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El primer acercamiento moderno al problema del suicidio lo formuló Émile Durkheim en 1897 al escribir que “toda sociedad está predispuesta a proporcionar un contingente determinado de muertes voluntarias”. Pero si para la tesis sociológica el suicidio tenía lugar como la consecuencia de una fuerza externa, para el psicoanálisis freudiano, en cambio, se trataría más bien de que “la vida pierde interés cuando en el juego de vivir no puede apostarse la ficha más valiosa: la vida misma”. El racionalismo de la psiquiatría contemporánea, por su parte, definió a partir del siglo XIX que todo suicidio implicaba un hecho psicopatológico.
Fue Ludwig Binswagner, psiquiatra de origen suizo y padre del análisis existencial o Daseinsanalyse, quien se animó (varios años antes del nacimiento de la bioética) a documentar y publicar el suicidio de uno de sus pacientes. Pese a esto, “el caso de Ellen West” pasó a la historia como un hito en la genealogía del diagnóstico de la anorexia nerviosa. Pero eso no interesa ahora. Lo importante es que se trató de un estudio de naturaleza fenomenológica, riguroso y detallado, donde el material clínico se basó tanto en el examen semiológico psiquiátrico de la paciente como en poesías, cartas y esbozos biográficos.
Además de estar precedido por dos tratamientos psicoanalíticos fallidos, el tratamiento de Ellen West fue examinado en interconsulta por los clínicos más destacados de la época: Emil Kraepelin y Eugene Bleuler. El primero diagnosticó melancolía, mientras que el segundo consideró que se trataba de un caso de esquizofrenia, concepto que él mismo había acuñado. Y si de interconsultas ilustres se trata, a pesar de las diferencias teóricas entre ambos, Binswagner y Freud fueron amigos durante todas sus vidas. Tanto es así que en 1938 Binswagner le envió una invitación a Freud para visitar Suiza como salvoconducto para escapar de los nazis. Pero esa es otra historia. A pesar de que posteriormente el historial clínico de Ellen West fue retomado desde el psicoanálisis, no hay registros de que ambos hayan discutido el caso.
Alarmado por las peligrosas oscilaciones de peso de la paciente y sus recurrentes ideas de muerte, en enero de 1921 Binswagner indica su internación en el sanatorio que dirige en la ciudad de Kreuzlingen. En las entrevistas, Ellen se queja de que “ya nada le es natural, evidente, habitual, todo lo tiene que pensar, reflexionar y razonar en su comer y en su vida cotidiana. Se percibe como alienada de sí misma”. Binswagner, cuyo Daseinsanalyse concebía a las enfermedades mentales como modificaciones de la estructura fundamental y de los vínculos estructurales del ser-en-el-mundo, diagnosticó un cuadro de esquizofrenia. En virtud de su aproximación al carácter esencial de la paciente, y a raíz de su insistencia y la de su marido para ser externada (Ellen reclama “querer tener en sus manos su propia vida”), Binswagner cede a la presión y le da el alta. Al tercer día en su casa, Ellen West desayuna, sale a pasear con su marido por el campo, lee poemas de Rilke y de Goethe y se cartea con amigas. Por la noche, toma una dosis letal de veneno.
Un acto así –dice Albert Camus a propósito del suicidio– se prepara en el silencio del corazón, como las grandes obras de arte. Entonces, ¿se puede pensar una estética del suicidio? En una entrada de su diario, Ricardo Piglia anota: “Estoy pensando el seudónimo y el doble como una manera no corporal del suicidio. Perderse en otra identidad, desdoblarse, dejar que otro haga el trabajo sucio (por uno). Los dos remiten al enigma. En un sentido, se logra que el doble malvado sea uno mismo y que el mal o el oprobio sean narrados como algo personal. Resolución gramatical del suicidio”. Pero antes de sentenciar que ahí donde claudica la sintaxis sobreviene la muerte, conviene avanzar un poco más sobre la relación entre el arte y el suicidio.
Si la psiquiatría considera el suicidio como una expresión rotunda de la enfermedad mental, al enfocarse en el arte, el suicidio es la realización performática de una obra que se vuelve contra sí misma. Este refinamiento es captado en las palabras de Cesare Pavese: “Expresar una tragedia interior en una forma artística, y así purgarse de ella, solo está al alcance del artista que, ya mientras vivía la tragedia, iba extendiendo las sondas sensibles e hilando sus delicadas hebras de construcción. Ya entonces estaba el artista incubando sus ideas creativas. Eso de vivir la tormenta en estado de frenesí y luego liberar emociones acumuladas en una obra de arte como alternativa al suicidio es algo que no puede existir. Cuán cierto es lo que digo se advierte en el hecho de que los artistas que realmente se han matado después de sufrir una gran tragedia son cancionistas triviales, amantes de la sensación que en sus efusiones líricas no aluden siquiera al profundo cáncer que los está royendo. De lo cual uno aprende que la única manera de escapar al abismo es mirarlo, medirlo, sondear sus profundidades y bajar”.
A partir de ahí, se entiende que el terror verdadero del espíritu liberal sea el suicidio y no el asesinato. Y es por eso que, para las vanguardias de principios del siglo pasado, aceptar el suicidio significaba también abrazar las nuevas artes. Pero aceptarlo, está claro, no es lo mismo que consumarlo. La idea del suicidio como efecto del ejercicio pleno de una libertad individual choca con las concepciones mecanicistas de Durkheim, que al referirse al suicidio anómico destacaba los efectos que tenía la pérdida de la acción reguladora de la sociedad sobre las personas. Para los dadaístas –escribe Al Álvarez en El Dios salvaje–, el suicidio habría debido ser un simple chiste lógico si hubieran creído en la lógica. Como no creían, preferían que el chiste fuera levemente psicopático. Un ejemplo de este equívoco es el del artista conceptual argentino Alberto Greco. En 1962, Greco camina por las calles de París con una tiza en la mano trazando círculos alrededor de los peatones, marcando que ellos eran obras de arte vivas. Su arte vivo alcanzó la consumación tres años más tarde en Barcelona, cuando Greco se encerró en su departamento y tomó una dosis letal de barbitúricos. En la palma izquierda de su mano anotó la palabra Fin. Sobre la pared, escribió: Esta es mi mejor obra.
Pero, ¿se puede considerar a un hecho patológico como un hecho artístico? Las variaciones sobre el asunto persisten en la dicotomía: el arte o la enfermedad. Entonces, ¿qué pasa cuando una obra se propone reunir ambas instancias? En la novela Suicidio, Èdouard Levé narra la muerte de su mejor amigo. Junto al cadáver, sobre el escritorio, su esposa encuentra una historieta abierta por la mitad. En la desesperación del momento, la mujer se apoya contra la mesa y cierra el libro antes de comprender que se trataba de “un último mensaje”. A falta de una auténtica nota suicida, el narrador cae en la cuenta de que, cifrada en las viñetas, se encontraba la carta más importante, acaso la única de verdadera relevancia, en la corta vida de su amigo. La muerte –dice Levé– clausura la serie de acontecimientos que constituyen una vida. Nos resignamos entonces a buscarle un sentido. Negárselo sería como aceptar que una vida, y por ende la vida, es absurda. La suya no había hallado aún la coherencia de las cosas hechas. La muerte se la dio.
Diez días después de entregar el manuscrito de su novela, Edouard Levé se ahorcó. A diferencia de lo que un análisis existencial del caso podría plantear (el suicidio como la culminación de una existencia inauténtica), al reconocerse e identificarse en una esencia sin mediación alguna, el carácter patológico del acto queda definido. Como fuera, el episodio suicida convertido en obra es siempre redituable. Por eso el marketing editorial le hizo saber a los lectores que el título de la novela no era meramente figurativo. Desde ya, la maniobra hubiera sido inútil si del otro lado no mediara una fascinación por el tema. En tal caso, ¿no sería esperable que en una cultura que asimila la salud con la abolición del malestar y con la maximización de la libertad la figura del suicida resulte oscuramente seductora? Si los motivos por los cuales “elegimos” vivir o morir no pueden reducirse a una pura racionalidad objetiva, entonces, volviendo a Binswagner, el enigma de la causalidad psíquica solo podría aproximarse a través de la intuición. Pero Binswagner, que luego del suicidio de Ellen West mantuvo la dirección del sanatorio de Kreuzlingen hasta tres décadas más tarde, entendía muy bien que tampoco se trataba de una pura intuición metafísica. Aun así, ¿qué interés puede tener hoy una fenomenología psicopatológica que propone un “retorno a la intuición”? Ante todo, el de un gesto que admite un movimiento hacia una cultura técnica que –en las palabras de Peter Sloterdijk– quiere ser más que una barbarie pragmática triunfante////PACO
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