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Si la referencia de un discurso es lo que pretende dominar, la violencia, más precisamente la venganza, es lo que The Last of Us intenta, una y otra vez, también dominar.
En este videojuego del género survival horror interpretamos a Joel y a Ellie, la única persona inmune al hongo que transformó a buena parte de la humanidad en zombis (un escenario ya clásico a esta altura y que, como tantos otros, le debe mucho a la novela The Stand, de Stephen King. Y acá también, el fin del mundo implica no solo el fin del capitalismo, sino un retorno brutal al primitivismo). Desde su lanzamiento, The Last of Us acumula veinte millones de copias vendidas y una recaudación estimada de mil millones de dólares. En julio de 2020, y después de la habitual danza de especulaciones que acompañan a este tipo de inversiones, la segunda parte del juego salió a la venta para Playstation 4. Los eventos de la secuela transcurren cuatro años después de la primera parte. Ellie y Joel viven en una comuna en el mid-west americano y, pese a todo, llevan una existencia pacífica: trabajan, tienen amigos, parejas y rutinas. Pero el estado de aparente tranquilidad se interrumpe pronto. A los pocos minutos de empezar el juego, presenciamos el asesinato de Joel a manos de una mujer llamada Abby.
El trasfondo de esta vendetta es que el padre de Abby, un prestigioso científico que sobrevivió a los zombis, se encontraba en pleno desarrollo de una vacuna al momento de ser ejecutado por Joel (algo que sabemos muy bien porque fuimos nosotros, cuando jugamos la primera entrega, quienes apretamos el gatillo). Tal como nos enteramos al final del juego original, avanzar en la investigación de la vacuna suponía el sacrificio inexorable de Ellie al someterla como conejillo de indias. Para Joel, el dilema entre salvar a su amiga o salvar a la humanidad se resuelve rápido: irrumpe en el quirófano y asesina a los médicos antes de que empiecen la cirugía. A partir de acá, el argumento de TLOU2 gira alrededor de la persecución entre estas dos mujeres por los escenarios demolidos de Seattle. Primero como Ellie y después como Abby, el juego lleva a los usuarios a protagonizar situaciones de una violencia y una crueldad extremas.
Un guiño equívoco
Por supuesto, lejos de espantarnos ante lo más abyecto, una vez que empezamos a jugar resulta muy difícil negarse a la experiencia. Uno de los motivos por los que TLOU2 fue motivo de hype en las redes, lo cual incluyó masivas oleadas de indignacióna través del bombardeo de reseñas en los sitios especializados (review bombing), fue que la mayoría de los personajes principales del juego eran gays, intersexs, negros, latinos u orientales. Por otra parte, no es difícil de entender que si el departamento de marketing de Sony le daba luz verde a un proyecto con un presupuesto de cien millones de dólares, tendría que apuntar a seducir a un público amplio: desde los rednecks amantes de los rifles hasta los consumidores de novedades culturales LGBT+. En tal caso, al mostrarnos que estos personajes son capaces de los mismos actos de barbarie que cualquier hombre blanco, anglosajón y heterosexual, TLOU2 lleva adelante un guiño de inclusión hacia las minorías un tanto equívoco. De hecho, cuando Neil Druckmann, el escritor y desarrollador principal del juego, les presentó la propuesta a los gerentes de Sony, su idea original era un poco distinta.
El título tentativo para el juego era Mankind. En esta versión preliminar de la historia, el hongo sólo afectaba a las mujeres, convirtiendo a la población femenina en zombis asesinas. Después de algunas reuniones con los abogados y publicistas de Sony, el guion de The Last of Us tal y como lo conocemos quedó listo. Pero además de asesinar, el juego consiste en explorar, muchas veces en soledad (aunque siendo estrictos, siempre en la soledad de nuestra habitación), las ruinas de una civilización cuyo colapso infectológico resuena de manera siniestra con nuestra realidad pandémica.
La presencia de una ausencia
El retrato de TLOU2 sería incompleto si no habláramos de la sensación que nos evoca recorrer estos paisajes parcialmente desprovistos de lo humano y las preguntas que traen aparejadas (¿qué causó estas ruinas? ¿Qué entidad tuvo que ver?). Este más allá de los confines de la experiencia cotidiana de la realidad es lo que, para un crítico como Mark Fisher, explica el atractivo de lo espeluznante. Y teniendo en cuenta que se trata de un aspecto ligado a la cuestión de quién o qué realiza la acción, una de sus principales manifestaciones es a través de la ausencia de una presencia (o por la presencia de una ausencia) que debería estar ahí o que, en todo caso está, pero no podemos detectar. La falta de ausencia que caracteriza a lo espeluznante nos remite también a la carencia de sustancia de dos fuerzas centrales en nuestras vidas: el capital y el inconsciente. ¿No es acaso lo inconsciente –se pregunta Fisher –una ausencia de presencia o no ausencias (las diversas pulsiones y compulsiones que interceden allí donde debería actuar nuestro libre albedrío)?
En su narrativa lineal, al contrario de los ya canónicos juegos con mecánica de mundo abierto, TLOU2 nos ubica en el lugar pasivo del jugador clásico. Y si hay algún tipo de disfrute al escapar de una horda de zombies asesinos o en arrastrarse por la mugre para escabullirse de una guerrilla de fundamentalistas religiosos, el hecho de que invirtamos un promedio de veinticuatro horas para completar el juego demuestra una vez más nuestra falta de agencia sobre el desarrollo de las cosas. Este fenómeno de “interpasividad”, según el cual sentimos que somos sujetos activos cuando en verdad estamos sumergidos en un letargo casi total, es explotado ingeniosamente por la narrativa y la mecánica de TLOU2. Un ejemplo de esto es cuando, después de presenciar cómo Abby asesina brutalmente a Joel (el personaje con el cual Druckmann nos hizo empatizar en la precuela), el juego nos obliga a “vivir” la historia de Abby. Por eso, jugar los flashbacks en los que vemos a este personaje hablar con su padre o angustiarse por sus relaciones de pareja hace que para los jugadores odiarla se vuelva, si no más difícil, al menos más interesante.
La invasión de los devoradores de cerebros
Al igual que los personajes que inventa, podemos componer la biografía de Neil Druckmann como una serie de episodios bien delimitados que explican de manera lineal su desenlace. Druckmann nació en 1978 en Cisjordania. Como es de suponer, su infancia estuvo expuesta a una dosis cotidiana de violencia. Según comentó en una entrevista, su forma de lidiar con el trauma de la guerra permanente en la que se crió fue a través del escapismo en los videojuegos y en las historietas. En 1989, Druckmann y su familia emigraron a Miami, donde cursó la secundaria y más tarde estudió criminología en la universidad. Lejos de dedicarse a una carrera militar, su objetivo durante esos años era convertirse en autor de novelas policiales. Esta forma oblicua de ingresar al oficio marcaría su carrera.
En 1999, Druckmann y su hermano viajaron a dedo hasta Los Ángeles para asistir a la E3 (Electronic Entertainment Exposition), el evento más importante de la ya entonces multimillonaria industria de los videojuegos. No tenían acreditaciones ni plata para comprar una entrada, así que hicieron un agujero en la reja del estacionamiento del centro de convenciones y se escabulleron por la salida de incendios. En las vísperas del cambio de siglo, Druckmann vislumbró que el futuro no solo sería digital sino que, además, todas las operaciones de nuestra sociedad tenderían asintóticamente a disfrazarse (y monetizarse) bajo la forma de juegos. La inminente gamificación de la vida lo decidió a abandonar su sueño de ser escritor e inscribirse en un curso de programación y diseño. ¿Se puede leer el carácter oscuro y siniestro, incluso doloroso, de The Last of Us como una advertencia ante la progresiva transmigración de nuestras mentes a un ecosistema digital monetizado?
Siguiendo estas coordenadas, podríamos recrear una versión argentina de The Last of Us, cuya referencia inmediata es, por supuesto, El Eternauta. Llevado al siglo 21, sería más apropiado imaginar una especie de 2001 zombi redux, con saqueos, represión y focos de canibalismo. Pero también podemos suponer que habría brigadas de asistencia social, clubes de trueque, asambleas populares y plenarios celebrados al abrigo de las barricadas que frenarían el avance de los devoradores de cerebros. El argentino con inmunidad natural sacrificaría su cuerpo por la patria y en el CONICET se desarrollaría una vacuna nacional que lleve su nombre. Todo estaría regado de escándalos, caos mediático y corrupción. Una vez estabilizada la situación, otras áreas de la ciencia nacional florecerían a la luz de los acontecimientos. En el congreso de psiquiatría se celebrarían mesas redondas y conferencias magistrales. Una de ellas llevaría por título: “Hacia un psicoanálisis posvitalista, el deseo más allá de la (no) muerte”. Entre los expositores habría un psiquiatra zombi. No hay que esforzar demasiado la imaginación para recrear la escena con nitidez. También es probable que las elecciones posteriores al apocalipsis zombi las ganaran los liberales. Ahí vendría la segunda parte de la historia.
Volviendo a Druckmann, podríamos ensayar una interpretación hiperbólica de su arco biográfico al señalar que The Last of Us es la forma en que se reelabora el trauma de la guerra y se sublima su vocación frustrada como novelista. Sería mucho más sincero, sin embargo, señalar que el éxito de sus juegos tiene que ver con que son entretenidos y redituables y que, en el mejor de los casos, atrás de estos relatos podemos descubrir una metáfora tosca sobre el conflicto palestino-israelí. Lo cierto es que HBO anunció que en 2022 va a estrenar la serie inspirada en The Last of Us. Druckmann no deja ninguno de los lugares comunes de Hollywood sin tocar en sus juegos (zombis, romance, vínculos padre-hijo, cultura gay, armas). Ahí no hay novedad. Pero lo interesante, y acaso premonitorio, es que la sumisión total que el juego le exige a los usuarios, y en virtud de la cual manipula sus emociones con una ingeniería psicológica hipereficiente, sigue descansando en los mismos resortes de nuestra subjetividad: una historia bien contada y un (dis)balance sofisticado entre la aversión y la fascinación////PACO
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