Viajes


¿Ya llegamos a la India?

1. Hay un episodio extraordinario narrado por Plutarco en Vidas Paralelas que resume el final de Alejandro Magno como conquistador invicto de Europa, Egipto, Oriente Medio y Asia. La biografía del rey macedonio parece electrificada por una pulsión que lo llevaba a desplazar cuanta frontera se presentara en su camino. Con apenas veinte años unió a los micénicos, aplastó a los persas y en cada conquista organizó matrimonios masivos que aseguraban el mestizaje de su ejército y la estabilidad de su hegemonía. Fue todo viento en popa hasta que llegó a la India. Los griegos no estaban acostumbrados a combatir elefantes, mucho menos a soportar el calor y la fauna exótica de Punyab. La zona estaba habitada desde el neolítico y había ciudades como Mohenjodaro que superaban los cincuenta mil habitantes hacia el 2000 antes de Cristo. A la llegada de Alejandro ya había muchos, pero muchos indios, y cuando el emperador ordenó cruzar el Ganges su ejército se amotinó. Los macedonios estaban hastiados, el clima ponía los nervios de punta y la retirada fue igual de traumática. “Las graves enfermedades”, cuenta Plutarco, “el pésimo régimen de vida, los ardientes calores y sobre todo el hambre los fueron diezmando mientras atravesaban un país estéril, cuyos habitantes llevaban una vida miserable y poseían unos pocos corderos raquíticos que tenían costumbre de alimentar con pescados de mar, y cuya carne era maloliente y de ínfima calidad”. Al parecer los soldados solo descansaron al pisar Gedrosia, o sea la actual Pakistán. Alejandro se replegó en Babilonia y murió pocos años más tarde. No conoció la derrota en el campo de batalla pero sí en un paisaje específico; para nosotros, los occidentales, el fracaso de esa campaña histórica funda el mito de la India como una aventura hacia lo desconocido.

2. Saqué un pasaje a Nueva Delhi de forma intuitiva –estaba de oferta– aunque preparé el viaje como si fuera un final de la facultad. Leí a Plutarco, artículos de Pankaj Mishra y guías Lonely Planet para hacerme una idea más o menos precisa de mi destino. Nada fue como esperaba. El primer abismo teórico estaba en el aire: ningún pronóstico anticipó la diferencia entre la temperatura real y la térmica, que en el norte de India supera fácilmente los quince grados. Por lo que llegué a la estación central a las seis de la mañana con el termómetro marcando 45 y el barómetro a punto de reventar. Creo que en esa atmósfera había tanta cantidad de nitrógeno y oxígeno como de neblumo y vapor de agua. Una bruma viscosa que se atraviesa entre el tránsito frenético y la sombra de los linyeras que agonizan en los recovecos de cemento, al resguardo del sol y de las motos y a pocas horas de una muerte segura. No exagero; algunos cirujas duermen inmóviles, boquiabiertos y desnudos bajo un ejército de moscas que succionan su transpiración para aliviar la sed del verano. Los cuervos están ahí, al acecho, relojeando esa miseria prometedora en las inmediaciones de la estación. 

Atestar ese estado de emergencia revuelve el estómago pero en Delhi todo se vuelve síntoma de la normalidad. Dejemos de lado el hambre y en la ciudad mueren quince mil personas al año solo por enfermedades respiratorias derivadas de la polución. Según la OMS, la capital india rankea el peor aire del mundo. Una brisa de julio es el aliento de un tigre de Bengala hambriento aunque no es su densidad lo que más abruma, sino el volumen del rugido. En Delhi la bocina es casi tan importante como el pedal de aceleración y ambos mecanismos son presionados al unísono. Es una forma de comunicación, un lenguaje, una filosofía. Toco bocina, luego existo. En el remolque de los camiones hay fileteados que rezan blow horn y el resultado es similar al de las vuvuzelas que rajaban los estadios del mundial de Sudáfrica. Una estridencia bajo la cual agonizan, en silencio, los macacos, los perros y los linyeras. Tocá bocina: en Paharganj, el barrio de ripio y carteles neónicos donde me alojo, la acumulación de ruido promedia los 75 decibeles. En autopistas, dice el mismo estudio, el estruendo supera los 110. 

3. La característica fundamental de la lógica indostánica, y que más la diferencia de la aristotélica, es su esquema del silogismo, que en un comienzo consta de cinco proposiciones en vez de tres. El esquema general es: “1- en la colina hay fuego 2- porque hay humo 3- donde hay humo hay fuego, como en una cocina 4- así es la colina 5- por lo tanto, en la colina hay fuego”.

4. ¿Cómo se configura la capital del país más poblado del mundo? En 1922 Hermann Hesse publicó Siddhartha, relato alegórico de un joven de casta brahmán que vaga por los bosques de la India para luego entregarse al sexo, las drogas y el alcohol y al fin adoptar un aire redentor, envejeciendo junto a un río y suscribiendo los principios hinduistas por sobre las enseñanzas de Buda. El reverso de esa aventura zen es el monólogo sarcástico de The White Tiger, la novela de Aravind Adiga que ganó el Booker Prize en 2008. Casi un siglo posterior a Hesse, el debut de Adiga expresa el autodescubrimiento como fisura de un sistema social asentado en la miseria y opresión extremas, un sistema que está vagamente calcado sobre la estructura de castas y que es supervisado desde las mansiones postcoloniales de Nueva Delhi. Sobre ese sincretismo de lucha de clases y devaluación espiritual se pinta un retrato arltiano de la capital. “Nuestra nación”, dice el narrador de The White Tiger, “aunque carece de agua potable, de electricidad, de cloacas, de transporte público, de sentido de la higiene, de disciplina, de cortesía y de puntualidad, sí cuenta con empresarios. Miles y miles”. Esa oscilación entre las expresiones del capitalismo contemporáneo y los más austeros paisajes de la antigüedad define la temporalidad insólita de las ciudades indias. Delhi no solo revela la dualidad opulencia/marginalidad típica del cuarto mundo, sino que refracta complejas oposiciones de diversas épocas y religiones en el esquema poliédrico de sus barriadas. Sí, hay una acumulación de barrios posh como Jor Bagh y Defense Colony en el sur y hay villas inmensas en el extrarradio como Bhalswa o Sangam Vihar, pero la ciudad tiene forma espiralada y por momentos parece un remolino de cemento que se retuerce como una cobra naja y se regenera como un juego de computadora, actualizando el mapa a medida que el usuario avanza y se interna en sus calles polvorientas, en sus zanjones saturados de basura fosilizada y almacenes mal iluminados. 

Imaginarlo es difícil: la población supera los 35 millones de habitantes y cualquier paseo linda en el delirio. El casco histórico es un hormiguero de pasillos estrechos y ferias levantadas alrededor de una mezquita bermellón que los mogoles bautizaron Jama Masjid. A pocos kilómetros se encuentra el mausoleo de su emperador Humayun. Es probable que los hindúes quisieran estar a esa altura y entonces levantaran el Akshardham, un templo colosal y refinado como los de herencia musulmana pero diseñado en 2005. Visitarlo es un alivio porque su explanada es enorme y deja correr un viento excepcional. Las paredes de mármol diluyen el calor a la vez que emulan un sitio arqueológico en impecable estado de conservación. Piedras preciosas, altares de oro, elefantes tallados en roca caliza. A pocas cuadras de ese retiro corre el Yámuna, un río inhóspito y tropical ante el que Delhi se detiene como si advirtiera una orilla demasiado blanda y peligrosa. Desde las ventanillas del metro y en las inmediaciones del cauce se ven pequeñas granjas, tolderíos, economía de supervivencia que contrasta con el horizonte de smog y concreto. En la cultura hindú, el río siempre es una expresión sagrada. En Siddhartha tiene una cualidad animista y permite al personaje entender el comportamiento del tiempo y los valores fundamentales de su vida. La novela de Hesse es anodina y socrática pero la menciono por uno de sus pasajes gloriosos, un párrafo que resume el estado de Iluminación del protagonista con una sintaxis capaz de expresar la forma de lo simultáneo. Se trata de una enumeración que pivotea sobre el pretérito de “ver” y que Borges calcó para describir el Aleph en su cuento homónimo. Y vio su figura irisada de luz… Esa página presume la única manera de concebir, en la imaginación, una ciudad como Delhi. “La sabiduría que un sabio intenta comunicar a otros” dice Siddhartha al final del libro, “se confunde siempre con la locura”. Delhi es el grito de esa yuxtaposición demencial; pasado, presente, futuro: sonidos sincronizados en una transmisión que todos escuchan y nadie puede reproducir.

5. Los jainistas llegaron a sostener que el silogismo constaba de diez miembros, y no de cinco, pues a cada uno de esos cinco agregaban otro que lo fundaba o lo explicaba; los lógicos budistas, por el contrario, llegaron a sostener que constaba de solo dos miembros, y ofrecían este esquema: “Donde hay humo hay fuego, y acá hay humo”, sosteniendo que la conclusión es inútil porque no agrega nada al hecho en sí. 

6. El Yámuna nace de un glaciar de los Himalayas y empieza a virar hacia el este antes de confluir con el Ganges en la ciudad de Prayagraj. A medio camino entre ese punto y Delhi, los musulmanes levantaron la capital turística del país. El islam se extendió de Afganistán al subcontinente hacia el siglo XI pero alcanzó su esplendor en Agra en el XVI. Fue el emperador mogol Shah Jahan quien ordenó levantar el Taj Mahal en honor a su esposa favorita. Tagore definió el mausoleo como “una lágrima en la mejilla de la eternidad” y no es para menos. A veces el poder y el romanticismo conjugan una fuerza creativa inédita, aunque la genialidad siempre cede al apremio de la política. Parece que Jahan vivía deprimido por su difunta y su hijo, Aurangzeb, lo encerró en una torre donde pasaría el resto de sus días contemplando el sepulcro en la lejanía. Aquel fuerte remoto es uno de los puntos más hermosos para avistar el Taj aunque mi favorito es el Mehtab Bagh, un parque con decorados persas que se mantiene al otro lado del río. Desde esa orilla, hacia las siete, el monumento es un elefante acurrucado sobre un telón rosado. Lo curioso es que a esa hora la ciudad también pareciera replegarse y el tiempo descomponerse. En Agra hay una infraestructura específica para el afluente turístico, una serie de calles peatonales que bordea el Taj y una línea de subte donde los trenes pasan vacíos e impecables cada dos minutos, pero todo lo demás, cuando anochece, permanece anclado en el pasado. En la ribera seca del Yámuna, los baqueanos pastean rebaños de cabras mientras un par de turistas gatilla las últimas selfies del día. Alrededor de la cúpula planea un escuadrón de halcones en sentido horario; los animales se mueven como hipnotizados por una magia antigua, el centro está cubierto de murciélagos histéricos y entre las medianeras distingo filas de monos que trazan circuitos secretos en la altura, rebotando sobre los tinglados y balanceándose del cablerío. En las inmediaciones del Taj se extiende una medina también medieval: el humo de los escapes se confunde con el vaho de los sahumerios y las cocinas de los dhabas, las vacas respingan y se revuelcan en la mugre, los carniceros despellejan gallinas y discuten precios al sereno. Por regla general, los barrios de Agra son crípticos y austeros. Una mañana me veo escoltado por una turba de chicos en harapos que preguntan y repiten mi nombre a gritos, otro día me ofrecen bebidas fluorescentes mientras un pelotón de megáfonos desincroniza, a todo volumen, un coro de notas irreconocibles. Para volver al silencio hay que orbitar los grandes mausoleos mogoles: el Itmad-ud-Daula, la tumba de Akbar, el Taj Mahal. Cenotafios con inscripciones calígrafas y relieves florales en mármol y pietra dura. Explanadas inmensas y simétricas donde el viento corre y se memora lo sagrado.

7. Los lógicos budistas tardíos comprendieron que la negación implicaba una afirmación. Cuando decimos “acá no hay una cosa”, el sujeto de la negación es acá, y lo que de él negamos es la cosa. (…) Aún en el caso de los juicios existenciales negativos, algo se afirma. Sea, por ejemplo, el juicio “Dios no existe”. En este caso, si negamos su existencia, aparentemente no afirmamos nada, pero lo cierto es que afirmamos que Dios es imaginado o concebido.

8. El clisé del viaje espiritual a través de los enclaves hieráticos de India es el argumento de la quinta película de Wes Anderson, Darjeeling Limited (2007). El Raj británico trazó más de 70 mil kilómetros de vías férreas que atraviesan el subcontinente como un sistema nervioso y hay varias líneas de lujo y precios exorbitantes como en la que viajan los hermanos Whitman. El resto de los trenes de pasajeros alterna coches hacinados y sin aire con vagones de segunda y primera clase, refrigerados y equipados con cuchetas más o menos confortables. Es un transporte cómodo para atravesar la provincia aunque los diarios den cuenta de tres o cuatro accidentes graves al año. 

Desde el movimiento de esas ventanillas contemplo una postal desértica donde el vaho de los monzones empieza a secarse y los edificios adquieren un tenor ocre y arcano como en las fotos de Gregory Colbert. La capital del estado es Jaipur y despliega una serie de galerías rosadas donde se agrupan los rubros por zona; sus carteles son uniformes y empalagan la vista porque se enuncian en sánscrito. La calle es ruidosa y mugrienta aunque un poco menos que en Delhi. Hay una fuerza ancestral que en Rajastán suele bajar de la sierra, donde los mogoles y los maharajás del reino Marwar levantaron fuertes de extensiones colosales. Me gusta caminar esos sitios al atardecer porque el rojo satura la arenisca de las murallas y se refracta en los interiores palaciegos y en los senderos de sus jardines simétricos. Sin duda Jaipur es turisteada por el fuerte de Amber y sus alrededores pacíficos, casi atemporales, pero lo que más disfruto es el resplandor de la ciudad desde la noche del Nahargarh. Allá arriba, en medio de la oscuridad, descubro un contrapunto que mezcla bocinas, conversaciones, campanadas de templos hindúes y lecturas del Corán con el carraspeo incesante de las cigarras y los monos que acechan el sendero del cerro. 

“I guess we came here on a spiritual journey” dice el mayor de los Whitman, “but that didn’t really pan out”. En verdad solo es cuestión de tiempo para que los ruidos de un paisaje nuevo se refracten en el inconsciente del extranjero. El eco de una música extraña nos permite dimensionar el escenario donde dialogan nuestras inquietudes personales; esa es la trama invisible de Darjeeling Limited y la trama colateral de cualquier viaje en solitario a la India. En Udaipur, por ejemplo, bordeo lagos espesos bajo una resolana ansiolítica y asisto a un concierto folklórico de danzas igual de hipnóticas. La sala es pequeña pero está repleta de indios que corean las melodías con palmas y los números que se suceden como en un circo. Cuatro mujeres bailan con latas de querosén en la cabeza, un titiritero otorga vida a muñecos perturbadores y la bailarina étoile corre en círculos, balanceando una torre de vasijas de cerámica antes de detenerse, sobre un montón de vidrios rotos, y copiar el ritmo frenético del tablista con sus pies descalzos.

Parte de la película de Anderson fue filmada en esa ciudad principesca pero los planos más hermosos son de Jodphur. En sus barrios azules, bajo las puertas del Thar, la tranquilidad de la tarde es insólita. Desde la terraza de mi hotel cuento los barriletes que surfean sobre el viento del desierto y de lejos llega una música medio jaspeada por megáfonos vetustos. Cuando empieza el canto de los almuédanos, el altavoz hindú sube el volumen y ambos sonidos se disputan el rezo, superponiéndose y enredándose con los cometas que planean a un lado. Tengo un poco de nostalgia de esos días en Jodphur, del rumor de su rutina ceremoniosa y la luminiscencia del sol vespertino. Allá todo ocurre con el Mehrangarh de fondo, un castillo tan inmenso que parece una montaña dentro de otra, como el perfil de dos amantes bajo un cielo añil, medio plomizo, que la noche va enfriando de a poco.

9. Un objeto no puede darse en dos lugares del espacio ni en dos momentos del tiempo, pues la diferencia de lugar, o de momento, ya basta para que afirmemos que se trata de dos objetos y no de uno. Lo que llamamos un “objeto” es una serie (samtâna) de objetos, cada uno con su nota espacial, su nota temporal y su nota consistencia. El Yo también es una serie de objetos, aunque se diga de él que transmigra, que viaja en el samsâra…

10. La escena más perturbadora de Darjeeling Limited muestra a un chico arrastrado por la corriente de un río y la más cautivante describe su funeral en una aldea de ritmos pausados y camellos que descansan en la penumbra. La forma exquisita en que las culturas tratan a sus muertos revela un miedo insondable que nos une como personas; cuando un cuerpo desaparece es atroz porque impide una transición amable hacia el inframundo. El cameo de Anderson muestra al niño después de las abluciones, cubierto de mantas sobre las que alguien vierte un aceite que aviva la pira sagrada, dispuesta al borde de un lago. Las ceremonias retardan o evitan la degradación: los católicos y musulmanes preparan a sus muertos con cuidado pero los entierran, los parsis construyen torres de silencio donde los cuerpos son devorados por los pájaros y depurados por el sol. En el Bellas Artes de Buenos Aires hay una escultura de Barrias que siempre me fascinó porque sintetiza este dramatismo en su expresión más antigua: Les premières funèrailles. La sofisticación de esos ritos está mediada por gestos, símbolos y pequeños cuidados que nos dignifican. “Con onor muore chi non può serbar vita con onore” dice Madame Butterfly al final de la ópera. En la misma línea, la novela de Adiga comienza a orillas de Ganges mientras el narrador mira los restos de su madre consumiéndose en el fuego. “Su muerte era tan espléndida que comprendí, de repente, que su vida tenía que haber sido muy triste…”.

La ciudad donde los hindúes van a morir para cortar el ciclo de reencarnaciones es Varanasi. El cauce del Ganges es tranquilo y sobre la ribera hay escalinatas o ghats donde los peregrinos se bañan y queman el cuerpo de sus seres queridos. El agua ambarina y la playa de la otra orilla me recuerdan por momentos al Paraná. En el norte está el ghat de Manikarnika, como replegado tras las ruinas de varios shikharas. El aire se espesa en esas calles y la brasa se mezcla con sándalo para apaciguar el olor de la carne quemada. Desde un balcón distingo las piras, la expresión dormida de los muertos y las cabezas que resisten como última forma humana en un cúmulo de leña y huesos chamuscados. Un tipo me explica que en el ghat se creman doscientos cuerpos por día y que la calidad de la madera depende de lo que pueda pagar cada familia. Los comerciantes la pesan en antiguas básculas de hierro; para consumir un cuerpo se necesitan 400 kilos, dice el parroquiano, y la chispa de un fuego que se mantiene encendido hace cientos de años.

Toda la fauna de Varanasi recrea un juego de rol místico que el casi inexistente turismo de julio no llega a empañar. Es común salir a la calle y ver una procesión de hombres cargando un cuerpo inerte sobre un palanquín engualdrapado en seda amarilla, o caminar hacia el río y dar con los sadhus, unos eremitas cubiertos de ceniza que han renunciado a la vida material y fuman impasibles y semidesnudos en la sombra de los ghats. Hay aprendices religiosos que saturan el naranja de las calles principales, viejos que se agrupan en los rincones esperando su hora definitiva y vendedores que se me acercan blandiendo cobras y compoteras de flores fúnebres. Claro que en el extrarradio pujan los edificios modernos y alguna cadena tipo Starbucks, pero lo cierto es que preponderan los templos y las fogatas. Me gusta pensar que el viento arrastra esas cenizas al Ganges, que van diluyéndose en el agua hasta que el sol de mayo evapora el cauce y al fin todo se eleva hacia el cielo.

11. Los pensadores indios han coincidido en esto: la verdad no es simple concordancia del pensamiento con su objeto; la verdad está supeditada a la acción, y no puede haber verdad en que el pensamiento concuerde con objetos inexistentes o imaginarios. Lo propio del hombre es perseguir fines útiles, sin que esa utilidad deba entenderse necesariamente como utilidad práctica: hay un fin último supremo, que es la salvación, y a ese fin tiende el hombre.

12. Varanasi también es la ciudad donde transcurre Los Románticos (2000), la primera ficción publicada por Pankaj Mishra. Es una novela de iniciación muy lograda en la que el narrador vive leyendo a Flaubert y a Turguénev y recorriendo el campus semicircular de una universidad atestada de policías adolescentes y estudiantes guerrilleros. Luego se enamora de una francesa y se codea con un grupo de europeos hippies que recorren el país con una mezcla de estupor y condescendencia. “Sus viajes a la India tenían el carácter de aventuras sin peligro, de incursiones, a partir de bases seguras, en el mundo desconocido por el cual sintieron en otros tiempos una abstracta pasión política”. Creo que la histeria zen de esos personajes es una variable amena de quienes llegaron con Alejandro Magno y fueron expulsados por la gravedad indescifrable del subcontinente. Pero también hay quienes logran transitar la frontera y describir las diferencias y semejanzas entre ambos hemisferios. Pienso en Vicente Fatone, que ocupó varias cátedras en las universidades de Buenos Aires, del Litoral y La Plata y que fue embajador en Nueva Delhi durante la dictadura de Aramburu. Las citas en cursiva que intercalo en estos párrafos corresponden a La Lógica en la India, un compendio escrito hacia 1945 que revela, al margen de lo teórico, que las estructuras más básicas del pensamiento indio están muy alejadas de las fórmulas occidentales comunes.

Otro caso que me llama la atención es el de Katherine Boo, que en 2012 ganó el National Book Award con Behind the beautiful forevers. ¿Cómo hace una yanqui rubia y de ojos celestes para infiltrarse en una villa miseria de Mumbai? Es una incógnita. El libro describe la realidad de un sector que no solo sufre el despojo material del sistema, sino también la fulminación de sus lazos solidarios. En Annawadi se asesina a los niños enfermos por el costo excesivo de tratarlos y los conductores de rickshaws rechazan a una mujer recién quemada por miedo a que su piel estropee la funda de sus asientos. La descripción de esa ruina comunitaria me recuerda al non-fiction de Cristian Alarcón y Silvina Seijas sobre una villa del conurbano bonaerense. Concluyo que la trama de ambos libros es idéntica mientras espero mi vuelo de regreso en un caluroso dhaba de Mahipalpur, Nueva Delhi, y escroleo los titulares de mi país dedicados, casi exclusivamente, a diluir la agenda maniática del libertarismo. “Nosotros quizá no tengamos alcantarillado ni agua potable ni medallas olímpicas” decía el narrador de The White Tiger “pero tenemos democracia”. Volver a Delhi refuerza ese sâmsara de tribulaciones. Las ciudades indias, despojadas de su cultura prehistórica y sus religiones estrafalarias, se vuelven laberintos brutales. Es inevitable pensar que si la fantasía de nuestro gobierno se cumple, Buenos Aires también empezará a desmoronarse por la humedad y sus linyeras a descansar bajo un dosel de moscas y cuervos hambrientos. Si alcanzáramos ese punto, si los ghats del Plata se vuelven vacíos y difíciles de respirar, ¿Sabremos al menos honrar nuestros muertos?//// Gerona, agosto 2024.////PACO