No extraño a mi hija. Pienso en ella varias veces al día, pero no la extraño. Tampoco la invado con llamadas al celular que le dí para que estemos comunicadas en su viaje de egresados. Lleva seis días fuera de casa y apenas me contestó un mensaje de texto.
“Hoy fuimos a bailar, llegamos a las 2:19. Jaja”.
El mensaje entró a esa hora, pero yo lo leí a la mañana siguiente. Me sentí tranquila en el “Jaja”. Mi corazón explotó como al final de la lectura de Guerra y paz de Tolstoi. Su risa solo puede ser un buen indicio. ¿Pero y antes y después de eso?
Antes: nada. Después tampoco.
“Lo demás imaginátelo mamá”, parecía decir. Terminé de armar el mapa de la información imprescindible con el mensaje de texto que anunciaba que llegaron bien y un par de fotos que fueron mandando los maestros a la cadena de mails. También usé la imaginación y elegí no participar de la cadena de whatsapp. Lo que no queremos saber también nos constituye. No me interesa estar al tanto del segundo a segundo de la vida de nadie, ni siquiera de mis hijos.
Al mismo tiempo, en la espera de que vuelva, acumulo deseos de sentarme y escucharla. Nos imagino a las dos en el patio de mi casa, sobre el suelo, ella con su gato encima -“si le pasa algo a mi gato te mato”- y su cuentagotas del lenguaje destilando con un cuidado meticuloso el uso de las palabras. Me imagino a mí como una oreja humana que apenas suspira y se ríe con las anécdotas que escucha.
Mi hija agudiza mi imaginación. Sabe que soy su receptora activa, que puede meter elipsis todas las veces que quiera, que estoy entrenada para saber si me necesita y que respeto su intimidad y sus tiempos. Por eso me da lo que quiere y cuando quiere. Administra perfectamente su amor. Me invita y me saca de su vida con total libertad. Yo elijo no usar el tirabuzón de la maternidad. En eso nos entendemos bien. Ella sabe que tengo la herramienta, como toda madre, heredada o adquirida, pero que elijo no romper el estuche nuevo para ponerla en uso. ¿De qué me serviría? Me aburre escarbar en lo que no quiere ser dicho. Me aburren las miradas inquisidoras de otras madres cuando expreso que “yo de eso ni me enteré”. ¿Tanto cuesta respetar que el hijo es un individuo separado de uno? ¿Por qué asociar amor e información? ¿Por qué estar al tanto de cada rencilla en el aula o fuera de ella? ¿Por qué indagar en las cuestiones privadas? La vida de los hijos también tiene privacidad. No hace falta infantilizarlos o entrometerse en cada uno de sus consumos y cuestiones. Alcanza con que ellos sepan que uno está; y con que uno esté -de verdad- cuando lo necesitan. La confianza en ellos pesa más que la duda y la pregunta insistente. No se trata de ser una “buena madre” porque esa, se sabe, es una batalla perdida mucho antes de ser peleada. Se trata de saber leer. -Una vez más: saber leer- Observar a los hijos y estar cerca. Ni encima, ni adentro, ni al lado. Cerca, en alguna parte indefinida.
“Ja ja” a las 2:19 de la mañana es la síntesis perfecta de un mensaje inmenso de libertad y apropiación.
“Ja ja”, hija. Por acá también “Ja ja”, y mucho///////PACO