Desde afuera: la descarriada

Está visto y comprobado que la patologización construye una barrera tranquilizadora entre uno, siempre sano, y el otro, siempre enfermo. Cuando no logramos entender lo que se nos pone enfrente, cuando la diferencia nos abruma, encontramos confort en los rótulos y las etiquetas que escribimos con la jerga que le robamos, torpemente, al psicoanálisis. Cada vez que Elisa Carrió, la rockstar co-fundadora de Cambiemos, aparece en escena, nos calzamos los anteojos y agarramos el anotador. Esbozamos un diagnóstico y en él justificamos toda distancia. Nos quedamos tranquilos, como si a través de la enfermedad del otro se constatara nuestra salud. 

El pasado 11 de agosto, luego de que el Jefe de Gabinete de Cambiemos Marcos Peña afirmara que habían hecho una gran elección, luego de que el propio presidente Mauricio Macri lo contradijera y mandara a los argentinos a dormir aún sin resultados oficiales de los comicios, Elisa Carrió salió al escenario del búnker de Juntos por el Cambio, sin globos y sin compañeros. Lo hizo sola porque quiso o tal vez porque nadie la quiso acompañar. En realidad, salió sola porque puede. Habló en nombre de Cambiemos y a toda la nación. “Yo no registro agosto. La única certeza que tengo es que la república democrática gana por más del 50% en octubre”. “El polo republicano de la Argentina tiene un tronco inamovible del 33% de los votos”. “No es mala la adversidad para Cambiemos porque nos quita la soberbia. No es mala la adversidad: mírenme a mí, espléndida, vieja, con 63 años”. “Nunca les prometimos un camino fácil, el camino a la libertad nunca es fácil. Y la mayoría se siente más cómodo con los autoritarios y los faraones. Eso le pasó al pueblo de Israel cuando, en medio del camino, quería volver a Egipto. No vamos a volver a Egipto. Vamos a ir a la Argentina republicana”. 

En el búnker sonó entonces un cántico que ya es marca registrada. El «¡sí, se puede!» que se repite con el fervor de la religión de nuestra época: la buena voluntad. Instados por psicologismos que nos abrazan y nos susurran al oído que son los otros los que están dañados ―y que somos nosotros los perfectos―, por un mercado que dice empoderarnos con slogans del tipo Just do it o Impossible is nothing, y por una idiosincrasia meritocrática exenta de contexto y circunstancia, el rol de la fundadora del ARI se vuelve crucial. Alienta, arenga y motiva a un núcleo duro que ―pese a los resultados, a los datos, a los hechos, a lo ocurrido― quiere creer y seguir creyendo. Maestra de escuela estoica, Elisa Carrió materna: consuela a “los defensores del cambio” como una madre a un hijo que acaba de caerse de la bicicleta por primera vez. 

¿Qué hay en las palabras de “la enemiga de la Unión Cívica Radical”―tal como la describió Raúl Alfonsín en 2007― que capturan la atención prolongada de aquellos que incluso se consideran por fuera de su campo de pensamiento y acción? Pero, más importante aún, aquellos diagnósticos que se le asignan, que van de la psicosis a la simple canallada, de la mala medicación al misticismo, ¿no son el primer impedimento para problematizar sobre sus propósitos políticos genuinos? Es el primer error pensar que a Elisa Carrió se la puede leer sin atender sus dobleces. Un error sobre el que la diputada chaqueña se regodea. 

Desde adentro: una armadora emocional

Preferimos entonces pensar cualquier cosa antes de otorgarle el status de sujeto político. Elegimos olvidar, por ejemplo, ese 51% con los que, como jefa de la Coalición Cívica, se alzó en las legislativas hace apenas dos años en la Ciudad de Buenos Aires. Nos gusta creer que ocupa el lugar de dueña de la República ―y la Republiquita― porque bajó de un plato volador o porque es una Mesías nacida que levitó desde el norte hasta CABA por orden divina. Como líder de minorías de un dígito, Carrió es hábil para acoplarse a fuerzas más robustas. Aporta votos, seguidores y minutos de pantalla, trending topics y memes. Cuando aparece la victoria, se le concede el derecho a festejar. Cuando asoma la derrota, los que pierden son los otros, los dueños de la pelota. Pero, ¿se puede decir hoy que Elisa Carrió es la dueña de una fuerza? ¿O es apenas una inquilina errante del poder que cumple las funciones de apéndice en un sistema que la trasciende? ¿Es una precarizada en un circuito político donde la pertenencia le es siempre esquiva?

Elisa Carrió vuelve a tomar la palabra. Esta vez, lo hace en la reunión del gabinete ampliado de Cambiemos en el CCK. Apenas cuatro días después del domingo de resurección peronista. Les habló a los funcionarios de altos rangos y a los que les siguen. Para ellos, sus interlocutores, que la aplauden y se ríen de su gracia standapera, todo lo que dice Carrió tiene sentido. Salió a levantar los ánimos luego de unas elecciones primarias inesperadas, a dar una arenga que los de adentro consideraron “muy necesaria”. 

La misma mujer que comparó la aparición del cuerpo de Santiago Maldonado con Walt Disney, la que agradeció a Dios la muerte del cordobés José Manuel De La Sota, la que asegura que Vladimir Putin está trabajando para el kirchnerismo, dijo que “Dios poda el árbol para que demos más frutos, Dios nos saca la soberbia para que podamos gobernar la república por cien años y no por un mandato”, que “Dios escribe derecho por caminos torcidos”. La defensora de las instituciones advirtió que “A nosotros no nos van a sacar de Olivos los que nos quieren mover, ¡nos van a sacar muertos!”, que “A mí no me asustan ustedes, muchachos, la PJ, menos Alberto Fernández que es tan ordinario, pobre” y que “Nadie nos va a robar la republiquita porque está muy sana. A mí estos tipos no me roban la república”. 

Vestida negro y con vistosos collares de perlas estilo Chanel, la que fue presidenta de la Comisión Antilavado en el año 2001 habló más de veinte minutos. No se retiró del escenario sin proclamarse “la primera defensora de este presidente a lo largo y a lo ancho de la república”, sin alabar a su último gran socio en este lío: “Es un presidente que quiere limpiar el país, que por ahí se excede en querer hacer bien las cosas…”. En las palabras de Lilita todo es emotividad, todo es creencia. En la mirada y la escucha de su congregación, es todo fe. Carrió insiste sobre la adversidad, jamás sobre la derrota. Las metáforas en este discurso cumplen a la perfección con su deber en un ámbito donde los hechos no pueden ser llamados por su nombre porque la buena voluntad es posible sólo entre quienes la fomentan. 

Un fenómeno de bordes

“Yo voy a decir lo que yo quiera, ¿está claro?”, advierte Lilita. Elisa Carrió no está atravesada por la autocensura, esa última instancia que, en plena revolución cultural, se impone como barrera a la hora de decidir si estamos dispuestos o no a pagar las tarifas dolarizadas de la libre expresión. Hay un juego de espejos entre la funcionaria y los medios; un juego de eficiencia en el cual muy poco alcanza para mucho. Cuando habla, cuando realiza su performance, ¿dice la verdad? ¿Miente? ¿Fabula? ¿Piensa en voz alta con una cámara que la transmite en vivo a todo el país? ¿Provoca? ¿Inventa? ¿Todo a la vez? Hasta dónde de lo uno y hasta dónde de lo otro es apenas un detalle si se observan los efectos inmediatos de sus dichos explosivos.

La fundadora del Instituto Hanna Arendt es una mujer de bordes. Sí, es una figura distractiva, pero no es solamente eso. No se la puede comparar con el flan de Alfredo Casero, los raptos de Juan Acosta, la fidelidad del Mago sin Dientes o las sentidas intervenciones del actor Luis Brandoni. Mientras tratamos de sacarle la ficha, mientras deshojamos la margarita de posibles patologías, mientras propagamos los mejores memes y nos reímos, Elisa María Avelina Carrió se hace más fuerte con un poder que la usa, la alienta y la sostiene porque presta bien ambos votos y servicios. Nuestro punto ciego es su virtud, condensada en la capacidad que tiene para abrir ese portal a la dimensión desconocida de la república, la transparencia y la moral que poco y nada tienen que ver con las ambiciones personales que le permitieron crecer. Carrió es una ilusionista que hace siempre el mismo truco: no aburre, no divierte y no encuentra a nadie entre el público preguntándose cómo hace lo que hace.////PACO