El aula de cuarto grado recibe a los padres invitados a una clase abierta. El tema es “formas de comunicación” y los alumnos tienen que contar el proyecto en el cual estuvieron trabajando los últimos meses. Uno de los estudiantes va explicando que la “comunicación humana ha sido una necesidad de todas las épocas” y que “cada momento histórico ha usado distintas herramientas en función del desarrollo tecnológico. En ese momento suena el celular de uno de los padres. Pide disculpas pero tiene que irse, es obstetra y un Whatsapp le avisa que hay una mujer en trabajo de parto. La maestra es lo suficientemente inteligente como para no dejar pasar la oportunidad de decir: “¿ven? gracias a las nuevas tecnologías nos comunicamos más fácil, así tu papá va a llegar a tiempo”. Pero ella no se resigna a abandonar el ejemplo y redobla la apuesta: “ya vimos que las tecnologías de comunicación sirven para el trabajo, pero ¿para qué otras cosas las usan?”. Acaba de abrir una ventana peligrosa, porque la pregunta habilita a que surjan todos los lugares comunes con respecto a los usos y abusos del celular. Una posición ambigua que oscila entre la celebración y la desconfianza ante los avances tecnológicos. En un mundo hiperconectado e hipertecnologizado, el debate se centra especialmente en las formas de acceso a la intimidad del otro. Al fin y al cabo, el aviso al médico no deja de ser, también, el abandono antes de tiempo, de la actividad escolar del hijo.
En un mundo hiperconectado e hipertecnologizado, el debate se centra especialmente en las formas de acceso a la intimidad del otro.
Y sin embargo, inmersas en esta dualidad, las plataformas de mensajerías directas no paran de crecer. En nuestro país, en los últimos años se estima que más de 10,8 millones de personas cuentan con un Smartphone, lo que equivale a una penetración de 36% de la población total. Sin embargo, entre todas las opciones que presentan estos aparatos, el Messenger de Facebook o los dm´s (direct messenger) de Twitter, es el Whatsapp la aplicación preferida a la hora de mandar mensajes directos. Tal vez porque combina como ninguna la posibilidad de la comunicación instantánea con el resguardo de algún tipo de privacidad -si es que se puede, en pleno siglo XXI- seguir creyendo en su existencia. Lo privado se manifiesta especialmente porque para su uso se necesita solamente un teléfono que se lleva siempre encima. Un elemento portátil que nunca se aleja demasiado del propio cuerpo y que conecta, al mismo tiempo con los demás pero de una manera más selectiva que las redes sociales.
Un elemento portátil que nunca se aleja demasiado del propio cuerpo y que conecta, al mismo tiempo con los demás pero de una manera más selectiva que las redes sociales.
Si, tal como afirma el crítico y ensayista norteamericano Howard Rheingold, a la revolución de internet debe agregársele la revolución de los teléfonos móviles, será porque la relación que se establece con el celular ha trascendido las formas típicas de comunicación social. En ese sentido, cuando Rheingold acuña el término “multitudes inteligentes” lo hace pensando en una categoría singular: gente que usa sus aparatos para organizar acciones colectivas pero sin las mediaciones de redes sociales. Acciones entroncadas en una perspectiva optimista donde hombre y máquina “cuerpo a cuerpo” actúan en la superación de problemas evitando ser controlados y manipulados por las grandes corporaciones. Una postura que reformula, además, aquel diagnóstico sombrío que brindaba Richard Sennett, allá por los 60 del siglo pasado, en su emblemático libro “El declive del hombre público”, sobre la narcotización de los sentidos en las grandes ciudades, a partir del desarrollo creciente de las tecnologías de información; un exceso al que se resistía replegándose en el espacio íntimo. Donde Rheingold avizora que Whatsapp puede promover los lazos sociales potenciando la singularidad del sujeto, Sennett hubiese intuido los efectos contrarios: a un dispositivo cada vez más cercano al cuerpo, le corresponde una negación más creciente de su entorno.
Donde Rheingold avizora que Whatsapp puede promover los lazos potenciando la singularidad, Sennett hubiese intuido lo contrario: a un dispositivo cada vez más cercano al cuerpo, le corresponde una negación de su entorno.
Pero si este sistema de mensajería obligó a reformular las formas de comunicación cotidiana y la relación con los otros, también puso en evidencia la relación ambigua y por momentos contradictoria entre el celo hacia la propia privacidad y el voyeurismo. A caballo entre dos aguas, funciona como el último bastión de vida íntima toda vez que los contactos son exclusivamente aquellos agendados en el teléfono, y que por esa razón “gozan” mutuamente de ver y mostrarse en un estado de cercanía tal que permite imaginarse al otro “conectado”, “escribiendo”, etc, con solo mirar la pantalla. A diferencia de las redes sociales, otorga la posibilidad de no ser encontrado, salvo que se conozca el dato numérico previamente. Dato que, curiosamente, en la actualidad parece guardarse con más recelo que otros en apariencia, más personales. No es casual que las compañías de celulares se resistan a armar una guía telefónica tal como existe para números fijos – aunque estos datos luego se vendan de manera privada a distintas empresas. A este supuesto cuidado de los datos sensibles se le agrega además, la posibilidad de armar (y desarmar) grupos ad hoc, elegir o no, poner “un estado”, nombre o foto.
No es casual que las compañías de celulares se resistan a armar una guía telefónica tal como existe para números fijos.
De hecho, Whatsapp en sus orígenes, era una herramienta que sólo tenía como función avisar a los contactos agendados en el teléfono si se estaba o no disponible con variantes fijas tales como “estoy en el gimnasio”, “batería casi agotada” y otras opciones. Una barrera que intentaba evitar, si fuera necesario, ser molestado, al tiempo que se sumaba a la tendencia cada vez más creciente de usar el aparato para cualquier otra cosa que no fuera hablar. Whatsapp en su segunda etapa, convertida en una herramienta de mensajería instantánea, sólo informaba la hora de la última conexión y si el mensaje había sido enviado con una doble tilde, pero sin confirmación de lectura, reafirmando la política de privacidad que el resto de los sistemas no tenía. Para el 2013 la aplicación ya había sido bajada 300.000.000 de veces en todo el mundo. Nunca utilizó publicidad, su viralización fue por medio del “boca en boca” electrónico. La noticia de que a comienzos del 2014, Facebook adquirió parte de las acciones sorprendió sólo al principio, porque apenas firmado el acuerdo, su creador, Jan Koum, aclaró que la empresa no se vendía, sólo se asociaba y que ese trato no iba a avasallar la intimidad de sus usuarios. Toda una declaración de principios en un contexto donde el comercio de datos es moneda corriente.
Su creador, Jan Koum, aclaró que la empresa no se vendía, sólo se asociaba y que ese trato no iba a avasallar la intimidad de sus usuarios.
Tanto fue así, que cuando en noviembre del año pasado, Whatsapp finalmente permitió chequear que el mensaje hubiese sido efectivamente leído por medio de un cambio de color en las tildes, muchos usuarios se sintieron traicionados. Pero, como si el repliegue previsto por Sennett encontrara su opción 2.0 en una plataforma lo suficientemente híbrida como para fantasear con la idea de mostrarse y protegerse al mismo tiempo, la aplicación brindó las herramientas para evitar ser espiado, aclarando que si se elegía la opción, tampoco podría espiarse a los otros. Las mismas condiciones se impusieron para conocer el horario de la última conexión ajena bajo la consigna: “si no quiere ser visto, tampoco puede mirar”. Mientras que unos aceptaron el trato, otros prefirieron exponerse con tal de seguir accediendo a los movimientos de los otros, posibilidad que, como su contracara potencia la ansiedad por la respuesta: “si ya lo leyó, ¿por qué no me contesta?”. Sea como fuere, en la tierra del Whatsapp sus habitantes circulan con mayor libertad se sienten más cómodos, caminan “entre amigos”, especialmente porque cuando comparan sus otras cartas de ciudadanía perciben que la interacción depende casi exclusivamente de la voluntad. Percepción, que tal vez reafirmándose en la utopía de Rheingold, sostiene como nadie la ilusión de que aún es posible, tal como prometía aquel viejo y paradójico slogan de telefonía celular, sentir la libertad de estar comunicados siempre y sólo con quien se elige///////PACO