En 1835, Juan Manuel de Rosas asume su segundo mandato como gobernador de la Provincia de Buenos Aires. Ya había ejercido el cargo entre 1829 y 1832, año en el que la Legislatura decide no renovarle las facultades extraordinarias -prerrogativas gubernamentales para controlar la economía y las relaciones internacionales de toda la nación-, decisión que incita a Don Juan Manuel a dedicarse a algunas inquietudes personales. Una de ellas es ampliar la frontera de la Provincia de Buenos Aires hacia el sur, entablando relaciones medianamente civilizadas con los bárbaros que vivían en unas tolderías barbáricas y solo podían pronunciar la onomatopeya ‘bar bar’ -¿o esos eran los bárbaros europeos, que se ocuparon de dinamitar el [ya bastante] convulsionado Imperio Romano? Ni que importara: la barbarie es una sola y la civilización está de este lado de la frontera-.
Quienes apoyaban a Don Juan Manuel lo conocían como el ‘Restaurador de las Leyes’; para sus detractores, en su mayoría exiliados en la cobardía, era el ‘déspota’ o ‘tirano’. Al margen del vocativo, Don Juan Manuel sabía lo que quería y lo conseguía: si no le renovaban las facultades extraordinarias, no estaba dispuesto a ejercer el cargo de gobernador; si quería incorporar tierras para ampliar la frontera, se subía al caballo y galopaba; si quería que la población se mostrara leal, los obligaba a usar la divisa punzó. ¿Por qué privarse de hacer aquello que quería, cuando tenía el poder para hacerlo? ¿Conciliación? Ni remotamente. ¿Para qué? ¿Desde cuándo gana aquel que se sienta a charlar, a buscar una solución acordada?
Con numerosas repercusiones y algunas correspondientes polémicas de por medio, el concepto de capital erótico reformula las herramientas con las que cuenta una mujer para orquestar su rol en la sociedad: su belleza es un instrumento que puede y debe explotar, no solo en relación a las potenciales relaciones amoroso-sexuales, sino también en ámbitos públicos, laborales, sociales. Pero, incluso si se logra salir de la idea de que explotar la propia belleza -que no depende únicamente de la azarosa combinación genética, sino que también puede ser ejercitada- no es sinónimo de un cerebro yermo, queda por delante un reto no menor: el de lograr transformar esa oportunidad en un instrumento posible de ser utilizado. Porque el cuerpo sigue siendo un campo de batalla íntimo y privado, que solo una pequeña porción de las mujeres logra aprovechar. Esto no quiere decir que sea esa misma pequeña porción la única que se sienta capacitada para hacerlo, sino que la exposición del propio físico es [aún] considerado algo tan personal, que muchas veces es entendido como la exposición de la propia vulnerabilidad y que, por lo tanto, no es una bandera que se ondea frente a cualquiera. Si la exhibición del cuerpo es percibida únicamente como escasez de recursos sinápticos o como demostración de un profundo grado de intimidad, resulta difícil usufructuar sus ventajas.
Hace no demasiados días, se viralizó un video de un tal Robin Thicke, en colaboración con Pharrell y T.I., donde bailan sin la menor vergüenza algunas esculturales mujeres, entre las cuales se destaca la modelo polaco-estadounidense Emily Ratajkowski. Bellísima, deleita a los espectadores con algo más de cuatro minutos de una consecución de imágenes donde ella, simplemente, se pasea frente a la cámara. Muestra, orgullosa, todo lo hermosa que es; goza, sin tapujos, de su capital erótico. Los hombres del video, por su parte, no hacen mucho más que recrear la vista con semejante paisaje y parecen estar más que satisfechos con hacer solo eso. Quién no lo estaría. Si Emily le pidiera a Pharrell, en ese momento, que le construya una casa de diamantes extraídos exclusivamente por congoleños, Pharrell lo haría sin pensarlo dos veces, inclusive sin haber visto en su vida a un congoleño. Y también es probable que, en ese mismo momento, Pharrell odie una de las características que nos diferencia de los animales, esto es, el control sobre las pulsiones, porque, hay que reconocerlo, qué manera de ejercitar el autocontrol si se tiene a Emily en frente.
Don Juan Manuel sería un excelente profesor, no porque su mujer fuera como Emily –es más, Doña Encarnación Ezcurra no había sido bendecida por una afortunada combinación genética, por lo que tenía bien ejercitado el flanco menos vistoso del capital erótico, su costado social y político-, sino porque lograba dominar sus pulsiones, transformarlas y concretarlas en deseos tangibles. Fue gobernador durante 20 años, con facultades extraordinarias y la suma del poder público –otra prerrogativa gubernamental-, mérito nada menor y del cual pocos mortales pueden vanagloriarse. Emily también sería una excelente docente: cómo no querríamos aprender de esa liviandad con la que disfruta de su belleza.
Es cierto que la enorme mayoría de los espejos no nos devuelven la misma imagen que le devuelven a Emily, pero también es cierto que no hace falta tanto. Nadie, en su sano juicio, pediría una casa de diamantes congoleños pero sí la libertad para pasearse en paños menores, aunque no haya cámara delante, además de algunas pequeñas prerrogativas. ¿Cuáles? Simplemente eso: la posibilidad de gozar de lo propio sin estigmatizaciones exógenas. Enaltecer las cualidades físicas no significa incapacidad para enhebrar una oración coherente y disfrutar de ese enaltecimiento no implica una provocación infundada a la testosterona.
Don Juan Manuel dejó su enseñanza: la pulsión es posible de ser gobernada e, inclusive, es posible de ser convertida en un anhelo real. Emily también nos deja su parte: al cuerpo se lo goza, se lo aprovecha, se lo apropia y aprehende. Esa apropiación supone al cuerpo como un campo de batalla pero donde solo decide su dueño; la jurisdicción es singular e inalienable; aquí no hay lugar para la discusión, los debates o la solución acordada. A la pulsión se la gobierna y se la efectiviza. El pragmatismo rosista funciona más y mejor de lo que estamos dispuestos a aceptar. Viva la Santa Federación ////PACO