Con la muerte de Alejandro Romay se clausura de manera definitiva toda una época de la televisión argentina. Era el último representante de la generación pionera de la televisión argentina, y en su fin termina simbólicamente la etapa en que la tele era importante per se, una industria propia, con sus lógicas artísticas y comerciales autónomas de los conglomerados mediáticos. Es una historia que parece una prehistoria vista desde el hoy, la época en que los noticieros se nutren de videos amateurs de Youtube o los programas son en realidad excusas para promocionar otros programas que a su vez remiten a otros más en un rizo claustrofóbico. La historia de la televisión que encarnaba Romay pertenecía a otra época, la del apelativos peyorativos como “caja boba” y “chabacano” por parte de la progresía que administraba como carcelero las horas diarias permitidas frente al televisor de los niños, y la época de los canales en manos del Estado que cortaban la transmisión si la electricidad escaseaba, la época analógica de la señal de ajuste y la lluvia contrarrestada con posturas estrambóticas de la antena.

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La historia que encarnaba Romay pertenecía a la época de apelativos peyorativos como “caja boba” y “chabacano” por parte de la progresía que administraba las horas diarias permitidas frente al televisor.

En ese panorama Canal 9 era una empresa privada que prosperaba gracias a la iniciativa de su omnipresente propietario y productor general. Romay era un monarca que delineaba el trazo grueso de la programación y los pequeños detalles de cada uno de sus programas, un tirano amante del arte que recibía a los actores y directores y les daba instrucciones para llevar adelante los proyectos, un general megalómano que imponía a sus soldados (cómicos, divas en decadencia, gatos, aspirantes a actores, periodistas, conductores) una idea de televisión inverosímil por lo exitosa que combinaba elementos de la alta cultura, lo popular, lo deforme y lo impactante. ¿Qué era hacer televisión para Romay? Se podrían dar muchas respuestas, pero básicamente una parece la más ajustada: hacer televisión era tener ideas. Y “Una idea de Alejandro Romay” era la leyenda que abría los títulos de muchos de los programas de su canal, una expresión que antecedía a los créditos más formales del equipo de producción y el elenco. Una marca personal. Cuando esa marca se repitió demasiadas veces por día, lo redujo a un sencillo “Idea: AR”.

Algunas de esas ideas de Alejandro Romay: “Sume y lleve” conducido por Doris del Valle y Fernando Bravo. Plena hiperinflación de fines de los 80 principios de los 90. En un estudio ambientado como supermercado dos equipos de participantes competían por el cargamento de productos que pudieran –a la carrera– arrebatar de las góndolas. El reloj empezaba a correr hacia atrás y empujando los carritos los participantes tenían que recolectar mercadería para cumplir la misión. Pocas veces la ansiedad y la angustia de la crisis económica fue tan perfectamente traducido a un concepto lúdico. Parece algo salido de la imaginación catastrofista y humorística de una novela al estilo The Running Man de Stephen King. Otra: “Sin condena”, ciclo de episodios semanal donde se ficcionalizaban casos policiales reales dirigido por Rodolfo Ledo, en producciones que alcanzaban la hora y media de pantalla. El habitual elenco estable de canal 9 (una verdadera planta permanente de laboriosos profesionales, usuales actores secundarios y de “carácter”, como se decía en aquel entonces) se iba turnando semana a semana para encarnar casos criminales que habían conmovido a la sociedad. “El caso de la doctora Gibuleo”, “El caso Robledo Puch”, “El caso Barreda”. Ese concepto televisivo no tiene nada de extraordinario, seguramente Romay lo tomó de algún programa anterior de la televisión americana, pero lo novedoso (el “toque AR”) estaba en que a los predecibles casos policiales célebres que invocaba el título del programa se le iban colando alternadamente temas que escapaban del terreno de la crónica roja y tenían que ver con otros universos. Aparecían, entonces, “el caso Malvinas”, “el caso Luca Prodan”, “el caso Mariela” (uno de los primeros casos sobre transexualidad que llegó a las pantallas mainstream de la TV argentina). Y rizando el rizo aún más, en esa combinación de coyuntura rabiosa y fe en la ficción como narración social que ese Canal 9 manejaba a la perfección aparecían gemas inverosímiles como “el caso Guns n’ Roses” (con Belén Blanco y Leticia Brédice teatralizando el suicidio de una chica a la que los padres no dejaron ir al recital que la banda dio en Buenos Aires) o “el caso Maradona”, con Pepe Monje haciendo del Diego caído en desgracia por el affaire efedrina del mundial 94. O “El caso Lorena Bobbit” con Berugo Carámbula como víctima de castración y victimario de #violenciadegénero. Y la cumbre del programa, por supuesto, con la recreación de “el caso Che Guevara” y los últimos días de Gerardo Romano en su expedición revolucionaria por el delta del Tigre.

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En un estudio ambientado como supermercado dos equipos de participantes competían por el cargamento de productos que pudieran –a la carrera– arrebatar de las góndolas.

Otra característica del “sello AR” era la combinación casi esquizofrénica de ciclos culturales con producciones populares rayanas en lo que luego se llamó incansablemente “bizarro”. Entre las primeras podemos recordar “Alta Comedia”, ciclo de unitarios ¡semanales! de ¡120 minutos! en el cual se adaptaban prestigiosas novelas u obras de teatro que se emitían los sábados a la noche, horario en que los demás canales exhibían invariablemente algún estreno enlatado de Hollywood. Mucho más adelante pusieron en el aire “Pinti y los pingüinos”, con monólogos del irreverente favorito del progresismo, Enrique Pinti, analizando la actualidad política haciendo reír a aquellos que se consideraban “bienpensantes”. Muchos antes, importó de Uruguay a una camada de cómicos que en ese entonces aparecían como la vanguardia de la TV y rápidamente se convirtieron en clásicos. El programa se llamo “Hiperhumor” y resultó un descubrimiento de Romay que nunca descuidó la risa dentro de la cuota de pantalla. De ahí salió el talentoso Berugo Carámbula, quien condujo “Todo al 9”, un programa de juegos al estilo Jeopardy que competía directamente con el “Seis para triunfar” de Héctor Larrea y “Atrévase a soñar” donde las exhaustas amas de casa del final del alfonsinismo competían por un premio que consistía en un extreme make over estilo Romay en las que se las vestía y maquillaba al estilo de las actrices del canal. El programa dejó en el habla popular expresiones de inexplicable longevidad como “Alcoyana Alcoyana, Capri Capri”, marcas de la industria made in Argentina que formaban el grueso de los anunciantes del canal.

De hecho, otro de los negocios paralelos de Romay era la edición anual de la Guía de la Industria, un emprendimiento que le aseguraba contactos fluidos con los gerentes de empresas nacionales, pertenecientes a ese universo siempre entre el auge y la derrota del capitalismo argentino que conforman las pymes, pero que tenían en el canal de Romay una vidriera para sus productos en épocas de reconversión económica. Empresas como Pérez Pícaro y Casa Scioli, jugadores importantes en el mercado de la comercialización de electrodomésticos en aquella época, por ejemplo, mantenían con Romay una alianza estratégica. Y así fue como las mañanas de fines de los 80 y principios de los 90 comenzaron a estar ocupadas por la transmisión de algo tan excéntrico e inexplicable como las carreras de motonáutica que desde un helicóptero transmitía con vehemencia Enrique Moltoni, siempre con la cámara enfocada en uno solo de los corredores, algo que produjo el mito urbano de que en realidad se trataba de una escenificación para el lucimiento exclusivo de un piloto llamado Daniel Scioli. Esa también fue “una idea de Alejandro Romay”.

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Alfredo Alcón una vez contó como Romay aniquiló su intento de hacer Otelo de Shakespeare en canal 11 para ganarle a canal 9.

Al estilo de los magnates de otra época, esos que al mando de una “fábrica de sueños” se imaginaban con el poder suficiente como para trascender las cuestiones meramente televisivas e influir sobre la sociedad, Romay se soñó como actor periodístico determinante de la realidad política del país. Así se lo podía ver en las mitológicas transmisiones de las elecciones, en un gran estudio con decenas de periodistas en escritorios haciendo que levantaban teléfonos y anotaban datos que les pasaban desde los comandos electorales de cada una de las provincias. Eran maratones televisivos en los que Romay ocupaba el centro como un astro solar alrededor del cual giraban los telegramas electorales, las cifras de las mesas recién contadas de Antofagasta, Catamarca, Tafí del Valle, Tucumán o Charata, Chaco. No había veda horaria de información entonces y Romay exigía y azuzaba a los periodistas encargados de mantener actualizadas las cifras en una especie de redacción histérica al filo del cierre. Una imagen de un periodismo ya muerto, artesanal, completamente analógico donde las dificultades con el coaxil y los teléfonos se cubrían con larguísimos monólogos de Romay sobre el destino del país, la nueva democracia y la violenta historia argentina que él ejemplificaba con anécdotas sobre sus peripecias como empresario nacional en un contexto políticamente hostil. Mucho de ese enfoque sobre el periodismo y la política argentina estaba en el que fue quizás su producto más logrado, el noticiero Nuevediario, un éxito de audiencia arrollador que cambió para siempre la manera de narrar las noticias en la televisión argentina. Frente al acartonamiento de los otros noticieros (en los 80, todos estatales y grises), Nuevediario inventó la noticia como espectáculo. Crímenes, fenómenos paranormales (inevitable recordar a José De Zer), crónicas sobre la farándula, historias de vida desgarradoras, espacio para los jubilados y las amas de casa, los sorteos de la lotería y el Prode: Nuevediario inventó no sólo una manera de narrar el día a día sino a un público, el mismo que podía leer Crónica en el colectivo o estar cocinando a la espera de la novela de la tarde. Era un público al que hoy es mucho más habitual reconocer como mayoritario en la televisión, pero que entonces representaba un segmento ignorado por los gerentes de noticias, más inclinados a fantasear con un espectral espectador politizado interesado en los dichos de un ministro de Educación o de un dirigente de la oposición.

Romay era un populista, claro, pero un populista que conocía su medio y sabía que la televisión es rating pero que el rating solo se consigue si el show está sostenido por una idea que resulte atractiva. Y, más importante, que las ideas atractivas no están reñidas con la ley de hierro de la audiencia (el gran error de todos los intentos de hacer “televisión de calidad”) sino que esta es la forma que les da sentido. Alfredo Alcón una vez contó como Romay aniquiló su intento de hacer Otelo de Shakespeare en canal 11 para ganarle a canal 9. Romay puso en la misma franja horaria una parodia actuada por Olmedo y Porcel, Otelito, con Porcel como Otelo y Olmedo como Yago. Era la confrontación entre lo culto, la aspiración progresista de hacer “buena televisión” contra todo lo chabacano que representaba el 9. Alcón remataba la historia: “la primera hora ganamos nosotros por 10 puntos de diferencia, la segunda la perdimos por 20”. Un hombre de la industria, por más aspiraciones de alta cultura que tenga, se destaca leyendo la lógica del medio en el que trabaja y haciéndola decir cosas que resultan inesperadas, en el borde, nuevas.

Ahora, muchos años después, podemos valorar a un empresario self made que arriesgó su propio dinero en producciones nacionales a veces maratónicas, que hizo mucho con casi nada y que mantuvo a la televisión en un standard aceptable y en ocasiones exportable, sobre todo a Miami donde Romay tenía sus propios negocios. En tiempos donde la televisión nacional se encuentra en serio riesgo, donde los reality shows baratos reemplazan a la producción de ficción, que quedó sujeta a la financiación estatal, a las publinotas de políticos de ínfima categoría, a los pastores brasileños y a la compasión de los televidentes, la figura de Romay adquiere un halo que habla de un pasado que, si no fue mejor si fue más inocente, más artesanal, más independiente de tableros que se juegan fuera de la pantalla y permanecen opacos para los televidentes. Es un mundo que ya no existe y la nostalgia apenas funciona como reacción a un páramo de contenidos aburridos y repetidos. Alguna vez, hace más de veinte años, Mario Pergolini desde La TV Ataca le dijo a Romay “vos sos viejo y yo soy joven, y te vas a morir y yo voy a mear sobre tu tumba”. A la vuelta de los años hoy ya podemos imaginar al fantasma de Romay volviendo y atormentando a Pergolini y preguntándole, después de uno de sus interminables monólogos, qué hizo con la televisión, cómo piensa arreglar tanto aburrimiento, tanta falta de ideas//////PACO