-¿Qué es ese ruido de helicóptero?- le preguntó Pau a Gran Hermano.
-Un helicóptero -dijo Mario Lago.
(Sergio Bizzio, Realidad)
Según ciertas teorías post-foucoultianas, Gran Hermano –en realidad, cualquier reality show– es un mecanismo amigable de adaptación a una realidad social absolutamente controlada. El argumento parece ser el siguiente. Si vemos que hay una cierta cantidad de gente encerrada y que no les ocurre nada demasiado grave, si esas personas están siendo observadas por cualquiera y no sólo toleran sino que desean esa violación masiva de la intimidad, entonces los mecanismos mediáticos y visuales de control social no pueden ser tan demoníacos.
La calle Ravignani está cortada con una cinta roja y blanca atada a un cuatriciclo de la Policía Federal. Espero a la encargada de prensa de Endemol en la puerta de Cabrera, donde tres empleados fuman sentados en los escalones. “¿Me estás esperando?”, me pregunta. Le digo su nombre e instantáneamente comienza a correr hacia la otra puerta del canal. Me dejo llevar por su vértigo y termino en un largo pasillo con una alfombra roja. Sin recordar demasiado bien sus indicaciones, deambulo por la alfombra roja hasta que alguien me pregunta si soy familiar. “No, prensa”. “Andá ahí. Y no pises más la alfombra.”
Los primeros reality shows fueron contemporáneos al origen de las primeras cámaras de seguridad, a la concepción –ahora massista– de que una calle cargada con cámaras de vigilancia conectadas a la policía es una calle segura donde el ciudadano “bueno” puede caminar. La vieja idea del panóptico, como aquel que observa, se cuida-de e interviene cuando su discreción lo considera necesario, se concretiza en el reality show. El argumento continua así: La naturalización de la vigilancia hacia el otro introduce el control social en uno mismo; interiorizamos la mirada panóptica para convertirnos en nuestros propios inspectores; no sé cuando los vigilantes me observan pero sé que lo podrían estar haciendo. Por lo tanto, obedezco.
Los primeros reality shows fueron contemporáneos al origen de las primeras cámaras de seguridad, a la concepción –ahora massista– de que una calle cargada con cámaras de vigilancia conectadas a la policía es una calle segura donde el ciudadano “bueno” puede caminar.
Nada de esto parece preocuparle a los familiares de los participantes de la nueva emisión de Gran Hermano Argentina 2015. Algunos ya llevan dos horas recostados contra las paredes de Endemol o contra las vallas metálicas que los separan de la alfombra roja por donde pasarán los participantes. Si al principio estaban emocionados por despedir a su familiar en su viaje a la fama, o sólo estaban excitados por estar en un estudio de televisión, ahora saben que van a tener que esperar y que esa espera va a ser como cualquier otra. Algunos hablan por teléfono, otros elevan hacia el techo del estudio las pancartas que hicieron. Esos carteles ya muestran la composición social de la casa. La familia de Belén mandó a hacer un banner negro con su nombre en letras amarillas y rojas. La familia de Bryan no solo muestra escotes pronunciados sino también un cartel con estrellas de papel glacé. La familia de Camila está justo en el borde que divide a los periodistas de los familiares. No veo su cartel aunque todos parecen más preocupados por aquietar al chico de pocos años que los acompaña. Un abuelo o un tío cubre su rostro con un pañuelo, un sobrino grita que tiene una bomba y el chico recupera la calma.
La promesa de Gran Hermano es clara: la democratización de la celebridad. Destruyamos la campana de cristal del star-system, de la elite de los actores y periodistas. Vulneremos la jerarquía social. El desconocido pasará a ser conocido y famoso. No importa tanto que cuando los participantes de otras ediciones de Gran Hermano lleguen al estudio, solo tres de ellos posen frente al banner institucional de promoción. Nadie parece prestar atención al hecho de que el resto ni siquiera se tome el tiempo para ese mínimo gesto de promoción. Tampoco es relevante que los que posan no sean los más populares. Como veteranos de una guerra ganada por otros, saben cuál es el futuro más probable. Saben por qué los fotógrafos no les piden que posen. Saben que son un museo invertido: cosas del pasado que van a ver a alguien. El programa todavía está por comenzar pero, desde el corralito de los fotógrafos y cronistas menores, nada alivia el relativo tedio de que la máxima ambición de la noche consista en sacar unas fotos a desconocidos a segundos de haberse convertido en conocidos. La mayoría de los fotógrafos son free lancers y no es claro cuánto ganen por foto publicada. La cronista de un canal cree sentirse mareada y cuando le ofrezco un caramelo, lo desprecia: “Es sin azúcar. No sirve”.
Entre nosotros y los familiares hay más que una línea imaginaria. Hay una diferencia de estatus. Nosotros no aplaudimos. Ellos sí.
Entre nosotros y los familiares hay más que una línea imaginaria. Hay una diferencia de estatus. Nosotros no aplaudimos. Ellos sí. Tampoco aplaude el tipo que recorre la parrilla de luces del techo del estudio y que sólo se preocupa por la dirección e intensidad de la luz. Puede ser Rial. Puede ser Ventura. Pero sin luz, nada sirve. Ni se emociona el pibe que se encarga de detonar el cañón que disparará papeles plateados y creará una escena de excitación y bienvenida. Menos aplaude la mujer que desesperada por las pisadas que las suelas mojadas dejan en su alfombra roja.
El grito desgarrado de María del Carmen Valenzuela al ganar un Martín Fierro fue el clímax de una forma ingenua de comprender Gran Hermano. El “experimento fascista” imaginado por George Orwell en 1984, el símbolo del poder totalitario y omniabarcante que no dejaba ningún resquicio donde escapar de la vigilancia, ya había sido traducido a la economía online. La sumisión a la vigilancia, a través de los Términos y Condiciones acordados por el tiempo pasado en la casa es resignificada en un ejercicio de autoexpresión y autoconocimiento. Por la alfombra roja, pasan algunos famosos del canal. Posan sonriendo ante el cartel de Gran Hermano y siguen su camino. Algunos saludan a los familiares en un gesto que nadie pidió. Los familiares y amigos que llevaron el banner aplauden más fervorosamente a Luis Majul y a Silvia Fernández Barrio, héroes de una resistencia política a una dictadura imaginaria. La productora general de América hace su aparición y los familiares la ignoran pero, de repente, los fotógrafos callan y la siguen con la mirada. Alguien le pide que salga Rial para una foto. “Esa foto no me sirve”, grita la encargada de prensa del canal.
El vértigo de los últimos preparativos se siente. La encargada de la limpieza de la alfombra roja está al borde del infarto. El encargado del cañón de papelitos plateados ya está detrás de su arma, como un artillero que no se preocupa por el enemigo sino por ganar el favor de su Dios. Alguien grita: “Llegó Mauro. Llegó Mauro.” Mauro Viale atraviesa la alfombra roja con un paraguas en la mano, mira de costado a los fotógrafos que no paran de rogarle que se detenga. Sigue su camino y los aplausos arrecian. Me deshago de mi momentáneo estatus de “prensa” y aplaudo. De una u otra forma, celebramos que Mauro desprecie esta remake de su propia creación como nos enorgullecemos de despreciar una serie que se estiró demasiado.
La encargada de la limpieza de la alfombra roja está al borde del infarto. El encargado del cañón de papelitos plateados ya está detrás de su arma, como un artillero que no se preocupa por el enemigo sino por ganar el favor de su Dios.
La premisa de los realitys shows y, en especial, de Gran Hermano es clara. La repetición constante de Jorge Rial de la cantidad de cámaras que habrá en la casa y de la mejor calidad que estas tienen no es inocente. No hay nada que pueda ocultarse. No hay ningún detalle que no sea captado por las cámaras. Si muestro todo, no puedo mentir. Por supuesto, cualquier individuo que haya cursado tres cuatrimestres seriamente de alguna carrera humanística sabe que eso es falso. Hablará de la edición de la realidad, del poder del que elije lo que muestra. El universitario ejemplifica mostrando el caso de un zoom tan potente, tan aparentemente próximo a lo que se quiere ver, que termina completamente pixelado. Apela a lo absurdo de las pequeñas peleas, de las ediciones que arman el conflicto triangular, del fantasma siempre nombrado del sexo en la casa. Cosa que, por cierto, ocurre poco. El exhibicionista se sabe mirado y, después de todo, ha internalizado el voyeur que critica, juzga y censura su exhibicionismo, su propio ser. Combina su exhibicionismo narcisista con el voyeurismo de quienes los ven.
Los sujetos de Gran Hermano no dejan de mirarse al espejo. Saben que son mirados y ruegan que no reconozcan sus defectos: ese barrito que no puede taparse, esa nariz demasiado respingona, esos ojos un poco bizcos, esa cara que no puede ser la de Heidi Klum. Entra el primer hermanito, Bryan. Se arroja contra la valla metálica que lo separa de sus familiares, los abraza y el cronista lo recaptura. Es casi imposible escuchar su primera entrevista antes de entrar en la casa. Imagino que dice que viene a descubrir quién es o a mostrarse, o a contar su historia. Comienzo a darme cuenta que no hace falta estar acá para saber qué pasa. Actualizo twitter y me doy cuenta que la ironía involucra la distancia de la televisión. El que hace la entrevista le debe estar preguntando si tiene alguna estrategia y él responderá “ser yo mismo”, como si eso zanjara alguna paradoja conceptual.
El tiempo entre participante y participante es largo. Entra Belén, muy preocupada en mostrar que no está usando corpiño. Los niños lloran. El maquillaje se corre. El encargado del cañón de papeles plateados tiene tiempo para ir al baño. Los fotógrafos comentan un nuevo lente. Entra Nicolás, un boxeador amateur de Santiago del Estero que habla de Maravilla Martínez como si se tratara de Látigo Coggi. Aquellos familiares que llegaron temprano para estar en primera fila se arrepienten. Los únicos que aprovechan esos momentos de quietud en el pasillo de entrada son los encargados de limpiar la alfombra roja. Entra Nadia. “Es muy sensible” dice Rodrigo Lussich. Miro a la hermana que llora con el video de la presentación. Los familiares de Camila empiezan a temer lo obvio. Cuando llegaron, no tenían más que excitación y apoyo para ella pero ahora sospechan que va a ser la última en entrar. El niño está deprimido o dormido. Le preguntan a la encargada de prensa del canal si falta mucho. Ella dice que no sabe. Se aleja y lee su rutina. Camila será la última en entrar.
Cuando llegaron, no tenían más que excitación y apoyo para ella pero ahora sospechan que va a ser la última en entrar.
¿Cuál es el problema de los foucoultianos? Identificar control y relaciones de poder en las sociedades es como descubrir aire en un campo abierto. Sí, hay vigilancia. ¿Y? ¿No lo sabe nadie? Un notero entrevista a la familia de Camila. Ellos dicen que tiene mucho temperamento pero que es buena chica. Que es muy buena chica, agrega otro. Cuando se apaga el grabador, la familia pregunta a qué hora y en qué canal sale la entrevista. Cargan al notero por las preguntas hechas. La encargada de la alfombra roja se apoya contra la pared y resopla.
Actualizo Twitter. La capa de ironía exige mirar Gran Hermano pero mostrarse distante. Me siento como un chico que quiere ir a jugar a la Playstation y lo llevan al parque con una pelota. Gran Hermano no es esto. La cronista del canal de noticias le dice a su camarógrafo que se siente mal. Tiene hambre. Para escapar del corral de periodistas, hay que hacerlo apenas el hermanito entra.
Sin que se conocieran los nombres de los participantes, ya se había viralizado un video soft porn de una de ellas masturbándose. Apenas se conocieron los nombres de los participantes, Twitter se llenó de fakes.
Sin que se conocieran los nombres de los participantes, ya se había viralizado un video soft porn de una de ellas masturbándose. Apenas se conocieron los nombres de los participantes, Twitter se llenó de fakes. Uno hasta logró un TT. Como Gran Hermano, la web da oportunidades a todos para comprar el producto que se contribuyó en crear. Barato y eficiente. Contratar ignotos, hacerlos vivir en una casa construida a base de canjes y agregarle valor a los nuevos productos con la misma fórmula: edición, salida, panel, presencias, prensa gráfica, temporada en el Interior, escándalo. Un ciclo interrumpido únicamente por el temor a saturar el mercado. Cada tanto, un personaje que aligere la obligación de construir una historia sensata en base a minutos de intrascendencia: un Gastón Trezeguet, una Marianela Mirra, un Cristián U.
Dicen que una vez Chiche Gelblung resumió así a los foucoultianos: “ah, los que quieren cerrar los manicomios y las cárceles”. Entra otro participante. La familia de Camila cede el lugar en la valla metálica. Apenas entra, corremos pisando la alfombra roja. Afuera llueve. Los noteros se resguardan en la entrada de un edificio. Un auto está estacionado en la puerta. Lleva al próximo participante. Por suerte, lo voy a ver en la televisión//////PACO