Nada más aburrido que los lugares comunes.  Y nada menos estimulante que repetir y escuchar siempre las mismas cosas. Fue por eso que cuando me encontré con la serie de fotos de Eric Pickersgill “Eliminado”, “una serie que consiste en suprimir todos los dispositivos móviles de las fotos para mostrarnos una imagen escalofriante del presente”, sentí un enorme fastidio. La palabra “escalofriante” me pareció fuera de lugar, cínica y es probable que la haya leído de manera irónica. Sí, la ironía también suele ser un lugar entre nosotros, usuarios de las redes, lectores y escribientes que construimos a diario nuestra identidad en las redes a fuerza de opiniones e imágenes, propias y ajenas. Las fotos no dicen nada nuevo, ni siquiera leyendo las declaraciones de Pickersgill se descubre algo que no sepamos ya. Podemos reconocer la belleza de la imagen, el encuadre, incluso sospechar que alguna toma fue hecha de manera espontánea, eso que Verón alguna vez llamó «Retórica de las pasiones», pero en síntesis nada nuevo bajo el sol. ¿Por qué? Existen muchas respuestas, y todas discutibles, pero lo cierto es que en los últimos veinte años, la filosofía de la técnica se cargó en sus debates todo el ropaje humanista con el que se habían ocupado de vestir sus sastres. Por eso, autores como Jürgen Habermas, último resabio de la Escuela de Frankfurt, podía afirmar con una vehemencia envidiable, a fines del siglo XX, que el problema que presentaba la clonación era uno del tipo moral. Al hacer intervenir al hombre en la creación de otro hombre, se estaba alterando el azar genético, provocando además un dilema ético en el ámbito civil: ¿qué tipo de ciudadano sería el clon? ¿Cuáles serían los derechos y obligaciones entre clonador y clonado? Las otras preguntas que suponen, claro está, que la naturaleza del hombre es algo esencial, inalterable y ahistórico. Es por eso que cualquier intervención sobre la existencia alteraría algo que por obra de la gracia (divina o política) no debería ser tocado. Alteración genética, implantes, o celulares como prótesis, modifican algo del hombre en estado puro.

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Al hacer intervenir al hombre en la creación de otro hombre, se estaba alterando el azar genético, provocando además un dilema ético en el ámbito civil: ¿qué tipo de ciudadano sería el clon?

Un tiempo después de que Habermas publicara «Un argumento en contra de la clonación»[i], Peter Sloterdijk[ii], a quien muchos llaman el enfant terrible de la filosofía alemana salió a contestarle. En “El hombre operable” dice que si hay hombre es porque una técnica le ha permitido existir y que no hace nada malo cuando se modifica a sí mismo. Siempre y cuando estas modificaciones se hagan en un grado de responsabilidad tal que eviten relaciones desiguales entre las personas. Si para comienzos del siglo XXI el debate recién comenzaba, quince años después seguir discutiendo si existe algo así como una naturaleza humana que la técnica modifica resulta un poco obsoleto. Más allá o más acá de Sloterdijk, no hay dudas de que nuestro modo de existencia es y se hace en la interacción con el entorno técnico. Y ese entorno es tan propio como el aire que respiramos. Pensar en una sociedad donde la comunicación se diera exclusivamente “cara a cara” es tan engañoso como preguntarnos qué tipo de reacción tendría nuestro organismo al comer carne cruda, tal como lo hacían nuestros antepasados. Por eso, las fotos de Pickersgill, y su manifiesto, huelen algo rancios. Pero el problema de los olores es que pasado un tiempo nos acostumbramos y dejamos de percibirlos. Las fotos reafirman la mirada políticamente correcta de criticar la supuesta incomunicación y anomia social.

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Siempre queda bien suponer y afirmar que la hiperconexión, el uso excesivo y abusivo de tecnologías, afecta las relaciones humanas.

Siempre queda bien suponer y afirmar que la hiperconexión, el uso excesivo y abusivo de tecnologías, afecta las relaciones humanas como si existiera una manera original -¿señales de humo, lenguaje de señas, un lenguaje en estado puro?- que se alterara con las redes del wi fi. Nada más riesgoso que naturalizar lo rancio. Al fin y al cabo no fue otra que Susan Sontag la que en su emblemático libro «Ante el dolor de los demás»[iii] se preguntaba por el sentido de las fotos de guerra. ¿Mirarlas realmente tenía la función de hacer tomar conciencia sobre los crímenes atroces que se cometieron a lo largo de todos los conflictos bélicos del siglo XX? La misma Sontag suponía que la función de la fotografía fue cambiando durante los últimos cien años. Tanto fue así, que para la década de los noventa, plena guerra del golfo, las imágenes sobre los bombardeos se proyectaban como si fuesen jueguitos electrónicos para ser mirados desde el sillón del living, aunque este estuviera a menos de 300km del lugar del hecho. A lo sumo, un «ohhh» solidario y el zapping haría lo suyo.

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La misma Sontag suponía que la función de la fotografía fue cambiando durante los últimos cien años. Tanto fue así, que para la década de los noventa, plena guerra del golfo, las imágenes sobre los bombardeos se proyectaban como si fuesen jueguitos electrónicos.

Tal vez sea excesivo comparar el proyecto de Pickersgill con las fotos de guerra, pero tal vez no. En un mundo construido por imágenes permanentes, imágenes que además, sabemos pueden alterarse y modificarse con cualquier programa doméstico, existe un espacio para la reproducción de «siempre lo mismo». Mostrar cuerpos despedazados o familias encerradas en sus pantallitas virtuales puede formar parte de la misma cadena significante cuando se miden los impactos que tiene cada una: “me entristece el uso de la tecnología para la interacción a cambio de no actuar”, dice el fotógrafo. Así planteado, el valor de la foto no tiene otro objetivo que poner afuera, objetivar, aquello sobre lo que la sociedad padece. Mostrar el agujero que deja una bomba a miles de kilómetros o el desasosiego que produce vivir pendiente de la pantalla, cumplen principalmente, una función narcotizante. Para Sontag, el dolor es intransferible, y por eso mismo, mostrar cuerpos deshechos provoca una sensación tranquilizadora. El dolor está afuera, les pasa a los otros y se lo mira para condolerse. La indignación, en este caso, cumple una función similar: hacemos una mueca ante la evidencia de la incomunicación pero “lo escalofriante” siempre es de los otros. “(…) de cerca, las personas se sienten lejos.

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Ante esos rostros que no se miran entre sí, que se concentran en algo que está pasando en otro lugar, nos sentimos reflejados y repelidos.

He aquí «la paradoja de la hipercomunciación” sigue diciendo Pickersgill. Ante esos rostros que no se miran entre sí, que se concentran en algo que está pasando en otro lugar, nos sentimos reflejados y al mismo tiempo repelidos. Incluso, en algunos casos, la interpelación llega a querer silenciar el celular un par de horas, la que dura una comida o el sueño. Pero la buena noticia es que esa repulsión dura un rato nada más. A lo sumo se viraliza para compartir la indignación con otros igual de indolentes. Religión extraña la de nuestra época, que nos muestra el pecado, al pecador y sus formas de comulgar, todo en el mismo momento, y en el mismo lugar. Religión paradójica, sostenida principalmente en ese humanismo rancio que se reserva unos minutos para espantarse, indignarse, y en última instancia, hacer una breve autocrítica, para luego seguir con lo suyo. Una paradoja cínica, tal como la entiende Sloterdijk: “Si la fórmula marxista era ´no saben que lo hacen pero lo hacen´, el cinismo moderno se sostiene en la idea de que saben que lo hacen pero lo siguen haciendo”. La pregunta es: ¿podrían(mos) dejar de hacerlo?////////PACO

 

[i] http://resumenes-comunicacion-uba.blogspot.com.ar/2014/06/habermas-un-argumento-contra-la.html

[ii] http://www.oei.org.ar/edumedia/pdfs/T12_Docu1_Elhombreoperable_Sloterdijk.pdf

[iii] http://blog.fotoespacio.cl/wp-content/uploads/2013/08/Sontag_Ante_el_dolor_de_los_demas.pdf