Hace poco me mudé a una casa mucho más grande. La casa había estado «okupada» por un inquilino con un hijo pseudo deficiente mental que debía años de alquiler y no se quería ir. Para evitar todo el papeleo judicial de un desalojo me junté con el matón del pueblo. Un abogado cincuentón ruludo que tiene departamentos en todo el mundo y «dicen» que ha llegado a mandar a matar «gente» para cumplir con sus objetivos. Mi planteo fue simple: «Necesito sacar a estos tipos de acá. Vos decime como hacemos». A las dos semanas la casa estaba desocupada.

Cuando entré por primera vez descubrí que el «okupa» con su hijo «disminuido» la habían hecho poronga. Un agujero de dos metros cuadrados sin azulejos en el comedor, listones de parqué arrancados, paredes descascaradas, alfombras despegadas y podridas, el baño de servicio inutilizado y el principal sin azulejos. Decidí contratar a un albañil e ir de a poco reparando algunas cosas y remodelando otras: como por ejemplo tirar abajo un altar que había en la cocina.

Cuando el albañil me avisó que ya había terminado con todo lo que habíamos acordado fui a corroborar y el tipo había hecho la mitad de las cosas. Le pregunté por qué y me dijo que porque los materiales no le alcanzaron. Me pareció raro, había calculado de más, para que sobraran. Le dije que esa misma tarde iba a comprar más materiales para que terminara y me respondió que no me hiciera problema que el tenía algunos materiales en su casa -incluidos unos azulejos celestes del mismo tono de los que habíamos usado para el baño-; conclusión: el tipo me había robado materiales.

Finalmente no terminó su trabajo. Como represalia decidí no pagarle $200 que le debía y por los que me amenazó vía sms en varias oportunidades. Contraté otro albañil. Me lo recomendó el peluquero de abajo. Un paraguayo que trabaja bien y rápido. El problema es encontrarlo. Me hizo dos trabajos y después no lo pude localizar más. Para no demorar más las reparaciones decidí pedirme unos días en el trabajo y ponerme a empastar algunos cerámicos, tapar unos agujeros con cemento, encuadrar los marcos de las puertas, sacar el mobiliario podrido dela cocina, hacer muebles nuevos. Con mi padre habíamos levantado, durante meses, una pequeña cabaña en las sierras de Córdoba. Quedó bastante horrible – con mis hermanos la llamábamos «La oscura cabaña del alma» – pero aprendía algunas nociones de albañilería. Uno de esos días que iba después de desayunar a tratar de terminar las improlijidades más visibles antes de comenzar a pintar, descubrí en el patio, apoyado contra la medianera, una montaña de media tonelada de escombros.

Para acelerar el tema de la pintura, compré una de esas pistolas que venden en la TV para pintar y resultó ser una cagada. Cubre y pinta rápido pero deja la pared toda grumosa. De a poco empezamos la mudanza y todas las personas que nos ayudaban a traer cosas cuando llegaban al patio me preguntaban qué iba a hacer con la montaña de escombros. Yo les respondía que de eso me iba a ocupar después de haber mudado todo. Una noche me golpeó la puerta el vecino. Me dijo que en la medianera que compartía conmigo -donde estaba apoyada la montaña de escombros- tenía una enorme mancha humedad que estaba creciendo. Le dije que no ni idea qué podía ser pero que le iba a decir al plomero que chequee los caños cuanto antes.

La mudanza ya estaba casi completa y la montaña de escombros seguía ahí. El perro dormía sus siestas echado sobre la cima. Y por las noches la trepaba y la bajaba con descontrol.  Ayer vi que un vecino que está en remodelación puso un container en la puerta de su casa. El problema con los escombros es que no se pueden sacar a la calle porque el basurero no se los lleva. Ese container me pareció la perfecta oportunidad de deshacerme de mi montaña de escombros. Compré unas bolsas para escombros y paleé por más de cuatro horas seguidas. El perro me miraba sin entender. Llené veinte bolsas.

diego

Como a las nueve de la noche, sin gente en las calles, saqué una de las bolsas de escombros -si la cargaba abrazándola contra el pecho no pesaba tanto- y la tiré al container. La pizzería de la esquina estaba abierta y tenía un par de mesas en la vereda con clientes que me miraron cuidadosamente. Decidí esperar hasta que cerrara la pizzería para llevar las otras diecinueve. Calculé que si me acostaba y me levantaba a las dos de la mañana no tendría espectadores. Me bañe y me fui a la cama. Me desperté hoy a las ocho y cuando salí a comprar algunas cosas al supermercado vi que ya se habían llevado el container. Ahí está la montaña de escombros repartida en diecinueve bolsas en el patio que me entregó destruido el «okupa» con su hijo «disminuido». El perro sin la montaña hoy está un poco más deprimido que de costumbre y duerme la siesta en sobre el estucado.///PACO