Integrados a una industria que hoy es tres veces más redituable que Hollywood, los videojuegos tienen un valor que trasciende la mera gratificación inmediata o el “neuromodelado positivo” que tantos papers científicos se encargan de exaltar desde hace años. A diferencia de la literatura u otras formas de arte que nos exigen mantener el foco en un objeto mientras nuestra atención es disputada por una incesante proliferación de mentions en las redes sociales, llamadas telefónicas o primicias sobre el COVID-19, todas las cuales podríamos englobar bajo el ominoso eufemismo de notificaciones, los videojuegos, además de un costo monetario conveniente -y cada vez más similar al de los libros-, exigen muy poco de nuestra parte.
Red Dead Redemption 2, el último videojuego de la compañía Rockstar, nos pone en las botas de Arthur Morgan, un cowboy que junto a una banda de forajidos recorre el Oeste de los Estados Unidos mientras transita angustiosamente el fin del siglo XIX. Arthur es parte de una comuna nómade que se dedica a robar diligencias y secuestrar ganado al mismo tiempo que sus integrantes pugnan por subirse al tren del progreso. El costumbrismo de fin de siglo, la tragedia del hombre moderno y la violencia son los temas principales del juego. Dan Houser, el guionista principal, contó que sus mayores influencias para escribir RDR2 fueron las novelas de Henry James, Charles Dickens y Fiodor Dostoievski. Sin duda, quienes todavía crean que la literatura está al borde de la extinción por culpa de los videojuegos están equivocados.
RDR2, además, es un videojuego de mundo abierto. Es decir que dentro de los límites que nos impone el código del programa, podemos hacer lo que queremos. A lo largo del inmenso mapa que el juego pone a nuestra disposición -Houser se graduó en geografía en la universidad de Oxford-, podemos cruzar ríos, montañas, bosques, pantanos, pueblos que parecen salidos de una película de John Ford y pujantes urbanizaciones industriales. Esto significa que podemos cabalgar por las praderas durante horas, pescar en el río, ver un espectáculo de vodevil en el teatro de la ciudad o agarrarnos a trompadas con la primera persona que se nos cruce, robar un tren o incendiar un pueblo entero. En tal caso, si el encierro y la pandemia avivan nuestras fantasías de aniquilación más soterradas, sumergirnos en una historia ambientada en el siglo XIX y totalmente alejados de cualquier perspectiva de futuro para dar rienda suelta a nuestros más oscuros deseos apocalípticos puede ser no solo inmensamente placentero, sino también muy aliviador. De hecho, una vez que entramos en un juego, el mundo que nos rodea pasa a un segundo plano en cuestión de segundos. A la pregunta insulsa acerca de si los videojuegos son o no son arte, por lo tanto, podríamos darle un matiz más urgente y filosófico: ¿qué nos revelan los juegos de nosotros mismos y del mundo en que vivimos? ¿Hay alguna potencia ontológica en ellos o son un simple pasatiempo más o menos indecente?
Masacrar gente con bazucas y sin ningún tipo de consecuencia real puede ser inmensamente gratificante. Pero podríamos ir más allá e incluso valorar esta oportunidad como un método higiénico para aliviar nuestras miserias y frustraciones cotidianas (aunque como acto sublimatorio resulte bastante pobre en la escala del refinamiento simbólico para cualquier neurótico promedio). Por otro lado, un videojuego no nos hace mejores personas. No bajamos de peso, no aprendemos nada útil, e incluso en los juegos online el grado de interacción con los otros es muy limitado. Los videojuegos son una pérdida absoluta de tiempo y eso, bajo las coordenadas simbólicas de la autoexploración, puede ser un bálsamo.
Sin embargo, no todo es anarquía y descontrol. De manera típica, nuestro personaje en Red Dead Redemption 2 recorre un arco narrativo que, como jugadores, transitamos bajo la forma de misiones que hacen avanzar la historia. Algunas, llamadas sidequests, son periféricas y complementarias a la trama principal. El modo de conducirnos a lo largo de estas misiones periféricas puede ser de lo más honrado, como cuando Arthur le enseña al hijo de su mejor amigo a pescar o ayuda a un médico afroamericano perseguido por un grupo supremacista blanco, o, por el contrario, puede seguir el trayecto de una espiral ascendente de violencia y destrucción, con robos y ultrajes a los más vulnerables. En todas estas pequeñas misiones e interacciones con personajes secundarios se halla el registro coral de Red Dead Redemption 2. De manera similar a novelas como Submundo, de Don Delillo, o 2666, de Roberto Bolaño, la proliferación de personajes que se entrelazan con la historia principal acercan la experiencia a la lectura de una novela total.
Pero todavía podemos ir un poco más allá. Incluso en videojuegos tan complejos como Red Dead Redemption, Grand Theft Auto o Outer Worlds, donde se supone que nuestros actos repercuten sobre la historia y el desarrollo del personaje, nuestra capacidad de decisión está confinada a una serie de elecciones predeterminadas y rígidamente codificadas (¿y no es así como se sienten nuestras vidas en cuarentena?). En el caso de los juegos de mundo abierto de alto presupuesto (para darse una idea, Grand Theft Auto 5 tuvo un costo de 265 millones de dólares), bajo esta aparente libertad de acción subyace una estructura clásica. En otras palabras, “ganamos” una vez que completamos la totalidad de las misiones principales, mientras que las sidequests aportan alguna viñeta que no afecta el desenlace de la narración. Frente a un videojuego, más aun si es de mundo abierto, confiamos, aunque sea durante algún lapso de horas, en que somos nosotros los que tenemos el control. Sin embargo, las posibilidades que pueden seguir nuestras acciones son limitadas. Al someternos a las reglas impuestas por el código del programa, somos jugados por el juego de la misma manera que, como Jacques Lacan señalaba en relación a la pintura, creemos que estamos mirando un cuadro cuando en realidad somos mirados por ese cuadro. Y es precisamente esta ilusión de estar bajo control lo que nos trae sosiego en una época “signada por la incertidumbre”, como dicen los terapeutas más amables. Si de ansiedades y de muerte se trata, vale recordar también que cuando morimos en un videojuego, renacemos inmediatamente (respawn). Entonces, ¿dónde empieza y termina el código?
En 2003, un adolescente fanático del Grand Theft Auto llamado Devin Moore robó un auto y mató a tres policías. Cuando lo interrogaron, contestó que la vida era un videojuego. Más allá de las implicancias psicopatológicas del asunto y del ruido mediático que generó en su momento, la respuesta de Devin Moore, como muchas veces sucede en casos como estos, arroja luz sobre nuestro asunto: con el advenimiento de las consolas de octava generación, los videojuegos se volvieron sumamente inmersivos. En consecuencia, tendríamos que preguntarnos si el verdadero asunto acá es si los juegos refinaron su apartado técnico hasta hacerse indistinguibles del mundo exterior o si nuestras vidas, en realidad, se volvieron cada vez más estereotipadas, hasta hacerse indistinguibles de la “mecánica” de programas tan rígidamente codificados como los videojuegos. Mientras tanto, con el fin de la cuarentena en el horizonte, ya no se trata tanto de entender la ansiedad por quedarse adentro, sino de imaginar la ansiedad por tener que salir. Sabiéndonos mirados por el cuadro, aquello que hasta recién nos servía para resistir adentro, ahora, podría ser algo que nos ayude a resistir afuera////PACO
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