Apenas un año después de las primeras protestas de los Chalecos Amarillos, las encuestas de opinión para las próximas elecciones presidenciales en Francia, programadas para el año 2022, dan como gran ganador al voto en blanco y a la abstención, con un 56% del total de los inscriptos en el padrón electoral. A primera vista, por lo tanto, lejos de haber facilitado una concentración de los reclamos económicos dentro de una propuesta política concreta con algún destino institucional viable, los Chalecos Amarillos se han convertido en los testigos fluorescentes de una crisis inédita de representatividad, alimentada en simultáneo por la soberbia ruidosa del presidente Emmanuel Macron y la soberanía silenciosa de la Unión Europea.
Según la encuesta de la Fondation pour l’Innovation Politique, en el caso de un ballotage entre Macron y Marine Le Pen, como hubo en 2017 y como, muy probablamente, habrá en 2022, los votos en blanco más la abstención serian del 27%, lo que representaría el porcentaje más alto para un ballotage desde el Mayo Francés. De confirmarse la tendencia visible ya en las últimas elecciones presidenciales, los partidos históricos de la derecha y la izquierda podrían quedar enterrados de manera definitiva. Pero, ¿cómo se originó el proceso político en el que ahora los Chalecos Amarillos tampoco encuentran una solución? Con la Unión Europea en control del monopolio de la política monetaria, hace ya un tiempo que los países europeos no son independientes a la hora de fijar el dominio de sus economías. Ante esta realidad, los partidos franceses que tradicionalmente estuvieron en el poder debieron aceptar una plataforma común diseñada por Bruselas, por lo que en estos últimos años adoptaron la tendencia de proponer políticas cada vez más parecidas.
La extinción de los partidos tradicionales
A la búsqueda desesperada de algún modo de diferenciarse, la derecha de Nicolas Sarkozy, jugando de manera moderada con la línea de lo políticamente correcto, habló en su momento de las racailles (las escorias) para referirse a los descontentos con el sistema, mientras que en la línea del anticapitalismo, desde la izquierda, François Hollande propuso el eslogan “mi enemigo es el banco” para seducir a los mismos descontentos. Aún así, estas diferencias no resultaron más que un juego discursivo a través del cual la izquierda y la derecha avanzaron de la mano hacia el fin de una dicotomía histórica que ahora podría significar, también, el fin de sus partidos.
El fracaso de los partidos tradicionales ya se comprobó en la primera vuelta de las elecciones presidenciales en 2017, en la que el candidato del Partido Socialista tuvo apenas algo más del 6% (contra el 28% de 2012); por otro lado, para el partido tradicional de la derecha, Les Républicains, una encuesta de ELABE muestra que en las elecciones de 2022 difícilmente llegarían al tercio de los votos de Macron o Le Pen, con un porcentaje variable según su candidato. En este delicado cuadro azul y estrellado de la Unión Europea, los históricos extremos, sin sorpresa, crecieron. ¿Pero cómo se explica entonces el auge de las extremas derechas y las extremas izquierdas en el caso particular de Francia? En parte a través de la recuperación de un sector del electorado que, hasta no hace mucho, solía acompañar a los viejos partidos tradicionales.
La extrema izquierda, por ejemplo, concentró su discurso en decir lo que la izquierda tradicional ya no decía, al mismo tiempo que evitó un lenguaje demasiado revolucionario. Mientras tanto, la extrema derecha se caracterizó por un fuerte trabajo de adoucissement del discurso, sin dejar de nutrir un conflicto siempre estratégico entre Marine Le Pen y su padre, éste ya demasiado incómodo para las propias ambiciones políticas de su hija. Con un cambio de postura sobre la Unión Europea, también hizo su aporte la integración de figuras con perfiles más diversos, como el economista Jean Massiha, nacido como Hossam Messiha en Egipto (aunque es francés desde sus 20 años), o Jordan Bardella, originario del suburbio norte de París, en el que creció en una familia modesta y que, con 23 años, logró ser electo como diputado europeo. El cultivo de la preocupación por el islam fue obviamente otro de los elementos para mantener en alza a sus votantes.
¿De qué están hechos los Chalecos Amarillos?
En el medio de este escenario, los Chalecos Amarillos no parecen capaces todavía de reunir en una propuesta común algo del “voto sanción” entre los desilusionados por la política de Emmanuel Macron. En este sentido, 2019 fue el año del renouvellement del Parlamento Europeo y la primera oportunidad para que este movimiento intentara trascender su presencia en la calle a seis meses del inicio de las protestas que recorrieron todo el mundo. Sin embargo, la composición política y social de los Chalecos Amarillos, nacidos de forma espontánea y reivindicando incluso la ausencia de un líder fuerte como rasgo positivo, parece ahogada en su propia diversidad. Entre simpatizantes de la extrema derecha y la extrema izquierda, pero también entre monarquistas y anarquistas, además de otros grupúsculos que flotan en las periferias de la democracia, el confuso abanico de su composición se notó en las listas partidarias propuestas para el parlamento europeo.
Algunas figuras fuertes de los Chalecos Amarillos, por ejemplo, estuvieron en listas de Florian Philippot (exmiembro del Rassemblement Nacional, el partido de Le Pen) y en listas de Dupont-Aignant (también de la derecha), mientras que otras tantas estuvieron en la lista del Partido Comunista Francés y también en una lista favorable a un “Frexit”. Mientras tanto, otros partidos, más importantes aunque sin présence jaune, mostraron abiertamente su apoyo al movimiento, como la France Insoumise (Francia Insumisa, el partido de Jean Luc Mélanchon), el Rassemblement National o la Lutte Ouvrière (Lucha Obrera). De todas maneras, la diversidad de los Chalecos Amarillos fue tal que, a pesar del apoyo institucional de los distintos partidos, no logró reunir los reclamos que desataron los conflictos callejeros en una sola voz.
Ingrid Levavasseur, una de las figuras de los Chalecos Amarillos, habiendo creado una “lista amarilla” para las elecciones europeas, renunció finalmente unos meses antes de las elecciones, mientras que Thierry Paul Valette, que encabezaba otra “lista amarilla”, también abandonó el proyecto para anunciar su voto en blanco. Una sola lista 100% amarilla logró llegar hasta las elecciones, y aunque fue impulsada por un cantante (Francis Lalanne) y financiada por un ecologista (Jean-Marc Governatori), contó con apenas 0,54% de los votos. De las listas restantes con presencia de los Chalecos Amarillos, ninguna superó el 2,5% de los votos.
La semilla del descontento
Pero a pesar de no haber podido lograr una representación política formal para disputar el poder en Francia, los «samedi jaunes» que se organizan cada fin de semana son la muestra de un descontento que el retroceso gubernamental en el aumento del precio de la nafta en 2018 no pudo parar. Por su parte, Emmanuel Macron intentó sostener el juego de alianzas políticas y simbólicas que lo llevaron a la presidencia. Como una opción original en el mapa electoral francés, en 2017 Macron quiso ser el candidato que no era “ni de derecha, ni de izquierda”.
Inspirado intelectualmente por el filósofo Paul Ricoeur, egresado de la prestigiosa Escuela Nacional de Administración, banquero y socio-gerente en Rothschild & Cie, Macron era un desconocido del grand public antes de su aparición como Ministro de Economía durante el gobierno socialista de Francois Hollande, en 2014. Dos años después, fundó su propio partido, En Marcha, abandonó el gobierno y ganó las elecciones presidenciales. Para entender quién es Macron, nadie mejor que Marc Endeweld, autor de dos libros sobre el presidente francés, quien lo describe como alguien que “tiende un espejo a sus interlocutores en el cual cada uno proyecta lo que quiere ver”.
A pesar de esto, algunos rasgos “macronistas” sí pueden detectarse sin dificultad alrededor del aparente fracaso político de los Chalecos Amarillos. Reivindicado como el candidato capaz de romper la dicotomía derecha/izquierda, Macron creó una nueva dicotomía: él y los otros. Esto significa que aquellas personas con la desgracia de no estar en su favor, están en su contra, una dinámica que amplificó peligrosamente una grieta social que ya venía creciendo cuando la dicotomía concernía nada más (y nada menos) que a las clases sociales. Desde el principio de su mandato, Macron hizo declaraciones explícitamente despectivas hacia la clase media baja y la clase popular: habiendo hablado de “iletrados” o de los “perezosos” que no querían su reforma laboral, el presidente francés también consideró que “en la vida están los que tienen éxito y los que no son nada”, y frente a un desempleado dijo: “¿Querés un trabajo? ¡Yo cruzo la calle y te encuentro un trabajo!”.
La nueva identidad de Emmanuel Macron
Decidido a no fingir la empatía que normalmente suelen intentar los políticos, su estrategia durante las protestas de los Chalecos Amarillos fue tirar más leña al fuego. A partir de ahí, para mostrarse fuerte frente a la violencia, cambió su discurso primero de orden progresista y, en el espacio de unas semanas, mostró su vertiente más autoritaria, con una represión policial pocas veces vista en Francia. De hecho, los mismos policías denunciaron ordenes ilegales, y en algunos casos apoyaron a los Chalecos Amarillos en sus reclamos. Mientras tanto, tal vez lo mas triste en la actitud de Macron sea su capacidad de entregarse a un discurso que seduce a una parte de la clase media francesa que aún frente a los resultados de una política de contracción económica generalizada (que representó una caída del salario disponible de cerca de €440 por año en promedio entre 2008 y 2016) empezó a tenerle miedo al desclasamiento y tomó partido por el clasismo, eligiendo como enemigo a lo que temen llegar a ser: los pobres.
Este miedo fue la oportunidad perfecta para Macron cuando su mística de “ni-ni” (ni gauche, ni droite) perdió aire y necesitó una identidad partidaria propia. En tal caso, si Marine Le Pen forjó su identidad partidaria nacionalista en contra de los migrantes, Emmanuel Macron forjó la suya desde un elitismo en contra de los que “no son nada”. Ni la derecha “tradicional” se había animado a eso, dado que el mismo ethos francés permanece marcado por el ideal igualitario, como lo confirma el historiador y demógrafo Emmanuel Todd en varios de sus estudios y lo ilustra el sistema de solidaridad social francés, muy fuerte e instalado.
La resaca es violenta, la fiesta terminó
En este punto, fue un poco de lo que hace francés a los franceses lo que despertó a los Chalecos Amarillos y les hizo gritar Macron démission. A pesar de la diversidad del movimiento, el gran punto en común sigue siendo un enojo y un cansancio fuertes, que se cristalizan sobre la figura de un presidente hábil para explotar en su favor un miedo social a los extremos que resulta mayor que el miedo a otro nuevo mandato suyo. Hace unos días, recordábamos la caída del Muro de Berlin y la unificación de Europa, que para muchos significó el fin de l’Histoire. Unos años más tarde, al describir al Homo Festivus, el escritor Philipe Muray hablaba de una nueva subjetividad sometida al “imperio del bien”, al progreso y las fiestas, a la acumulación de viajes y a su dios, la Igualdad, de modo tal que ningún conflicto sería capaz de despertarlo de su gran ilusión. Pero en la época en que Donald Trump condecora a un perro y el Homo Festivus hace la guerra con drones desde una oficina, ¿quién está dispuesto a que la vida cotidiana de quienes sufren el deterioro social y económico del siglo XXI cuestione sus abstracciones idealistas?
Además de adaptarse a un mundo fundado otra vez sobre las más desnudas relaciones de poder (con China y los Estados Unidos en el centro de la batalla), el Homo Festivus descripto por Muray, y bien encarnado por Macron, tendrá que lidiar ahora con una realidad marcada por una desigualdad que ya no se puede esconder. Y aunque los medios hayan hablado de un essouflement de los Chalecos Amarillos, las próximas reformas (provisionales, de seguro por desempleo, de sistemas de becas estudiantiles, de ayuda al alojamiento, etcétera), en un contexto marcado por la precariedad y la fragilidad laboral, no anuncian otra cosa que semanas tensas, violentas y seguramente tenidas de amarillo. Aún si el movimiento de los Chalecos Amarillos carece de una verdadera vocación de poder para transformarse en una propuesta política institucional, sí conserva el mérito de elevar la realidad de la vida cotidiana al plano de la política, y haberle dado a Macron un mensaje claro: la resaca es violenta, su fiesta terminó.////PACO