El 27 de mayo de 1944, desde la terraza del Hotel Raphael, el mayor Ernst Jünger pudo ver el bombardeo de la Real Fuerza Aérea Británica sobre París: “En la segunda salida, al atardecer, sostuve una copa de borgoña en la que flotaban fresas. La ciudad, sus torres y cúpulas enrojecidas, se extendían por su belleza majestuosa, como un cáliz que espera la impregnación letal. Todo era espectáculo, poder puro, subrayado, sancionado por el dolor”. Por este pasaje de su diario, Jünger fue acusado por la crítica francesa de esteticismo bélico. En The Truth of the Technological World (2014), el profesor Friedrich Kittler sostiene que la crítica ignoró por completo la cita a “otro escritor y a otra guerra”. El otro escritor era Marcel Proust y la otra guerra, la Primera Guerra Mundial. En Le temps retrouvee, el Marqués de Saint-Loupin le cuenta al narrador “la incursión de un zeppelin” como si “hablara de un espectáculo de gran belleza estética”. El narrador reconoce la belleza de los aviones que se elevan en la noche —y que además puede ver por la ventana de su habitación— pero el Marqués insiste en la de los aviones que caen y en los escuadrones aéreos que rompen su formación con el sonido de las sirenas como si forjaran el apocalipsis.
El Marqués sabe que vio y oyó eso antes, que los aviadores son Valquirias y que el estruendo de las sirenas es La Cabalgata, que en su versión original, en la oscuridad de Bayreuth, los espectadores vieron proyectada en el fondo del escenario por una linterna mágica que creaba la ilusión de la velocidad y la fuerza de las hijas de Wotan (“la primera tropa de asalto de la historia militar”). Basta con agregar a la serie la escena de Apocalypsis Now en que “las Valquirias se transforman en ametralladoras, sus caballos en helicópteros y Bayreuth en Hollywood” para dimensionar el impacto que los medios técnicos desarrollados por Wagner tuvieron sobre la cultura popular. Para Kittler, la sombra que las profecías wagnerianas proyectan sobre la violencia y la tecnología bélica del siglo XX no puede haber tenido mayores resultados empíricos.
Pero además de la tecnología bélica, explica Kittler, Wagner profetizó la tecnología con “fines pacíficos”. En la primera escena de Lohengrin, el lamento de Elsa transformado en un “eco poderoso” viaja al castillo de Montaslvat (“lo oí sonar a lo lejos hasta hacerse casi imperceptible”) y llega hasta los oídos del caballero del Grial que, en un giro más propio de la ciencia ficción que de la ópera, se materializa para rescatarla. Si para Kittler el poder de la acústica en el sueño de Elsa “anuncia la teoría de la retroalimentación positiva y los osciladores”, Alberich encarna más que cualquier otro personaje de El Anillo de los Nibelungos las profecías técnicas de Wagner. La invisibilidad que Alberich logra a través del yelmo mágico forjado por Mime con el oro del Rin demuestra, según Kittler, el poder omnipresente del sonido: “El sonido perfora la armadura del Ego. De los órganos sensoriales el oído es el más difícil de cerrar».
En la primera versión discográfica de la tetralogía, grabada entre 1958 y 1967, aprovechando la tecnología estéreo, el ingeniero de sonido John Culshaw usó un efecto —que más tarde usaría Syd Barret después de mover las perillas de la consola como si fueran un instrumento— para subrayar el poder del nibelungo haciendo que su voz provenga de todos los rincones posibles: “Hemos tratado de transmitir, en treinta y dos compases, la aterradora e ineludible presencia de Alberich: izquierda, derecha o centro no hay escapatoria para Mime”. Hagen, que en El Ocaso de los Dioses recibe las órdenes que Alberich le dicta en sueños, podría decir, como Roger Waters en Brain Damage: “You lock the door / And throw away the key / There’s someone in my head but it’s not me”.
Richard Wagner consumó y agotó el Romanticismo y en su condición de profeta se adelantó a las novedades tecnológicas del cambio de siglo. Su influencia, al igual que los leitmotivs del Anillo que se comportan como células que proliferan, crecen, se dividen a lo largo de la tetralogía, se expandió en los medios masivos de comunicación, en el arte y la política del siglo XX. Para Kittler, más que un precursor, el compositor alemán es el punto de inflexión entre el arte tradicional capaz de “crear relaciones simbólicas con los campos sensoriales que da por sentados” y el arte producido por máquinas, capaz de captar y reproducir objetos de la percepción en sí. Los fantasmas del Romanticismo, creados por el ojo interno de los lectores, provenían de las palabras y esa condición fantasmagórica del yo de la lectura puede rastrearse en la literatura del Doppelgänger. Pero en el drama musical de Wagner ya no puede hablarse de libretos (esa es la razón por la cual los especialistas que “leen” a Wagner no lo entienden, dice Kittler). Por eso el drama musical solo debe entenderse “en función de la interacción entre los campos sensoriales que pone en juego”.
Más cerca de los medios masivos de comunicación que de la ópera tradicional, con la oscuridad de la sala de Bayreuth (“de la que se deriva la de nuestros cines”) y su espectáculo de luces, terminó de desconectar el ojo interno del lector para conectar su “máquina de arte” al sistema nervioso del espectador. Kittler, menos interesado en las viejas polémicas sobre la ruptura wagneriana de la sintaxis y la gramática de las formas clásicas, aclara a través de un pasaje de La Obra de Arte del Futuro que para Wagner “la poesía les ofrece a los lectores el catálogo de una galería de arte, no las pinturas mismas”, decretando así el fin de la poesía romántica, de la que Schubert, Schumann y Brahms se sirvieron para construir una estética común. Como los dioses del Valhalla asistiendo a su ocaso, los valores de “lo bello, lo bueno y lo verdadero” se extinguieron hacia finales del siglo XIX preparando el terreno para el retorno del dios Pan “bajo la máscara de los amplificadores y los sistemas de sonido”.
Cuando las radios británicas prohibieron Let’s Roll Another One por temor a lo que pudiera producir en los oyentes, EMI —Electric and Musical Industries, la misma empresa que ofreció al mercado el primer disco estéreo cuando descubrió que podía usar sus recursos para algo más que misiles o radares— emitió un comunicado de prensa con la siempre inverosímil retórica de la tranquilidad: “Pink Floyd no tiene idea de qué habla la gente cuando habla de psicodelia pop” y “no está tratando de crear efectos alucinatorios en su audiencia”. Más de cien años antes, Wagner, el profeta de la técnica y de los fantasmas del siglo XX, escribió en 1859, después de haber terminado Tristán e Isolda, una carta para Mathilde Wesendonck, crucial por la claridad con la que se muestra consciente de sus propios medios. En la carta habla del tercer acto, pero especialmente de la “psicodelia pop” y de los “efectos alucinatorios” de la última escena: “¡Solo las interpretaciones mediocres podrían salvarme! Las que sean verdaderamente buenas volverán loca a la gente; no quiero imaginarme lo que podría llegar a ocurrir”.
Isolda se inclina sobre el cuerpo de su amante y comienza el Liebestod final en el que describe la transfiguración de Tristán: “¡Amigos, miren! ¿No lo perciben? ¿No lo ven? ¿Cómo resplandece con luz creciente? ¿Cómo se alza rodeado de estrellas?” Llevando a cualquier límite imaginable la función del acorde de dominante, la orquesta—que para Kittler funciona como un amplificador, un circuito de retroalimentación acústico creado solo con los medios de la composición—, responde a las preguntas retóricas dirigidas al espectador del drama, con un fortissimo, un estallido en el momento exacto en que Isolda dice “Hálito del Mundo” y que produce “lo impensable volviéndose audible”, la resurrección acústica de Tristán. El fantasma de Tristán, como Alberich, como las hijas del Rin en las “profundidades del valle, invisibles”, habita en un mundo de ecos, resonancias y reverberación. Tristán e Isolda es sobre la maldición del deseo, sobre la redención a través del amor, pero también sobre los fantasmas del “mundo ideal de la audición” como escribió Nietzsche en Wagner en Bayreuth. Todas las historias de amor son historias de fantasmas. El tiempo cambia cómo los percibimos junto con los medios técnicos que les dan vida.////PACO