Del magma de conjeturas y ficciones sobre el pasado de Javier Milei, Massa extrajo durante el último debate un recuerdo ciertamente molesto para su entonces rival. El carpetazo, en vivo y en directo, decía que, tras un breve período de pasantía, Milei no había sido seleccionado para la planta estable del Banco Central. Massa instó a Milei a que «le contara a la gente» el motivo del rechazo. Los fantasmas sobre la salud mental de Milei, que él mismo ha contribuido a alimentar, sobrevolaron por unos instantes el escenario. Ante ese cross milimétricamente planeado por los coaches de Massa, que buscaba estampar en la frente de Milei el sello de no apto para el sillón presidencial, este, cerca de la lona, sin nadie en el rincón para que tirara piadosamente la toalla, sacó un contragolpe magistral que nunca sabremos si estaba también planeado o fue apenas improvisado. Visiblemente conmovido, perdió su ímpetu habitual, admitió aquel fracaso de juventud y balbuceó que tras aquella «caída» se había empeñado en hacer todo lo posible para salir adelante. Se consumó el mejor momento de cualquier debate que hayamos visto alguna vez, en que uno de los candidatos fue por unos instantes un personaje abrumado y sincero, hermanándose a todo aquel que necesitara sacarse de encima la angustia de sus derrotas. A decir verdad, ni Milei habrá sido el peor aspirante que anduvo por los pasillos del BCRA, dado que posteriormente hizo una carrera en el sector privado, ese dominio cuyas bondades mistifica y gruñe sin descanso, ni el BCRA, está a la vista, es la NASA. El problema no era la salud mental de Milei, sino la brecha material y social que se ensanchó después de los cuatro años de Macri y el azote de la pandemia y la impavidez del FDT, que no tuvo valor ni inteligencia para empezar a cerrarla. Frente a las pantallas que transmitían el debate se había plantado ese colectivo que Oscar Masotta llamaba, en Sexo y traición en Roberto Arlt (1965), la contra–sociedad de los humillados, un colectivo que viene creciendo considerablemente desde hace muchos años y que reaccionó masivamente contra Massa, alguien que para colmo se ha adaptado a su papel de sospechoso de siempre. Que ese fragmento del debate sirva para aleccionar a los coaches de futuros candidatos: Nunca más instiguen a sus clientes a humillar a un humillado en presencia de miles de otros humillados.
Ya presidente, Milei se erige como el gran privatizador de la economía mientras socializa a diestra y siniestra su vida personal. Su abrazo al judaísmo jasídico se asemeja a una adoración limítrofe al desbarranque. Entre el muro de los lamentos y el escenario de la actriz e imitadora Fátima Flórez, su novia, no hay un puro vacío, hay otra cosa, que causa vértigo y desconcierto para los sectores ultraconservadores que lo votaron, y que es el elemento que conecta a la experiencia religiosa con la experiencia sexual: el éxtasis. Milei se ha preocupado especialmente por sexualizar, de un modo plebeyo y desafiante, su relación con Fátima. Esa sexualización es, como todo lo que Milei hace, política del gesto, maniobra de un cuerpo que lucha por su espacio entre la exasperación y la sujeción. Quién o qué está manejando a ese cuerpo es una pregunta cuya respuesta excede la mejor explicación psicológica. Al sexualizar su relación de pareja, Milei la subraya con un significado que se pretende unívoco: adulto heterosexual en pleno ejercicio de su masculinidad con una mujer adulta en pleno ejercicio de su femineidad. Fátima, por otro lado, parece haber sobreerotizado su imagen a partir de su relación con Milei. La apelación de Milei a su propia sexualidad no es novedosa. En su fase de panelista estrella se había explayado sobre sus habilidades con el sexo tántrico. El economista del montón, dogmático e histriónico mostraba un lado insospechado. O quizás no tan insospechado. Leemos a Massotta: «El sexo es por decirlo así un síntoma, disfraza y revela a la vez a algo que no es sexo; y todo lo que no es sexo es simultáneamente síntoma con respecto a lo sexual.» Cuando se insiste con exageración de lo que se tiene o se consiguió, es altamente probable que se esté enmascarando un océano de ausencias y carencias. Recordamos una foto que Fátima posteó en sus redes sociales –y luego borró– en la que se veía el edredón de una cama con dos notorias manchas todavía húmedas y una mano de hombre apoyada en la cama, al costado de las manchas. Fátima aportaba así lo suyo a la novela sexual presidencial, aunque después haya aclarado –u oscurecido – que tanto a ella como a Milei se les había volcado el té. La escasez como programa («no hay plata») tiene su reverso en la prodigalidad de los besos y las caricias de Milei a Fátima. El derroche erótico, en otro nivel, transgrede la escasez y reta a la acumulación. Como dice Bataille en El Erotismo (1957): «…en la violencia de la pasión, dilapidamos sin provecho ingentes recursos…». En el fondo, es sabido que toda transgresión es una reafirmación de la norma. Ese derroche que nos sugiere Milei no es una metáfora de la riqueza que la apertura de la economía derramará sobre nosotros, ese derroche no preanuncia nada, y sí delimita el territorio de lo que su ideología «libertaria» identifica con lo permitido o lo no condenable, y, por lo tanto, lo no mensurable. Economía libre, sí, pero de lo intersubjetivo. En este territorio el que las hace no las paga, sino que las goza, y si hay escasez que haya fotos que prueben lo contrario.
En cuanto al sexo, como en otros tantos temas, Milei va a contramano de quien dice ser discípulo, el economista y filósofo libertario norteamericano Murray Rothbard (1926-1995), que en Por una nueva libertad – El manifiesto libertario (2006) considera al sexo como «un aspecto singularmente privado de la vida». Sobran ejemplos para probar que el apego de Milei a las ideas de Rothbard es extremadamente débil. En el tema del aborto, al contrario de Milei, Rothbard afirma: «Incluso en el caso de que haya deseado tener al niño, la madre, como dueña de su cuerpo, tiene derecho a cambiar de parecer y abortarlo.» Sobre el tráfico y uso de drogas la posición de Rothbard está a años luz del conservador –así lo llamaría Rothbard– Milei: «Si se legalizara la venta de narcóticos, la oferta aumentaría de modo sustancial, los altos costos del mercado negro y las coimas a la policía desaparecerían y el precio sería lo bastante bajo como para eliminar la mayoría de los crímenes cometidos por los adictos.» Asimismo, parecería que en la visión del estado como el agresor supremo Milei sí coincidiría con Rothbard. Pero no es tan así. Aunque Milei comparta la conclusión de Rothbard de acabar con el estado, Rothbard realiza una serie de fundamentaciones sobre la cuestión que nadie escuchó ni escuchará jamás de boca de Milei, empezando por las críticas al gobierno federal norteamericano por la guerra de Vietnam, el caso Watergate y el escándalo de los papeles del Pentágono. Milei se quedó con la escena en que se nos revela que el asesino es el mayordomo y no más. Para Rothbard el estado no es sólo un alien que nos devora con la coerción impositiva, es además una máquina de guerra externa (contra otros pueblos y estados) e interna (contra los ciudadanos a los que cuales les usurpó la propiedad de la tierra). «Puesto que todos los Estados existen y se mantienen a través de la agresión contra sus ciudadanos y la apropiación de su territorio actual, y dado que en las guerras entre Estados se masacra a civiles inocentes, esas guerras siempre son injustas, aunque algunas pueden serlo más que otras. La guerra de guerrillas contra el Estado al menos tiene el potencial de cumplir con los requerimientos libertarios: la lucha se lleva a cabo contra los funcionarios y el ejército del Estado, y los métodos para obtener combatientes y para financiar la lucha son aportes voluntarios.» Imaginemos por un instante la cara de Victoria Villarreal y muchos votantes «libertarios» escuchando a Milei apoyando esto último. Hubiera sido muy interesante la opinión de Rothbard sobre la posición de Milei y su gobierno ante el genocidio del pueblo palestino que ahora mismo lleva a cabo Israel. Como lo sería el comentario de Milei sobre este párrafo de Rothbard sobre Vietnam y el rol de EE.UU. como potencia imperialista y agitador del fantasma comunista que tal vez haya olvidado: «A lo largo del trágico conflicto vietnamita, los Estados Unidos mantuvieron la ficción de que se trataba de una guerra de “agresión” por parte del Estado comunista de Vietnam del Norte contra Vietnam del Sur, un Estado amigable y “pro-occidental” (sea lo que fuere que signifique ese término) que había solicitado la ayuda estadounidense. En realidad, la guerra fue una tentativa predestinada al fracaso, por parte de una potencia imperialista, de suprimir los deseos de la inmensa mayoría de la población vietnamita y de mantener a dictadores impopulares en la mitad sureña del país, si fuera necesario, mediante el genocidio.»
El libertarismo de Milei y la sexualizacion de su relación con Fátima es parte de un mismo dispositivo de teatralización de la antipolítica. Mieli recogió el guante del 2001 y lo rellenó de motosierra, anticasta y vouchers mágicos. Al no existir tradición libertaria ni un conocimiento adecuado de las posiciones de Rothbard, un discípulo de Friedrich Von Hayek que tuvo una vida académica bastante marginal, Milei aprovechó la tierra baldía e hizo del libertarismo un elemento anómalo, su rosa de cobre. No importaría tanto la influencia de Rothbard en Milei ni es ese aquí el tema –estrictamente mucha influencia no ha tenido–, lo que importa es cómo Milei se agarró del libertarismo como leit motiv para operar en el terreno político como cabeza de playa de ideas y fuerzas ultraconservadoras. Decir, como se dice, que Milei es una variedad dentro de la especie libertaria es un sofisma para ocultar que intelectualmente no es más que un admirador tardío de Margaret Thatcher y Ronald Reagan.
En sus afiebradas «clases» en plazas y parques donde había «alumnos» hasta en los árboles, con un clima de recital de rock, opuesto al protocolo sacramental que rodeaba a las últimas presentaciones de Cristina, Milei era el Joker que le dice a Harvey Dent que se saque de la cabeza que él tiene un plan y después vuela el hospital. Pero el plan llegó y fue el redactado por Sturzenegger originalmente para Patricia Bullrich, con la sórdida colaboración de abogados de grandes estudios corporativos. El plan es un engendro cuasi legal derechista, una contrarrevolución contra un estado socialista imaginario, algo que nunca existió objetivamente pero sí existe en las cabezas de muchos votantes de sus votantes, desde Alberto Benegas Lynch (h), el «prócer» del liberalismo aborigen, hasta el pibe del delivery. Benegas Lynch (h), ferviente predicador liberal conservador, era hasta Milei un perfecto desconocido para los que se incorporaron al heterogéneo colectivo mileísta. La difusión de «las ideas de la libertad», que Milei cada vez que puede le agradece al «prócer», está relacionada a la acción de fundaciones, universidades privadas y centros de estudios varios, que, desde hace décadas, con el financiamiento de corporaciones nacionales y multinacionales e incluso agencias de gobiernos extranjeros, y junto a los grandes grupos mediáticos, propagan el pensamiento colonialista sobre las mil y una formas de vender un país y joder a los trabajadores. Verificada la imposibilidad de que Macri o Bullrich llegasen a la Casa Rosada, el denominado círculo rojo optó por la medicina antipopulista con más contraindicaciones del mercado.
Traducido, muy sintéticamente desde ya, el voto por Milei de los ninguneados de cualquier estirpe nos dice: nos cagamos en sus valores pretendidamente humanistas y en sus interpretaciones de una historia común sólo en los papeles. La traición que la progresía nacional y popular siente por ese voto que puso Milei en la Casa Rosada abrió una herida que el tiempo probará si es más política que narcisista. Esta traición esconde una venganza contra esos valores que ya no pudieron defenderse argumentando que la pésima conducción política y económica de los cuatro años de Alberto Fernández no se repetirían con Massa. ¿Cómo nos hicieron esto? Ahora, que se hundan. Aunque parezca un contrasentido, quizás los votantes de Milei que hoy ya sienten el rigor de la devaluación y el ajuste al igual que aquellos que no lo votamos, todavía estén disfrutando en su fuero íntimo el goce de haber incendiado con un simple voto los razonamientos cartesianos con los que la intelligentsia progresista creía que podía convencerlos de votar a un candidato como Massa, que se jactaba de que su ministro de economía no sería peronista. Si el principal mérito del peronismo será el de no ser peronista el problema es mucho más grave de lo que pensamos.
Los votantes de Milei fueron tan ilusos como Erdosain, el protagonista de Los siete locos y Los lanzallamas, que cree que el Astrólogo es parecido a Lenin, o como Silvio Astier, el protagonista de El juguete rabioso, que después de traicionar al Rengo, su amigo y socio de averías ante el ingeniero Vitri, está convencido de que este lo ayudará. Masotta veía a estos sujetos arltianos como subjetividades porosas que, obligados a beber el cáliz de los mandatos sociales hasta las heces, son oprimidos al mismo tiempo por las restricciones de su lugar en la sociedad. Antes en entrar en crisis de angustia se despegan temporalmente de esas condiciones fantaseando perversiones, canalladas y proyectos de invención delirantes. Arlt los capta en medio de esa dolorosa lucha entre el miedo a ser castigados por la moral social y las fantasías en las que se alojan las pulsiones que los hundirán todavía más en la materialidad de sus miserias. Erdosain confiesa su delirio masoquista situándose en el escalón más bajo posible: «Yo debo haber nacido para lacayo, uno de esos lacayos perfumados y viles con quienes las prostitutas ricas se hacen prender los broches del portasenos, mientras el amante fuma un cigarro recostado en el sofá.» Astier sabe que no irá a ninguna parte, que la partida está casi con seguridad perdida de antemano: «Lo que yo quiero, es ser admirado de los demás, elogiado de los demás. ¡Qué me importa ser un perdulario! Eso no me importa… Pero esta vida mediocre… Ser olvidado cuando muera, esto sí que es horrible. ¡Ah, si mis inventos dieran resultado!» No quedan dudas para quien haya leído a Arlt que estas criaturas pierden o se autodestruyen hagan lo que hagan.
La humillación de no tener lo que tienen las clases dirigentes es para Masotta la sombra mortífera que la clase media filtra hacia debajo de la pirámide. La clase media se define, además de por tener menos que las clases dirigentes, por medir hasta la última gota de sus derroches. El ahorro nunca sería la base de la fortuna. Al faltarle una identidad que no viene sino de la propiedad del poder necesario para manejar los hilos que mueven a la sociedad y de representar una simulación que conjure la vergüenza por no tener, la clase media no es una clase para sí. Aunque este hegelianismo puro y duro sea discutible por la complejidad que deja de lado, el conflicto entre la identidad de la clase media y la identidad de las clases dirigentes debe ser puesta en un contexto histórico. Que la clase media pueda gobernar desde 1916, cuando era una clase recientemente formada, prácticamente sin historia, y que lo haga con las limitaciones que le impone la oligarquía, sumando a esto su composición cultural heterogénea, determina que hay algo fallado en la clase media, una disonancia que viene de la estructura de poder, pero también de sus contradicciones internas que se acrecentarán por una función nueva en una sociedad con conflictos más agudos. Yrigoyen venía a proveer a la clase media, además de una representación política, una identidad que se iría gestando con los beneficios que arrojaría un sistema de elección de autoridades más democrático. Nada de esto sería decisivo en nuestra historia si la clase media no se hubiera constituido como barrera política y moral de contención de cualquier desmadre revolucionario. Esa fue la condición para su supervivencia. En el final del yrigoyenismo, incluida la fase de reacomodamientos oligárquicos que fue el alvearismo, y el inicio de la década infame, con los descolgados de esa sociedad nueva con una crisis nueva, entra de cabeza Arlt. Los siete locos y Los lanzallamas exponen la parodia cruel de un complot imposible contra el orden establecido. Las clases dirigentes en Arlt están retiradas en las sombras, pero activas en la silueta del político que defiende los valores republicanos, de los profesionales liberales que defienden las buenas costumbres, de los verdugos más o menos bien pagados. Al pasar al acto, Astier y Erdosain, un lumpen y un empleado cualunque en trance de ser otro lumpen, se constituyen en el mal de la sociedad –el asesino, el perverso, el delator–, no rompen ningún orden. Lo confirman, lo refuerzan. Sólo perpetraron un hecho para retroceder al casillero que la moral social les había previsto.
Milei supo estimular la autonomía pulsional de sus votantes con gritos y frases hechas tensando los lugares comunes de la ortodoxia económica con una facilidad sorprendente. El papa Francisco, acertadamente, lo llamó encantador de personas. Para esta ortodoxia que haya empresas del estado es un índice «socialista». Milei fue más allá y redobló la apuesta: Que haya estado, una «organización criminal» según él –involuntariamente da una buena definición de ese estado que él tanto admira–, es sinónimo de socialismo.
Para los votantes de los sectores más desfavorecidos que eligieron las tábulas rasas a las que Milei aludía confusamente en campaña, no caben las etiquetas de neofascistas, libertarios, neoliberales y ni siquiera, como reconoce Cristina, antiperonistas. Votando a Milei aspiraron a ser rozados por un batacazo que los sacara de la miseria y la mediocridad. No fue ni será así. Esta vez la pistola que usó Erdosain para matar a la Bizca y suicidarse y el fósforo con que Astier quemó al linyera tras un ataque ira al imaginar la riqueza ajena fueron el voto, la herramienta ciudadana más importante de nuestra democracia, como aún deben autoaleccionarse los nostálgicos de Alfonsín en algún comité ruinoso. Para conseguir el voto de las clases bajas en esta oportunidad no alcanzó una concepción de la política que se encalló en la experiencia estética de su propia memoria y la destreza discursiva para encubrir contradicciones y defectos. ¿Hasta cuándo algunos políticos creerán que la «gente» puede tolerar el recuerdo obsesivo de eso que si fue tan bueno nadie acierta a conocer las razones de su no repetición? La política está hecha de cualquier cosa, menos de romances irrepetibles. De todos modos, ninguna explicación arreglará las consecuencias de alguien como Milei y la entente que le cerca el sillón presidencial. A sus votantes nadie aún pasó a buscarlos por la banquina en la que ahora están varados esperando dólares y libertad (más los primeros que la segunda). Ni pasará.
Las vibraciones de los muñecos que durante la convertibilidad menemista se retorcían en los teatros de cámara personificando a los torturados de Arlt, con tintes anarco libertarios para plateas de «izquierda», se han perdido en el tiempo. Los textos sobre Arlt flotan como peces muertos en la web. No fueron ni son indicios del fin de Arlt. Es exactamente al revés. Arlt está más vivo que nunca, ha resistido a todo, incluso a las maniobras para subsumirlo en el sistema literario como un mero contra-emblema de Borges. Arlt es mucho más que eso. Ahora los clones de sus criaturas viajan con nosotros en el colectivo, a veces nos miran a los ojos y desviamos la mirada. A veces, también, aunque no sea agradable admitirlo, somos nosotros mismos ante el espejo.////PACO