Pandemia


¿Y si todos fuéramos antivacunas?

////

En Apocalipsis Now, el Coronel Kurtz, en su discurso sobre el horror, relata que en las fuerzas especiales participó en una misión humanitaria para vacunar contra la polio a los chicos vietnamitas de un campo, suponemos que refugiados. Al terminar, escuchó el llamado de un hombre llorando y regresó para ver una pila de brazos recién inoculados, cortados con un hacha. Ahora bien, si uno omite por un momento el horror y la violencia de este relato, ¿acaso quienes marchan negando la existencia de los virus y sospechando de las vacunas no son un ejemplo de que realmente existen estas formas de rechazo absoluto a lo que pretende hacer un bien? Tal vez un abordaje psicoanalítico podría aportar una mirada sobre este fenómeno, distinta de la argumentación científica y de las discusiones políticas o partidarias alrededor de los antivacunas.

Las epidemias, uno pensaría, son el momento más propicio para que disminuyan los discursos y los movimientos antivacunas. El miedo a enfermar, la anhelada cura o la inmunización nos harían festejar, por lo menos en teoría, cada avance en los desarrollos de vacunas y desear ansiosamente el momento del pinchazo. Aun así, es en estas coyunturas en donde el fenómeno antivacunas se alimenta y crece. Podría decirse que el movimiento antivacunas siempre fue una minoría y que, pobres ignorantes, se trata de personas que desconocen la ciencia, ese saber que, mágicamente convertido en evidencia, respalda su validez y su eficacia. Por lo tanto, deberíamos enseñarles a quienes niegan el valor de la ciencia que el saber triunfará sobre su ignorancia. El problema es que estos argumentos, aunque lógicos y bienintencionados, desconocen el principal motor de los movimientos antivacunas: el rechazo. En consecuencia, tal vez no deberíamos preguntarnos cómo convencemos o enseñamos a los antivacunas, sino cómo es que todavía no somos todos antivacunas.

¿Por qué creemos ciegamente en las vacunas? ¿Es porque conocemos los resultados de los estudios en fase 3? ¿Es porque comprendemos su compleja maquinaria microbiológica? A menos que hayamos pasado muchos años estudiando estos temas, es probable que, aunque creamos que sí, no lo sepamos, y aunque ahora estén a nuestro alcance los resultados de cada fase de la investigación y el desarrollo de las últimas vacunas, es dudoso que alguna vez nos hayamos puesto a leer los de la vacuna antivariólica o la BCG, si es que acaso sabemos de qué enfermedad nos protege. Por lo tanto, no son temas técnicos los que nos convencen; al contrario, confiamos sin preguntarnos mucho el por qué, y si lo analizamos brevemente, vemos que es una cuestión experiencial, sostenida más en la confianza a distintos otros (Estados, instituciones, médicos) que a un saber.

Pensemos en un ejemplo inmediato. Todos sabemos que la mayoría de los países tienen calendarios obligatorios de vacunación y que vacunan desde hace décadas a millones y millones de chicos. También sabemos que hay una enorme comunidad médica que avala el uso de estas vacunas y que hay instituciones específicas que se ocupan de verificar la seguridad y aprobar el uso de medicamentos. Incluso nosotros fuimos vacunados sin mayores problemas. Todos estos argumentos, débiles en su rigurosidad, pueden ser contestados con casos de borde, situaciones puntuales, casos de corrupción y demás. Por ello, ni para creer o rechazar las vacunas (o cualquier otra cosa) alcanza algún argumento puntual. Pero tampoco se trata de una sumatoria. De lo que se trata es de una disposición particular respecto a algunos otros.

La historia de los antivacunas, por lo tanto, es la historia del rechazo a las marcas del Otro. Desde que somos eyectados al mundo, algún Otro –para decirlo vulgarmente– quiere meternos cosas. Primero que nada, palabras, luego alimentos y al fin la cultura toda. Para algunos esto es demasiado, y desde el comienzo rechazan –forcluyen– las palabras, quedando muy limitados en su posterior adquisición: algunos casos de psicosis infantiles graves nos lo muestran. Otros lo hacen con el alimento, y si no pueden rechazarlo, lo devuelven. El vómito es de las primeras formas de rechazo, y no por nada es un síntoma paradigmático de la histeria, que denuncia al amo aunque sea de modo sintomático, rechazando lo que este querría forzar.

En el psicoanálisis, estas primeras introyecciones y rechazos fueron centrales para pensar la constitución del yo, el cuerpo y la realidad. Nada de eso está dado desde el comienzo, y se construye, entre otras cosas, mediante afirmaciones y rechazos. Así lo plantea Freud desde el comienzo: lo introyectado es yo, lo rechazado es no-yo. Melanie Klein, psicoanalista inglesa de influencia en Argentina, planteaba en la misma línea la introyección y el rechazo de los objetos con el pecho bueno y el pecho malo, es una articulación un poco más fantasiosa sin duda, pero no menos válida, incluso nos lleva a pensar el lugar que tiene en la cultura la mala leche. Por su lado, Lacan continuó este camino con el significante, lo que ingresa o se rechaza son significantes, hay distintos modos de rechazo, algunos más extremos que otros, estos definirán cómo se constituye un sujeto y el padecimiento que generan los distintos modos de retorno, porque lo rechazado –forcluido o reprimido– siempre retorna. Lacan decía, como Burroughs, que el lenguaje es un virus. Nos enferma y nos mortifica, pero generalmente no nos mata, quizás porque podemos formar anticuerpos, aunque en algunos casos nos hace falta alguna vacuna lenguajera que ayude a hacerlo, porque, así como vivimos con el pathos del lenguaje, también tenemos la palabra que cura y que calma. Como el lenguaje nos enferma, hay quienes fantasean con eliminar ese problema. Otro modo de rechazo: no fueron pocos los que buscaron el lenguaje perfecto, o la vuelta a la pura naturaleza.

La pregunta de cómo el rechazo a las vacunas no es universal tiene su antecedente en Lacan, cuando se pregunta, haciendo referencia a un paciente al que entrevistó en una presentación (y que sufría de lo que él mismo llamó “palabras impuestas”), cómo es que todos no sentimos que las palabras se nos imponen. El señor P. decía:

El discurso impuesto, es algo emergente que se impone a mi intelecto y que no tiene ningún significado en el sentido habitual. Son frases que emergen, de las que no se ha reflexionado, que no han sido pensadas anteriormente, (…) se impone en mi cerebro, lo emergente. Llega de golpe: “usted ha matado al pájaro azul”, “es un sistema anárquico”, frases que no tienen ningún significado racional en el lenguaje habitual y que se imponen en mi cerebro.

Tiempo después de la entrevista, Lacan se pregunta en su Seminario:

¿Cómo es que todos nosotros no percibimos que las palabras de las que dependemos nos son, de alguna manera, impuestas? (…) Se trata más bien de saber por qué un hombre normal, llamado normal, no percibe que la palabra es un parásito, que la palabra es un revestimiento, que la palabra es la forma de cáncer que aqueja al ser humano. ¿Cómo hay quienes llegan a sentirlo?

Debe ser realmente difícil vivir con el discurso impuesto, ¿cómo es que no nos pasa a todos? Podemos arriesgar alguna respuesta, partiendo por decir que un poco nos pasa. De algún modo u otro, se nos imponen las palabras. Creemos que no, que las pensamos, que estamos al mando, quizás al introducirlas en una trama y en un contexto nos parecen incluso producto de nuestra voluntad. Aun así, ¿a quién no le ha pasado encontrarse pensando en algo que no quisiera pensar? También tuvimos pesadillas, y aunque no lo llamamos imposición, ¿qué en mí decidió que debía despertarme angustiado en medio de la noche, de qué interior-exterior viene lo que se nos impone? Hay quienes creen que a las vacunas nos las imponen: si es obligatorio, es impuesto. Pero no es difícil encontrar que, al mismo tiempo, estamos rodeados de obligaciones que no sentimos como impuestas sino como razonables e incluso deseables, desde el uso de vestimenta hasta manejar por la derecha.

Un mecanismo conocido para evitar las imposiciones a las que nos vemos sometidos es poner afuera, expulsar, y así se nos facilita, creemos, rechazar lo que retorna desde afuera. No puedo responsabilizar a otro de mis sueños, pero si me los meten en el cerebro con una máquina, tengo con quién enojarme o, al menos, a quién temer. No soy yo que no tolero lo que en mí se impone, es el otro el que me lo quiere forzar: me quiere inocular ese líquido que tiene propiedades de manipulación, me vuelve súbdito, zombi, robot: todo lo que no quiero ver que ya soy. Los fantasmas persecutorios se multiplican y en todos siempre se ve un líder malvado, un Otro del Otro. Parecen malos argumentos de películas de ciencia ficción, en donde el malo al final está comandado por otro peor oculto entre sombras. Como son fantasmas, fantasías que intentan nombrar lo no decible, no se pueden desarmar con argumentos o explicaciones. El espectro de planteos antivacunas va desde suponer que tienen algún componente que hace mal, causa enfermedades o autismo, hasta los que plantean que el laboratorio o el Estado que nos obliga a vacunarnos quiere controlarnos colocando chips o usando un código genético que nos causará mutaciones para ese fin. Todo esto es traducible como “el otro me quiere hacer mal” de distintas maneras.

Entonces, ¿por qué no somos todos antivacunas? Por el mismo motivo por el que no se nos imponen las palabras. Podemos señalar que depende del Otro al que podamos recurrir para ver qué vamos a hacer con lo que nos ofrece. No hablamos de algún otro en particular ni de la manera en que me ofrece la vacuna (aunque seguramente agregue matices), sino que nos referimos al Otro del lenguaje, a eso que se nos constituye como mundo, como realidad, si se presenta como que me quiere hacer cosas, no voy a poder más que rechazarlo. En definitiva, no se trata del qué sino del quién; desde las palabras hasta las vacunas, siempre es así. Pero ese quién no es alguien en particular sino mis fantasmas condensados en algún representante. Apocalipsis Now nos muestra a través de la ficción cómo funcionaría ese Otro para los desplazados. El rechazo radical a la inoculación militar “humanitaria” nos dice que no se trata del saber o la ciencia, aún si la mirada ingenua puede suponer que, como pobres salvajes, los vacunados desconocen el progreso. Nada de eso. Se trata siempre de desde quién viene. Y ese Otro, aunque encarnado en algún representante, no es el mismo para todos////PACO

Si llegaste hasta acá esperamos que te haya gustado lo que leíste. A diferencia de los grandes medios, en #PACO apostamos por mantenernos independientes. No recibimos dinero ni publicidad de ninguna organización pública o privada. Nuestra única fuente de ingresos son ustedes, los lectores. Este es nuestro modelo. Si querés apoyarnos, te invitamos a suscribirte con la opción que más te convenga. Poco para vos, mucho para nosotros.