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Las convicciones son prisiones. Los convencidos no ven
bastante lejos, no ven por debajo de sí; pero para poder
hablar de valor y no valor se deben mirar quinientas
convicciones por abajo de sí detrás de sí…”.
Nietzsche, El Anticristo
El pasado 30 de diciembre de 2020, alrededor de las cuatro de la mañana, se sancionó en Argentina la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo. Tengo fresco el recuerdo de esa noche: la cena con amigos y amigas, los mensajes familiares, el ambiente cálido de Congreso, las miles de personas marchando y cantando por las calles. La sociedad había dado otro paso firme en materia de derechos humanos y eso era un motivo de orgullo y felicidad. De madrugada, cuando terminó la votación, me abracé con mi compañera. Recuerdo que ella me habló de su historia y su trabajo: de las mujeres que iban a dejar de abortar en la clandestinidad, mujeres de carne y hueso que ella conocía y que ya no lidiarían con la muerte por el deseo de no continuar sus embarazos. En ese momento entendí algo más: para mí la ley tenía un valor simbólico, pero para ella tenía un impacto real, concreto y cotidiano. Esa era la fuerza que había motorizado la lucha.
De ahí que, si bien no creo que la aprobación de dicha ley sea un logro de “las mujeres” (si es que existe un sujeto político que pueda enmarcarse en un género), es innegable que su conquista fue liderada por el movimiento feminista. Pero la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo es un derecho humano y, como tal, pertenece a la sociedad en su conjunto, ya que hubo otros actores sociales y políticos determinantes para lograrla. Sin ir más lejos, miles de personas que no nos consideramos feministas pero compartimos algunos de sus objetivos y posiciones pusimos el cuerpo y la palabra para adquirir un derecho que sentimos, de alguna manera, propio.
La adquisición de derechos tiene su momento histórico
La ley era urgente. Eso es lo importante. Según feim.org.ar y Télam, en la Argentina se realizaban hasta entonces entre 370 y 520 mil abortos clandestinos anuales, y dos de cada diez fallecimientos por causas maternales se producían por abortos inseguros. Al mismo tiempo, se registraban 135 internaciones diarias por problemas relacionados al aborto en hospitales.
Esa misma noche, sin embargo, después del estupor, la alegría y el orgullo, surgió otra inquietud: ¿en qué lugar quedaba el padre ante la gestación de un hijo o una hija? Para entender el impacto real de la ley sobre la vida de las personas va a ser necesario tiempo, por supuesto. Pero el impacto simbólico es automático: la gestación de un hijo o una hija ya no es como la entendíamos hasta antes de esta ley. Nunca, en mis treinta y seis años, fui consciente de un cambio de paradigma tan grande. Y, aún así, durante todo este tiempo, estuvimos proyectando y debatiendo la gestación de un hijo o una hija sin tener en cuenta la función paterna. El por qué de esta omisión está claro y me parece lógico: las mujeres se mueren en la clandestinidad. Y la sociedad en la cual estas muertes ocurren dio muestras terribles de conservadurismo, con visiones retrogradas y misoginia ante ese drama. Es por eso por lo que la adquisición de derechos tiene sus momentos históricos. Lo repito y lo entiendo. Pero las cosas, ahora, cambiaron. Entonces, ¿por qué no pensar que si la gestación de un hijo o una hija parte de una acción conjunta y voluntaria entre una mujer y un hombre este también debería tener la posibilidad de decidir?
La Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo no menciona en ninguno de sus artículos y apartados la figura paterna. Lo cual también me parece lógico. Siendo la mujer quien pone el cuerpo y sufre las consecuencias físicas y psíquicas del embarazo, es necesario que tenga y pueda tomar una decisión autónoma, es decir, completamente individual y sin necesidad de justificación. De hecho, el Artículo 4 de la ley deja explícito que toda “persona gestante” tiene derecho a decidir la interrupción de su embarazo hasta la semana catorce, inclusive. En este período de tiempo no es necesario ningún motivo más allá de la voluntad. Lo cual sigue resultando justo porque, en definitiva, ¿quién o qué tendría el derecho de obligar a una persona a ir contra el deseo sobre su propio cuerpo?
Por supuesto, la ley contempla excepciones en los casos en que las personas no son autónomas en sus decisiones y también destaca la importancia de la educación sexual para prevenir y cuidar al conjunto social, sean o no “personas gestantes”. En resumen, la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo es una ley completa y bien lograda. ¿Pero agota todo el pensamiento posible en torno a la concepción?
Una disparidad ante la ley
“Cuando una mujer queda embarazada sin buscarlo, obviamente siempre lo hace con un varón. En ese acto, él no se convierte en padre, y ella no se convierte en madre. Se trata de una persona gestante. Ella será madre cuando el feto al nacer se independice del metabolismo de la mujer y se convierta en niño/a, sujeto de derechos, y el primero será el derecho a la vida”, cuenta una psicóloga social con perspectiva de género que, después de darme su opinión, tuvo miedo de que su nombre apareciera en este texto. Pero, aún así, a partir de sus palabras, podríamos preguntarnos qué sucede si al producirse la gestación de un hijo o una hija, esta “persona gestante”, quien cumple la función materna, decide no continuar con el embarazo mientras que la otra parte, que ocuparía la función paterna, sí quiere que este embarazo se complete. La misma pregunta podría plantearse, incluso, al revés: ¿qué pasa si quien cumpliría la función paterna no desea ese hijo o esa hija pero quien cumple la función materna sí?
En ambos casos, y acorde con la ley, “la persona gestante” va a decidir sobre el deseo del otro progenitor. Quien cumpla la función paterna, por lo tanto, no tiene ninguna decisión sobre la gestación de su propio hijo (o hija). Pero aún si este hijo (o hija) naciera contra su deseo, sus responsabilidades y sus obligaciones como padre (empezando por la manutención) sí deben cumplirse de por vida. En este sentido, lo que ocurre es que la conquista del derecho de la mujer a decidir sobre su maternidad plantea una clara “desigualdad de género” ante el derecho del hombre a decidir sobre su paternidad. En otras palabras, una mujer tiene el justo derecho a decidir más allá de cualquier otra opinión o deseo lo que quiere hacer con su embarazo, y si lo que decide es tener a ese hijo (o hija), y eso va en contra de la opinión o el deseo del hombre con el que fue concebido, este tiene que adecuarse a la ley que lo obliga a asumir sus responsabilidades paternas, lo quiera o no.
El feminismo como modelo de construcción
“Veo legítima la posibilidad (de la renuncia del padre), más en la medida que el hombre no haya manifestado su deseo de tener un hijo. El ideal de la maternidad deseada corre para la paternidad también”, opina Nancy Giampaolo, periodista y ensayista dedicada a pensar las zonas más interesantes del discurso feminista. En tal caso, desde aquella noche en que se aprobó la ley, he analizado mucho esta situación y he compartido mis ideas con familiares, amigos y amigas. A los argumentos retrógrados que replican casi textualmente la lógica antiabortera (“ponete el forro si no querés ser padre”) le sigue, una vez desarticulados, la cantinela de que no es el momento de pensar en eso (como si existiera un momento exacto para pensar cualquier problema) o los ataques hacia la masculinidad (“si no es tu cuerpo, tu decisión no importa”).
Con el objetivo de profundizar más en el tema, entonces, me propuse entrevistar a referentes que estuvieran pensando en cuestiones relacionadas con el Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo. Para eso les escribí a mujeres y hombres con una militancia activa durante todo el proceso de discusión de la ley, y aunque una parte importante directamente no respondió, otros y otras me dijeron que necesitaban tiempo para pensar, elaborar y luego escribir una respuesta. En algunos casos, también ocurrió que muchos confesaban no tener una opinión formada sobre el tema.
Finalmente, algunas pocas mujeres se comprometieron con la discusión y tomaron posturas firmes, y aunque las primeras reacciones fueron en general de rechazo, durante las entrevistas algunas otras revisaron su postura y, considerando la mía, me ayudaron a pensarla con mayor profundidad. Muchas de estas personas, además, me comentaron casos cercanos donde a veces las mujeres engañan a los hombres para quedar embarazadas y luego formar una familia o bien recibir la correspondiente manutención. Cualquiera puede indagar y, sin ir muy lejos, encontrar algún caso cercano: los modos en que las personas traen hijos al mundo no son tan simples, claros ni transparentes como a veces nos gustaría creer, y aunque esto sea algo común, continúa siendo poco dicho.
Volviendo a las entrevistas: una parte del colectivo feminista (solo una parte, aunque no menor) piensa que el hombre literalmente “tiene que cerrar el orto” ante esta clase de cuestiones. Pero frases como “primero deberían renunciar a sus privilegios y después hablar”, “quieren figurar en todos lados” y “su función es acompañar” no sólo anulan la posibilidad de discusión, sino que incrementan el número de ese extraño ejército de hombres confundidos que toman el látigo para castigarse por no alcanzar el estatus de “varón deconstruido”. Y no hablo de quienes, sinceramente, tratan de construir un nuevo puente de comprensión con gran parte de ese sector, sino de quienes, a veces con un perfil más intelectual, explotan ese nicho de culpa y castigo a cambio de que cierto feminismo les acaricie la cabeza, enalteciéndolos. En última instancia, el problema es que esto no aporta nada a la construcción de una masculinidad que pueda plantear sus propias luchas y su propia agenda. Es decir, no se puede esperar de este feminismo y sus “aliades” que den la discusión sobre el lugar del padre en la gestación, e incluso tengo la certeza de que, en un primer momento, es este sector el que va a ofrecer toda la resistencia posible.
Por otro lado, en algunos talleres de masculinidad (en los que he participado este último tiempo), la victimización es probablemente el único motor. En esos espacios, los hombres sienten que tienen que pedir “perdón” por ser hombres, como si una conciencia, una educación y una sociedad nos hubieran formado para ser “machos violentos” y la única redención posible fuera un largo camino de penas hacia la nueva masculinidad. Que el hombre goza de privilegios y que, al mismo tiempo, es oprimido por la cultura patriarcal son afirmaciones que nadie niega. Pero, precisamente por eso, tal vez aportaría más pararnos sobre esas bases para establecer nuevas discusiones que usarlas como latiguillos para anular todo tipo de argumento.
Otra forma de construir masculinidad
“La pareja que debate un aborto es la que no acordó antes de la búsqueda de un hijo algunas ideas básicas. No sirve victimizar al hombre en estos debates, hay que ayudarlo a pensar cómo y por qué pone su pene en determinados agujeros”, dice la escritora, editora y comunicadora Leticia Martin. Son este tipo de voces, abiertas al debate, las que ayudan a pensar. Creo que existe también un feminismo que enseña que todo género, incluido el masculino, se construye, y que muestra con el ejemplo que las conquistas se adquieren mediante la lucha y no desde la pasividad. En lo personal, creo en la posibilidad de una masculinidad que tome las riendas de sus propios deseos sin dejar de respetar y compartir la lucha feminista. Y si una discusión acerca de las nuevas condiciones de la paternidad es posible, serán los hombres quienes tengan que ponerla en palabras.
En una entrevista a Rita Segato publicada por la Universidad Autónoma Metropolitana, la antropóloga feminista afirma que la pregunta sobre la posibilidad de que los hombres puedan colaborar con el movimiento feminista está equivocada. Las mujeres son las que están ayudando a los hombres, aclara Segato. Y sentencia: “La ayuda está yendo en esa dirección”. Es importante tener en cuenta esto. El feminismo dio un marco, una forma de construirse como género. Hay que considerar esa forma y dejar de lado la retórica impositiva y destituida que circula en la actualidad. E incluso combatirla. Porque un pensamiento activo que vele por las problemáticas masculinas aportará mucho más al movimiento feminista, pero sobre todo, al conjunto social, que los talleres de masculinidades que se construyen sobre la base de esa misma retorica. “Si la responsabilidad parcial de las mujeres con respecto al embarazo no las obliga a mantener un feto, entonces la responsabilidad parcial de los hombres con respecto al embarazo no los obliga a mantener a un niño resultante”, escribió la filósofo Elizabeth Brake en 2005.
Un nuevo marco de pensamiento
En síntesis, la discusión sobre el derecho a no ser padre o “aborto de papel” viene siendo planteada, aunque de manera marginal, en diversos países hace ya algunas décadas. En 1996, el filósofo Steven Hales escribió un artículo (Abortion and Fathers Rights) donde se ponen en discusión las obligaciones y los derechos de los varones en tanto padres. También pensadoras como Frances K. Goldscheider, profesora de sociología de la Universidad de Pensilvania, destacan lo importancia de la decisión voluntaria de la paternidad para una verdadera equidad de género. En esta línea, Laurie Shrage, otro filósofa con estudios en perspectiva de género, plantea que los hombres no deberían ser “penalizados por ser sexualmente activos”, y concluye que la “obligación paterna” castiga tanto a hombres como a niños y niñas: unos asumiendo una responsabilidad que no desean y otros en una relación con un padre ausente que nunca “voluntariamente” se convirtió en su padre.
Sin embargo, aunque la discusión está establecida en aquellos países donde la interrupción del embarazo es legal, todavía no ha llegado a tener incidencia sobre los sistemas de judiciales ni trascendencia en la opinión pública. ¿Será que una agenda propuesta por los varones molesta o no “vende” lo suficiente para imponerse? ¿O tal vez será que son esas mismas masculinidades las que no se animan a hablar de derechos?
“El lugar en que queda el padre no es equiparable a sus prerrogativas legales, es muchísimo mayor (o menor, si ni se entera). No todo se juega en la arena de la ley, ni la ley puede resolver los conflictos y tragedias de la vida: sólo se llega allí cuando fracasan otros modos –no violentos– de comunicación y acción”, explica la filósofa, ensayista y poetisa Laura Klein. Aún así, tengo la convicción de que el nuevo paradigma planteado por la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo hay una injusticia. ¿Y acaso no sería una forma de solventar esa injusticia la posibilidad de renunciar a la paternidad durante el periodo de gestación? Si eso sucediera, creo que tampoco habría un éxodo masivo de hombre huyendo de las mujeres embarazadas (por lo menos, no más de los que, de hecho, ya ocurre). Legislar sobre estas situaciones podría ofrecer un sinfín de mejoras, empezando por darle un lugar a esa problemática. Después, claro, podremos hablar sobre la función del padre en la crianza, la licencia por paternidad y tantas otras discusiones pendientes.
Los derechos adquiridos surgen de la revisión de derechos ya establecidos, y la ley que se aprobó en el Congreso en enero es una revisión de la precedente, que modifica los artículos en relación a la no punibilidad de la interrupción del embarazo. Es un avance inmenso y de dimensión, por ahora, inabordable. Pero también plantea nuevos conflictos, por lo que es necesario seguir pensándola. Los avances en materia de derecho tienen su momento histórico, pero las ideas tienen como única condición de posibilidad su propia enunciación. Por eso creo que es posible discutir acerca del derecho de no ser padre. A partir de ahí, probablemente, pueda pensarse en una paternidad diferente, que destituya de una vez la mirada retrógrada y patriarcal que considera que el hombre sólo es el sustento económico de la familia////PACO
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