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El llamado “impacto de las redes sociales” en el ecosistema de medios de comunicación en realidad es el cambio producido por los nuevos estándares de consumo del siglo XXI. Si bien en muchos aspectos los medios siguen teniendo algún tipo de poder e influencia, se ven constantemente minados y desbordados por nuevas formas de leer, escuchar y ver noticias y contenidos. En ese sentido, el siglo está empezando con un proceso de avance y retroceso que, como un viejo cassette, va y vuelve sobre una cinta reproduciendo sonidos casi siempre ininteligibles. “Preguntarse sobre el fin del periodismo es preguntarse -siempre- sobre un complejo sistema de tensiones entre lo viejo y lo nuevo”, dice Nicolás Mavrakis en #Findelperiodismo y otras autopsias en la morgue digital, donde en 2011 ya hablaba del “estado tardío de la autonomía del discurso del periodismo en un contexto tecnológico que avanza a la misma velocidad en que el periodismo lucha contra su propia extinción”. Cuando Mavrakis lo escribió, todavía no había estallado el fenómeno Facebook y Twitter era una herramienta de cambio político y no una plataforma para discusiones que se muerden la cola neuróticamente. El libro profundiza en el rol del testigo hiper-tecnológico como nuevo cronista que desbarata el sistema periodístico o, como Mavrakis lo llama, la “aristocracia de la subjetividad”. Una profesión que llegó a ser respetable y rentable, ejercida por las grandes mentes del siglo XX, hoy es apenas una función pauperizada material y simbólicamente en un contexto donde el papel de quienes fabrican contenidos está desdibujado, si no desvaneciéndose.
La concentración de la información -y del discurso- se inclina hacia el capital y el poder de lobby, cercenando la libertad de información y la pluralidad.
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Una sociedad que a fin de siglo pasado pedía Coca-Cola sin azúcar, café descafeinado, cerveza sin alcohol hoy pide televisión sin programas, supermercados sin productos, dinero sin billetes y medios sin noticias: Netflix, Amazon, Bitcoin y Facebook. El concepto de “plataforma” se expandió hasta convertirse en su propia extrapolación. Esto impacta directamente en el mercado de noticias y artículos, que cambia su rol central por uno más periférico. A la pregunta “¿dónde lo viste?” se responde “lo vi en Facebook”. Los que antes eran medios, y mediaban entre los sucesos y la audiencia, ahora son productores de contenidos, y el mediador es la red social. En un contexto de microclima noticioso, la tendencia son los feeds, donde la regla parece ser: “Que el contenido lo haga otro”. Pero mientras los feeds trabajan con la profesionalidad del sistema de media partners, las redes sociales dejan librado a los usuarios los contenidos que propalan, escalonados según el poder, contabilizado en likes, en dinero y en la sustancia X, un algoritmo para dominarlos a todos y atarlos a las tinieblas.
Cuanto más problemas tengan los medios más chicos, más hay para que se repartan los medios más grandes.
La publicidad, entonces, se concentra en redes sociales populares, que se concentran cada vez más gracias a la distribución jerarquizada de banda ancha. Entonces el esquema del periodismo cambia. Cuando el oficio nació, las empresas financiaban a los periódicos para que con sus contenidos controlaran al poder público. En el nuevo esquema, las empresas financian a las redes sociales que permiten la circulación de contenidos, profesionales y amateurs, con la misma jerarquía. Y entonces los productores de contenidos necesitan otro tipo de financiamiento, favoreciéndose a los medios mayoritarios -que tienen más de un millón de clicks diarios- en detrimento de los más chicos, que incluye desde pequeñas revistas hasta portales regionales de noticias. La concentración de la información -y del discurso- se inclina hacia el capital y el poder de lobby, cercenando la libertad de información y la pluralidad.
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Esto se encastra con la tendencia al “linchamiento” en las redes sociales. Las shit-storms apuntadas a medios de comunicación y periodistas o redactores particulares, acusándolos de machistas, sexistas, racistas, partidarios de tal o cual facción y otras muchas “faltas éticas” que aparecen como imperdonables ante la corrección política y que favorecen la concentración de contenidos en Facebook y ayudan a convertirlo en el epicentro todopoderoso del intercambio de sentido y dinero. Para los linchadores, Facebook y Twitter son herramientas esenciales, ya que gracias a su panóptico pueden monitorear portales, diarios y revistas. Los “linchamientos” o las “críticas masivas” pueden diluirse cuando se trata de grandes medios con mucho poder, ya que los “linchadores” se pierden y se esfuman ante el desinterés de sus directores -seres sin rostro, amparados por marcas y corporaciones-, pero se torna imposible de revertir para medios más chicos, dirigidos por personas físicas y tangibles, afectados en esos pequeños espacios de las redes que se pueden conseguir todavía con escaso financiamiento y recursos. Y si estos medios son, precisamente, quienes generan voces disidentes a la corrección política y a los discursos oficiales, una shit-storm basta para herirlos de muerte y minar su credibilidad. Cuanto más problemas tengan los medios más chicos, más hay para que se repartan los medios más grandes. Y así quedan dos opciones contrapuestas: adaptación del discurso a la corrección política o una muerte lenta.
Con su crecimiento y adaptación a las reglas del mercado, las redes sociales le dieron voz no sólo a los que tenían algo que decir, sino también a los que no tenían nada que decir, pero que tampoco querían quedarse afuera.
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En los comienzos dorados de la internet se imaginaba a la red como una posibilidad para que todos puedan ser oídos y las voces disidentes tuvieran su lugar, aunque no fuera el más poderoso o el más visible. Cada audiencia, por pequeña que fuera, podía elegir. Si un medio no dice lo que el receptor necesita, puede consultar otro con un click o escribiendo una dirección. La simplificación tecnológica y el abaratamiento de los costos profundizaron esta tendencia, y en los primeros años del siglo XXI asistimos a la explosión de los blogs, donde cada persona con algo que decir podía tener la posibilidad de transmitir su mensaje y ser el líder de su propia audiencia. Los grandes medios captaron esto e incluyeron blogs en sus plataformas, al punto que nace Hufftington Post, un portal hecho exclusivamente de blogs. Las redes sociales, en principio, sirvieron para incrementar las audiencias de estos blogs. Si bien en ese entonces la información profesionalizada se pauperizó, lo cierto es que muchos profesionales encontraron en los blogs plataformas para dar su mensaje sin responder a los intereses de los medios masivos, y el público podía obtener información más o menos confiable sabiendo que detrás de cada blog había una persona o un personaje que garantizaba la información.
Con su crecimiento y adaptación a las reglas del mercado, las redes sociales le dieron voz no sólo a los que tenían algo que decir, sino también a los que no tenían nada que decir, pero que tampoco querían quedarse afuera. Y estas voces fueron amasando su propio pan, la base que alimentaría las redes donde, aún cuando no tengas nada que decir, algo hay que decir. Los linchamientos o shit-storms responden a esta variable: son llevadas adelante casi siempre por usuarios pavlovianos que dicen lo que deben decir para mantenerse en el ecosistema al que quieren pertenecer, aún cuando su mensaje sea simplemente la réplica de otro que leyeron. Ante el vacío, la copia. Entonces, personas que tienen un comportamiento determinado en su vida real se adaptan al comportamiento del sistema virtual, y la copia se vuelve el andamiaje de una nueva y neurótica personalidad. Los artículos, por otro lado, se leen menos de lo que sirven para un montaje para títulos, que es lo que realmente importa en el mundo de las redes. El usuario promedio lee los títulos y pasa directamente a comentar, sin leer el texto, que en muchos casos puede estar o no, ser real o no, tener calidad alta o baja. Si lo que importa es la plataforma, lo que importa es la interacción. El mensaje, entonces, se convierte en un accesorio, los contenidos en un decorado y el sentido en una masa gaseosa sin sustancia ni relevancia.
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Como señaló el usuario @elmetalesasi en su cuenta de Twitter: “Todos somos vendedores ambulantes en los vagones del Snowpiercer que es Facebook”. De exhibir un estilo, editorial y formatos propios, los medios pasaron a parecerse cada vez más entre sí. A imagen y semejanza de lo que Facebook y sus usuarios desean. Todo cambió en el periodismo: los titulares, las fotos, los artículos e incluso los mensajes. Todo lo que sale de la norma es relegado por los algoritmos de Facebook a un lugar marginal o atacado por los usuarios de las redes sociales. La mayoría prefirió la docilidad a la resistencia, relegados en el mejor de los casos convertirse en “influencers” de alguien con poder que busca un objetivo particular.
Como señaló el usuario @elmetalesasi en su cuenta de Twitter: “Todos somos vendedores ambulantes en los vagones del Snowpiercer que es Facebook”.
Es llamativo cómo los propietarios y directores de las empresas que mantienen las redes sociales coinciden en intereses y objetivos con sus usuarios, quienes colaboran felizmente con la unificación del sentido en esquemas que no son claros ni están al servicio de una mejor información, plural y de calidad. Cuando algún medio o periodista se sale de la norma -ya sea porque no aporta dinero extra a la red social o publica algo “inconveniente” a la norma imperante-, “el sistema” compuesto por capitalistas y usuarios hace un ataque de pinzas y lo desactivan. Es curioso cómo los usuarios de internet transformaron a la red en un sistema represivo y no liberador, como se buscaba en un principio.
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El Indio Solari decía en “Lavi Rap”: “Al comprar el pajarito debieron preguntar tal vez cuánto costaba la linda jaula”. En principio, la jaula es gratuita. “Facebook es gratis y siempre lo será”, dice la página de bienvenida. Comentar no implica ni costo ni esfuerzo, de hecho, se invita a hacerlo. Pero si cada laptop del planeta viniera con una ranura adosada a un costado en la que hubiera que depositar una moneda por cada tuit o comentario de Facebook, sin dudas nada de esto pasaría. La gratuidad es comodidad. Ni siquiera se trata realmente de dinero, sino de confort. Comentar no cuesta nada y deja grandes dosis de endorfina neurótica en el cerebro de los usuarios. Las shit-storms son el rush ideal para quienes invierten su ocio en las redes sociales, brinda chorros de felicidad y sentido a quienes, con unas simples palabras, se sienten parte de la destrucción a la vez que construyen un andamiaje moral y ético de baja calidad pero con gran fuerza en el microcosmos de las redes. Estas estructuras discursivas revelan su debilidad cuando se traspasan a otros ámbitos: la TV, la conversación cotidiana. Cuando se narra las redes sociales, su sentido se hace voluble, vaporoso y, finalmente, se deshace en la punta de la lengua. Los líderes de los “linchamientos” en redes sociales terminan bastante desactivados cuando deben llevar esa lógica fuera de Facebook y Twitter. Sin embargo, los medios de comunicación continúan metiendo la cuchara en el barro de internet a la caza de lectores que den click para presentar en gordas carpetas a posibles anunciantes, esperando que la tormenta pase y todo vuelva a una normalidad que ya no es más que un recuerdo.
El mito de la “deep web” se cae cuando advertimos que está dentro de la misma “web”.
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Los procesos sociales y políticos se tensionan en la red, que no es un espejo de nuestras confusiones sino el lugar donde las depositamos, las amplificamos y las hacemos explotar. Atrás quedó el sueño de “ordenar” el contenido de internet y convertirla en una especie de campus universitario libre de faltas. El mito de la “deep web” se cae cuando advertimos que está dentro de la misma “web”. Internet contiene el horror, la sorpresa, la imaginación, la fascinación, la alegría, la ansiedad, el sexo y el pudor, la moral, el bien y el mal, que permanentemente explotan, se mezclan, se contorsionan, chocan y vuelven a rearmarse, configurando un mundo virtual barroso y a veces abstracto. En esa tensión se libra una batalla sobre la información y la calidad, sobre conocer y saber más y mejor, una batalla que va perdiéndose a medida que nos abandonamos a nuestros instintos y aceptamos el juego violento que nos proponen las redes sociales. Los medios de comunicación, que en los últimos años del siglo XX se tensionaron con los poderes económicos, los intereses creados y la apatía de los lectores, no encontraron en internet el campo de libertad y comodidad que alguna vez soñaron quienes fabricaron internet, sino que se convirtieron en productores de contenidos que pierden sentido porque el sentido se trasladó a las plataformas que los distribuyen. Facebook ya es el principal medio y va camino a convertirse en el único sentido posible. Un tren que, al igual que en la película Snowpiercer, corre infinitamente hacia ninguna parte y en el que los usuarios se agolpan en los últimos vagones, pensando que el único mundo posible es el permanente sonido de su rechinante metal ensordecedor//////PACO