Desconozco con exactitud cuándo, pero en algún momento de mis lecturas sobre Rusia, me pregunté: ¿Fue la Oligarquía Rusa la que tenía afán imperialista o es el pueblo ruso el que la tiene? Y si es el pueblo quien lo tiene, ¿a qué se debe? Estas preguntas, y otras, me acompañaron a lo largo de mi viaje por Rusia en julio y agosto del año pasado.
La frontera
El cruce entre la Unión Europea y Rusia es una experiencia de siglo pasado. Tediosa de realizar, pero indispensable. Hice una escala corta en Estonia. Venía de las semi-perfectas socialdemocracias nórdicas, y la diferencia era notable. La capital de Estonia, Tallin, posee cientos de monoblocks que rodean al perfectamente conservado centro histórico medieval. En cada rincón, se observan monumentos soviéticos abandonados, y en su gente se aprecia un fuerte complejo de inferioridad que amaina las situaciones. No son muchos, pero la mayoría habla inglés, algunos hasta se animan al español. Leonid era un tipo rubio, de unos 27 años, que manejaba un taxi-bicicleta (o taxi ecológico, según ellos) para juntar dinero para viajar a Madrid, o a San Peterseburgo. Lo primero que aclaró es que nació en Tallin, pero que era ruso. “Yo soy nieto de los que mandaban acá. Odio vivir aquí, por dos razones: primero porque es mortalmente aburrido, y segundo, porque es denigrante para mí, como ruso. Imagina lo que es vivir bajo el mando de esta gente que desde siempre fueron dominados, provincia de países fuertes. Ahora me siento en un lugar que es el hazmerreír del mundo. Además, desde chico trataron de estigmatizarme diciéndome ´russkiy okkupant´”.
«Yo soy nieto de los que mandaban acá. Odio vivir aquí, por dos razones: primero porque es mortalmente aburrido, y segundo, porque es denigrante para mí, como ruso».
Otro tallines fue Anton. Él era lo que denominan “estoniano puro”. Al comentarle los dichos de Leonid, me señaló la escultura en el tejado del ayuntamiento, y me dijo “él es el Viejo Tomas. Él ha vigilado día y noche las murallas de Tallin. Sin descanso. Fue y es nuestro gran centinela. Eso sí, Tomas no ha hecho muy bien su trabajo, puesto que hemos sido conquistados primero por Dinamarca. Luego los alemanes, después los rusos, otra vez los alemanes y obviamente de nuevo los rusos. Lo que no se nos puede negar, es que nosotros no somos como nuestros primos finlandeses. Somos valientes y nuestras brigadas han combatido en todos los ejércitos enemigos luego de que fuésemos ocupados. Ha habido paradojas, como en la 2º Guerra Mundial, donde los estonianos peleamos primero en el Ejército Nazi y luego en el Ejército Rojo. Por eso las bravas brigadas estonianas están hoy al servicio de nuestros nuevos líderes: la OTAN”. Salir del encantador centro histórico de Tallin nos muestra una periferia oculta. Drogas, putas y fiestas electrónicas. Estonianos limpiando los restos dejados por jóvenes rusos que deciden tomarse unas mini vacaciones en esta fría Tijuana del Norte.
El territorio
De Tallin a San Petersburgo sólo hay 200km, pero el viaje se prolonga debido a los dos controles fronterizos. A esta altura del viaje, uno ya se había acostumbrado al perfecto inglés nórdico. Esa facilidad al turista, en Rusia se termina. Tras 6 horas de viaje, uno puede pasar a la provincia de Leningrado, y rápidamente entrar a su capital, San Petersburgo. Desde San Petersburgo hasta Moscú, hay 720 km. Mucho para ver. Tuve que contratar a un guía local, más que nada por el idioma y por la logística de organizar un viaje en tan poco tiempo.
San Petersburgo es una ciudad europea enclavada en la madre Rusia. Es Ámsterdam, Berlín, Paris y Viena en cirílico. Los palacios de los zares, el subte más profundo del mundo, canales, fortalezas, monumentos a la Gran Guerra Patriótica. Todo gigante, eficiente e imponente. Lo que sí, todos repiten “Esto no es Rusia, es nuestra interpretación del occidente de siglos pasados”. El interior que recorrí fueron las provincias de Leningrado, Nóvgorod, Tver y los alrededores de Moscú. El norte es pantanoso e infértil, con varias ex fábricas soviéticas a la vera del camino. Cerca del centro, los bosques desaparecen y el paisaje se torna similar al del sur bonaerense, aunque sin campos cultivados.
El norte es pantanoso e infértil, con varias ex fábricas soviéticas a la vera del camino. Cerca del centro, los bosques desaparecen y el paisaje se torna similar al del sur bonaerense, aunque sin campos cultivados.
Los pueblos siguen un esquema: un Kremlin, un monasterio ortodoxo y una estatua de Lenin señalando el camino a la felicidad. Alrededor de su centro, monoblocks uniformes que se apilan, y en algunos casos, monumentos al soldado desconocido. No faltan pueblerinos disfrazados de cosacos (que mucho no tienen que ver con esta zona del país) similares a los arrabaleros de la Boca o los Gauchos salteños, ávidos de cobrar por una foto con ellos y de hacer su show bailando Katyusha. El último destino, Moscú. Imponente metrópolis de 12 millones de habitantes, cosmopolita, con cada una de las etnias soviéticas presente. Una jungla simétrica, un orgullo marxista entremezclado con alcázares soviéticos trasformados en shoppings o concesionarias Ferrari.
El dinero se nota: hay Lamborghinis, gente vestida de Armani un domingo a la tarde, algo imposible de ver en el interior, mucho más austero. Las luces rojas por la noche iluminan hoces y martillos. Es distinta a toda otra megalópolis. Es decadente en ideales y firme en su logro a la vez. Sin duda, es la última Constantinopla, es la ciudad occidental en oriente que se independizó, y que desde sus entrañas mantiene el statu quo de Eurasia en la balanza de poder. Es más Roma que Washington o Pekín.
El pasado que hace al presente
Artem es un moscovita que estudió filología española en la Universidad de Moscú y trabaja de guía. De joven, evitó el servicio militar obligatorio a base de coimas, y ahora, con sus 41 años, se dedica a dar tours por toda Rusia a hispanohablantes. “no todos los filólogos españoles podemos dar clases en la Universidad de Moscú”, dice. Gordito y rubio, con un marcado acento en las erres imposible de evitar por más estudiado que tengan el idioma. Ante las constantes y repetidas preguntas, hizo casi una disertación:
En los 4 días que estuve en San Petersburgo, todas las mañanas tomé un café con Georg Georgevich el Georgiano. Vendedor de recuerdos, tiene su puesto callejero debajo de la Iglesia de Jesucristo sobre la Sangre Derramada.
“A fines de los 80s, la burocracia en el partido era tremenda y por eso, sólo los viejos llegaban al poder y todos morían pronto. Así comenzó la decadencia. Todo el país quería el cambio, había que reformar, modernizar, porque éramos ridículos. Por esto apareció en el escenario político Gorbachov, el más joven del politburó que asumió el mando. Al principio todos aplaudieron sus reformas. El problema de Gorbachov era que el hombre no tenía la suficiente capacidad mental para reformar, como sí la tuvieron los chinos. Acá no hubo reforma, hubo destrucción. La economía dejó de funcionar porque ordenó que el Estado no comprara la producción nacional, pero por miedo no privatizó. Así comenzó un vacío económico con inflación y desabastecimiento».
Le preguntó si estaban mejor en la URSS o en la actual FR. Artem dice: “es muy difícil porque cada uno tiene su opinión. Si le preguntas a un joven no te contestará porque no lo recuerda o no lo ha vivido. Pero la gente mayor, dice que vivía mejor antes, porque teníamos todo garantizado. Vivíamos tranquilos, sabiendo que nunca nos volveríamos ricos, pero teníamos apartamentos que nos daba el Estado, con calefacción que nos pagaba el Estado, agua, luz, comida, educación y medicina. De repente nuestra vida se transformó en supervivencia. Los problemas sociales estaban más resueltos, sobre todo pensando en la gente del interior”.
Los extranjeros
En los 4 días que estuve en San Petersburgo, todas las mañanas tomé un café con Georg Georgevich el Georgiano. Vendedor de recuerdos, tiene su puesto callejero debajo de la Iglesia de Jesucristo sobre la Sangre Derramada, y es según dice “el más exitoso, exceptuando las remeras, Igor el Uzbeco es el que manda en ese mercado”. Desde hace 25 años sostiene su negocio, y son las matrioskas y las antigüedades soviéticas sus caballitos de batalla. Antes hizo varias changas, incluso cultivó arroz en Mongolia.
Forma parte de la tercera generación de georgianos nacidos en Leningrado, pero según él, es un inmigrante, porque Rusia es de los rusos, y no importa lo que diga su pasaporte, todos saben de dónde es cada quien. En una de las mañanas de café, una joven blancuzca se acercó y le hizo algunas consultas en ruso sobre unos imanes. Luego de una corta cháchara, se marchó. Entonces Georg comenzó a reírse.
Caminar por la noche en Moscú cuando no se sabe dónde se va puede ser un error garrafal. Hay caminos enteros de kazajos que venden (y te obligan a comprar) shawarma con un buen vaso de vodka porque, se supone, es suicidio tomar la basura de agua que toman los rusos. Si la noche ya está entrada, es muy posible que un búlgaro te “convenza” de subir al último piso de un monoblock abandonado donde a base de pagar a medias el vodka, te contará historias y chistes con muy buen humor, eso sí, en algún idioma del este.
Los Rusos y la Pop Kul’tura
Georg me dijo: “los rusos son brutos, los georgianos fuimos los primeros cristianos aquí, les enseñamos a leer. Ellos son bárbaros, les gusta hacer cosas grandes para competir con los americanos. Son infantiles”. Cierto es que les gusta tener cosas gigantes sin sentido, como la campana más grande del mundo (que no pudieron colgar por su peso), o el cañón más grande del mundo (que nunca fue disparado). Escuchan a Stravinski pero también son los mayores fanáticos de Natalia Oreiro. Cuando vas a un shopping, podés escuchar en un evento Topper la música de Nene Malo mientras ves a las blondas en calzas tirando pasos y argentinos grabando videos sorprendidos. Son fieles seguidores de “Isaura la Esclava” y cualquier culebrón que Brasil exporte. Cuentan que es tal el fanatismo, que a las dachas ahora les dicen “Facendas”.
Caminar por la noche en Moscú cuando no se sabe dónde se va puede ser un error garrafal.
Los rusos suelen declararse antioccidentales, pero los McDonalds, Burger King, Starbucks y Subways abundan, y venden bien. Obviamente, carteles y menús en cirílicos, las papas parecen caseras, y son los únicos lugares donde se puede tomar un café respetable. Al parecer, la herencia soviética dejó una mayoría atea, pero desde los 90s la vuelta a la iglesia católica ortodoxa ha sido masiva. Es más, parece que Putin, ex KGB, ahora es religioso. En los dichos de Muhammed Sasa, somalí con el que conversé en un barco fines, “los ortodoxos son el Isis de los cristianos, pero con burocracia y sin ningún fiel”. La misa la dan de espalda y en eslavo o griego antiguo. Pero, si uno presta atención, la mayoría de los que van al templo son viejos que entran, escuchan parados dos o tres minutos, prenden una vela y se van. Casi un trámite administrativo.
En San Petersburgo, vi la fiesta de la marina, donde cientos de civiles y militares con uniformes de la armada soviética alababan con honor al ejército victorioso de la Gran Guerra Patriótica (2GM). Son banderas de la URSS las que flamean en los apartamentos y casas en el interior, la rusa sólo lo hace en edificios públicos. Los colectivos en Moscú están ploteados con motivos comunistas, algunos hasta con la cara de Stalin. Si uno se deja llevar, parece cierto lo que dicen los Simpsons, la URSS nunca cayó realmente///////////PACO