La primera media hora en Sofía, Bulgaria, es hostil. La estación de micros a la que llegamos después de nueve horas de viaje es oscura, deprimente, vieja y nada pintoresca. Hay un tipo tratando de estafar turistas, unas viejas comiendo girasol y escupiendo en el piso, locos pidiendo plata y señoras municipales atendiendo en las oficinas con un cigarrillo pegado a los dedos amarillentos y un inglés básico aunque bien intencionado. Vamos a estar en Sofía poco más de veinticuatro horas y la barrera más fuerte será, sin dudas, el cirílico: acá no podemos siquiera leer un cartel. Somos analfabetos.
Pero Sofia se las ingenia para dar lo que necesitábamos: tranquilidad. Después de casi una semana en Estambul, donde hay que empujar para subirse a un colectivo, acá caminamos hacia la catedral Alexander Nevsky como si fuéramos los únicos en la ciudad y de hecho bromeamos con estar siendo los protagonistas de algún Truman Show: el país entero nos está viendo solos en la ciudad, viendo qué pasa con nosotros. La catedral es imponente, está cerrada y en algunos tramos, cercada. Alrededor hay unos leones y la llama eterna del Unknown Soldier, algo que hasta Bucarest yo no sabía ni que existía.
Sofía sorprende por su silencio y tranquilidad pero más que nada por las esculturas. En cada parque hay esculturas truculentas, perturbadoras: un tipo rompiendo un bloque de piedra y liberándose de él, otro hombre cargando a un moribundo, un grupo de luchadores con caras deformes. Hay algo con los búlgaros y las esculturas. Al día siguiente vamos a un parque donde hasta los juegos para chicos son pequeñas obras que merecen fotografías: los animales que rodean las hamacas son formas simples e intervenidas por graffiteros, los ojos sangran tinta negra y la tortuga parece diabólica. Hay además un entramado de cubos para trepar que es como un edificio de concreto en miniatura. Si yo fuera niña y me trepara ahí me sentiría dueña del mundo. Pero lo que nos lleva a ese parque, el Gradina Park, es el monumento a la armada soviética: dos columnas con representaciones del recibimiento a los soldados soviéticos, triunfadores, y a lo lejos una columna con un grupo de soldados y un arma en alto. A los costados, lo más interesante: dos imágenes de la guerra y los soldados luchando y el detalle pintoresco: hace algunos años se impuso la moda de intervenir esa escultura, burlándose un poco de los soldados, disfrazándolos de mujeres, de superhéroes.
Pero en realidad estamos en ese parque porque decidimos ir caminando al Museo del Socialismo que hay en Sofia: un museo al aire libre con todas las estatuas que estaban emplazadas durante el comunismo y que, al igual que hizo Budapest con el Memento Park, se trasladaron a un parque para mantener la memoria viva. Caminamos el parque por un bosque húmedo y con neblina. Se largó a llover hace un rato. Llegar al museo se pone complicado al final, cuando ya nos estamos saliendo del mapa que tenemos como referencia y porque leímos que llegar es difícil y eso nos predispone y de alguna manera terminamos complicando el camino. Pero lo logramos.
A lo lejos se ve la estrella roja que estaba en la casa del partido comunista en Bulgaria y que ahora son oficinas gubernamentales. Parece la estrella luminosa de un árbol de navidad pero es el símbolo más grande del comunismo en Bulgaria. Y seguido a la estrella nos encontramos con un parque no muy grande donde todas las estatuas y esculturas están un poco encimadas y hay de todo tipo: épicas, monstruosas, trágicas. Están los compañero Lenin, el Che y Dimitrov. Hay un negrito con túnica blanca, moribundos, desnutridos, trabajadores, mujeres luchadoras, personajes sufriendo. La estética socialista de todas las estatuas es bastante fuerte y nada amable, en todas es necesario pararse y mirar un poco, son imposibles de esquivar.
En Sofia hay terrenos baldíos y casas con jardines que parecen abandonados. Y hay casas abandonadas, venidas abajo, torcidas. Las veredas están rotas, se huelen tilos y me siento como en un conurbano fantasma. No sé dónde está la gente en Sofia. Tal vez todos sean los que vi en el centro, saliendo a almorzar del trabajo o tomando cerveza en el parque. Pero fuera de esos que caminan por las avenidas no encuentro a nadie más. Hay porches de casas convertidos en bares con dos o tres mesas con manteles de plástico y nadie a la vista atendiendo: hay que ir adentro, pedirle a la señora de turno, pagar y llevarse lo propio a la mesa y una vez terminado dejarlo ahí. Con suerte alguien lo va a levantar. Por la noche las calles están oscuras salvo por algunos carteles luminosos verdes o rojos que crean una atmósfera medio telera en cualquier calle. Pero las demás no. Las demás están oscuras, las baldosas flojas, no se ve dónde pisamos. Desde la ventana de nuestro departamento, un quinto piso por escalera en un barrio donde vemos varios hombres limpiando casas y unas horas más tarde vistiendo elegantes tacos agujas, se ve un barrio de casas bajas, techos con tejas rotas, paredes húmedas, balcones con pisos del grosor de un papel donde yo no me animaría poner un pie. Y también se ve una oscuridad que nunca había visto en medio de una ciudad, una oscuridad impenetrable por la que dan un poco de ganas de perderse. Ojalá tuviera un poco más de tiempo/////PACO