barthes para analizar la “forma de un mito con el germen de un desarrollo planetario; si el plato, de artefacto soviético se volvió tan fácilmente artefacto marciano, es porque, en realidad, la mitología occidental atribuye al mundo comunista la alteridad de un planeta”. De la misma manera, Barthes analiza motivos aún más contemporáneos, como la manera en que la industria del entretenimiento hollywoodense especula con posibles matrimonios entre estrellas nada más que para “tolerar la realidad carnal de la pareja, bajo la garantía de un matrimonio hipotético”, o la manera en que las revistas femeninas apuestan a mantener bajo control a las mujeres (“en toda la actitud de Elle existe un doble movimiento: cerrar el gineceo primero, y entonces, sólo entonces, liberar a la mujer dentro de él”).

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Cualquiera que vuelva a Barthes todavía va a encontrar mucho que aprender.

Lector de Racine, Sade, Balzac, Brecht y Kafka, entre muchos otros, Barthes, que no dudaba en involucrar su propia persona en sus artículos ni en “mitologizar” su vida al momento de recordarla, nunca llegó a escribir una novela. Sin embargo, sus últimas lecciones en el Collège de France entre 1978 y 1980 ‒y editadas como libro en La preparación de la novela (2003)‒ parecían dispuestas a allanar el camino. Pero si esa novela en preparación se hubiera escrito, ¿cómo habría modificado el “placer del texto”? ¿Y qué habría significado ese salto definitivo entre el lugar del lector y el lugar del escritor, aquel que “loco no puede, sano no querría y solo es siendo neurótico”? Difusora de su obra en la Argentina, es también la crítica y ensayista Beatriz Sarlo quien escribe: “A lo largo de dos cursos, reflexiona sobre esa novela, que no sabe si escribirá (debemos creerle), como si se estuviera preparando para un viaje por un territorio que fuera a la vez familiar y desconocido. Barthes sabe todo sobre la novela, pero ha comenzado a pensarla desde otro lugar; lector y crítico, conoce la geografía, la historia y las costumbres, pero ahora es necesario desplazarse uno mismo, tocar, probar, dejarse ir en aquello que de sorprendente tendrá la experiencia”. Si el fruto de esa experiencia como novelista resulta hoy apenas una especulación, lo que por otro lado el trabajo de Roland Barthes sin dudas ha dejado firme es la reivindicación de la experiencia de lectura. Y esa es una experiencia que, a comienzos del siglo XXI, aún tiene mucho que decir y sobre la que cualquiera que vuelva a Barthes todavía va a encontrar mucho que aprender////////PACO