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Entre las series más vistas de este enero de 2021, con la tercera temporada estrenada en Netflix el primer día del año, Cobra Kai nos ofrece un spin off de las películas Karate Kid (sin incluir ni decir nada de la cuarta, esa que no encaja en el universo de Daniel San, pero en la que sí actúa Pat Morita). La primera impresión es que los directores lograron llegar a los “serievidentes” –decir televidentes sería una especie de error de alguien quedado en el tiempo–, con una sobredosis de memorabilia ochentosa. Pero, si bien es cierto que nos manipulan con el truco de apelar a un pasado reciente –Ralph Macchio (Daniel Larusso) se puso en modo tierno al decir en entrevistas que la serie es un “abrazo nostálgico” en tiempos de covid–, es solo uno de tantos otros elementos con los cuales los creadores de Cobra Kai tiene hipnotizados a quienes ya estamos esperando la próxima temporada.
Una de las claves para pensar qué hacemos viendo la historia de Daniel San y no cualquier otra está en el décimo capítulo de la segunda temporada. En el primer día de clases, los alumnos del secundario se encuentran en los pasillos, y quienes miran la pantalla desde la comodidad de sus sillones esperan que estalle un duelo karateca desmedido. Es la primera vez que los enemigos más serios, Miguel Díaz y Tory, representando al dojo Cobra Kai, versus Robby Keene y Samantha Larusso, del Miyagi-do, comparten un día en el colegio. Segundos antes de la pelea que todos queremos ver, por unos de esos altoparlantes radiales típicos de los secundarios estadounidenses, la directora invita a los alumnos a que retiren entradas para ver el musical Grease.
Puede leerse la coreografía semisanguinaria que se desarrolla en la escena siguiente como una clara comparación con Grease. El musical megaexitoso de 1978, protagonizado por John Travolta y Olivia Newton John en sus mejores momentos, también está ambientado en un colegio secundario y, si bien los personajes cargan con una tensión que parece que en cualquier momento vamos a apreciar una batalla a muerte, la cosa nunca pasa a mayores y queda en los registros clásicos de una comedia romántica musical. Con Cobra Kai eligen contar un drama escolar absolutamente contrario: los gritos de los personajes no se transforman en canciones, sino en los que hace una persona al ser golpeada, las coreografías parecen inspiradas en la UFC, la música de fondo es un heavy metal de guitarras intervenido por las constantes amenazas y manifestaciones de dolor y, en lugar de besos y abrazos, hay sangre y caídas. Aunque a los dos contenidos audiovisuales los une la clásica idea de narrar la imposibilidad de los adultos de contener el temible impulso adolescente, parecería que uno muestra lo que en el otro era solo promesa.
En el capítulo que le sigue a esa guerra escolar de dojos, con el que se inicia la tercera temporada, viene otra referencia ochentosa: nada más y nada menos que Footloose. La historia de esa película, estrenada en 1984 y supuestamente basada en hechos reales, es la de un pueblo donde, debido a un accidente automovilístico de unos jóvenes que volvían de una fiesta, deciden prohibir la posibilidad de bailar. Lo que sigue, y sostendrá el resto de la temporada, insiste en contar que quienes en otra época necesitaban mover sus cuerpos bailando peligrosamente ahora quiere hacerlo ejerciendo su fuerza sobre el cuerpo de su enemigo. Pero que esta dosis de diez capítulos sea floja y aburrida no es debido a que las batallas deban irse a los terrenos de la clandestinidad –en los secundarios se decreta una ley seca de karate y los guardias se seguridad empiezan a revisar a los alumnos con mucho cuidado–, sino a que los luchadores parecen estar juntando fuerzas. Que a Roby lo tengan preso, a Miguel del hospital a la silla de ruedas, Samantha sufriendo ataques de pánico y Tori obligada a trabajar para darle de comer a la familia nos da una temporada que vendría a ser de reacondicionamiento e introspección. La única dosis de sangre como la gente, antes del esperadísimo tole tole en el que se destruye una hermosa mansión, se da en un mal sueño. Estos diez capítulos ponen en evidencia que Cobra Kai es tanto floja y soporífera a la hora del drama romántico (sin ni siquiera darnos soft porn de ningún tipo) como brillante en mostrar guerreros adolescentes que coquetean con la idea de matarse los unos a los otros.
Aunque puede decirse con certeza que la violencia adolescente no funciona sin el universo de Karate Kid detrás, también puede afirmarse que el universo de Karate Kid solo, sin la juventud ávida de sangre, no lograría construir el contenido audiovisual de alto voltaje que devoramos. La gran novedad de la serie está en que, en lugar de ofrecernos otra vez adolescentes atravesando sus primeras experiencias sexuales, vemos escenas parecidas a las de los noticieros –en Argentina irían acompañadas de titulares tipo “Batalla campal a la salida de boliches en Flores”, “Feroz pelea en la playa de Pinamar” o “Pelea callejera en Cosquín: un chico fue brutalmente golpeado a la salida de un boliche”– dosificadas con un suave manto de reinterpretación de películas que vimos en VHS. Cuidándose de que en ningún momento nadie saque un arma (quien quiera ver tiroteos puede ver Fargo y perder la cuenta de cuántos personajes mueren por capítulo), Cobra Kai nos conquista con una ficción en la que la pibada se patea, se muerde, se tira por las escaleras y nadie puede pararlos. Lo tranquilizador es que al final, a la hora de irnos a dormir, ninguno de estos simpáticos muchachos termina muerto////PACO
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