Lo vi de casualidad en un bar hace 15 años. Me acerqué con unas poesías extrañas que escribía con la intención (vaya osadía) de leérselas. Una mujer que lo cuidaba me dijo:
– Aquí no.
Me pidió un teléfono. Dijo:
– El fin de semana recibe jóvenes en su casa en Santos Lugares.
Pasó un fin de semana sin noticias y el viernes sonó el teléfono. Atendí. Pidieron puntualidad. Tomé un tren. Llevé dos libros para autógrafos (Sobre héroes y tumbas; El escritor y sus fantasmas). Yo era un joven de 18 años que admiraba a Sabato. Empezaba la carrrera de letras, donde Sabato era un escritor vulgar, pretencioso. Para mis adentros lo defendía. Soñaba llevarlo del brazo y pasearlo por la facultad. La puerta se abrió. Entré. El grupo lo conformábamos: una pareja tucumana y yo. Sabato llegó y se sentó. Bastaron diez minutos para darnos cuenta de que Sabato tenía problemas de memoria. Repetía lo mismo una y otra vez. La tucumana dijo:
– Tengo ancestros indios.
Cinco minutos después, Sabato:
– ¿Vos no tendrás un pasado indígena?
La chica se rió. Dijo:
– Sí, le acabo de decir.
No me acuerdo si lo tutueábamos o no. Intercedí. Cambié de tema. Pregunté por Borges. Había leído un libro de entrevistas de Orlando Barone a Borges y Sabato. Pregunté por el encuentro, por el libro, por el peronismo. Hablé. Pregunté, tímido:
–Sobre héroes y tumbas trata… el incesto, ¿no?
– Pero claro -me dijo-. Pero claro.
Volví con los tucumanos en tren. Nos reímos un poco de Sabato. Me sentí mal, no supe defenderlo.
Dos semanas después recibí un nuevo llamado. Acudí puntual. Esta vez el grupo era: yo. Yo solo. Ernesto Sabato llegó y se sentó. Yo tenía 18 años y quería ser escritor. Escribía poesía. Le mostré. Me corrigió, con una lapicera negra. Tachó. Me dijo:
-Deje atrás España, ya nos indepedizamos.
Era cierto: yo escribía raro, como si viviera en la época colonial, donde los hombres se trataban de tú y no de vos. Después me preguntó si sabía que lo habían traducido a más de quince idiomas.
-Mire -dijo y me señaló una vitrina llena de libros suyos traducidos.
Me levanté, fui, volví, me senté.
Dos minutos después:
-¿Sabe que me tradujeron a más de quince idiomas?
No dije nada. Me levanté, fui, vi los libros traducidos, como por primera vez.
Dos minutos después lo mismo. Dije:
– Sí, sí, recién fui.
Volvió a pasar diez o doce veces. A veces me levantaba, a veces no. Nos despedimos en la puerta. Lo abracé. Me fui.
A pesar de no hacerme sentir bien, conté la anécdota mil veces. Sabato repitiendo una y otra vez lo mismo, como si viviéramos juntos en la isla de Morel. Sabato señalándome. Yo levantándome, yendo, volviendo. Mis amigos se rieron mil veces. Sabato, humorista. Hace poco intenté releer Sobre héroes y tumbas. No pasé de la página diez. Frases del estilo: “Como un bote a la deriva en un lago aparentemente tranquilo pero agitado por corrientes profundas”, me irritaban. No al adolescente que lo visitó, pero sí a mí. La forma de hacer hablar a los italianos, a los españoles, la trama, la oscuridad…
En medio de la novela, mis poesías. Vaya poesía. No sé cómo pude querer mostrarlas. Son inexpertas, rimbombantes. Son adolescentes. Sus tachaduras son generosas y oportunas. En eso Sabato tenía razón. El consejo fue escuchado. Dejé su casa y dejé España y dejé la colonia. Volví solo en tren. Tenía 18 años, la vida por delante. Vivía con mis padres, que no se habían separado. Tenía una habitación y una pequeña biblioteca. No había leído a Melville, a Kafka, a Joyce. Había conocido a Sabato, el héroe de mi adolescencia/////PACO