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A principios de 2023, durante el mes de Febrero, el jefe del departamento de crítica de cine del New York Times, Anthony Oliver Scott, conocido en el mundillo como AO Scott, anunció que tras 23 años de ejercer el oficio en el diario, abandonaría la crítica de cine para siempre.
AO Scott es un crítico muy reconocido con una carrera muy extensa, perteneciente a la aristocracia intelectual y liberal norteamericana. Su madre fue profesora en la Escuela de Ciencias Sociales de Princeton y su padre de Historia Americana en la Universidad de Nueva York. Él mismo es egresado magna cum laude con un título en literatura de la universidad de Harvard. Es, sin lugar a dudas, uno de los críticos con más alto pedigree intelectual e influencia en el medio liberal norteamericano, con una buena establecida reputación en una de las publicaciones de mayor impacto cultural del mundo. ¿Quién, pensándolo bien, dejaría esa posición de comodidad e influencia?
Hace dos meses, el 23 de marzo, el podcast diario del NYT, The Daily, dedicó su emisión a charlar con Scott acerca de su decisión. Ahí el entrevistado hace un repaso melancólico de su vida privilegiada y cuenta cómo se enamoró del cine; una estereotipada historia, francamente insoportable, acerca de un adolescente solitario que fue llevado por su madre a vivir a París en los ’80 y que sobrellevaba su aislamiento visitando salas de cine de la rive gauche donde proyectaban películas del cine clásico norteamericano. Pero también da dos razones por las cuales considera que la crítica de películas, al menos como él está acostumbrado a ejercerla, se volvió irrelevante en esta época, razones por las cuales tomó la decisión mencionada.
Ese breve pero potente diagnóstico abrió un pequeño debate acerca del status de la producción y circulación cultural en nuestra confusa época de memes, otakus y derechistas desatados. En lo personal las encontré tan interesantes como equivocadas, con lo cual quisiera hacer un breve comentario a ambas, desde mi lugar marginal de consumidor de memes, otaku y derechista. Para comodidad personal, las voy a jerarquizar en orden inverso a como él las menciona.
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Bien. Empezando de atrás para adelante, la segunda razón que AO Scott da como condición para el agrietamiento del interés del público en el discurso del crítico es la que menos me interesa pero vale la pena comentarla brevemente: el ascenso del streaming y, sobre todo, el momento en que Netflix pasa de financiar series de televisión para competir con HBO, AMC y FX, a financiar películas. No solo películas, sino lo que para AO Scott son películas que cumplen con relativamente buenos criterios de calidad en términos de producción, guión y dirección artística. Dice, de hecho, que Netflix empieza a poner plata para producir películas que no son meras “películas de Navidad” y menciona tres: Roma, de Alfonso Cuarón, Marriage Story, de Noah Baumbach, y The Irishman, de Martin Scorsese. Tres películas que, admite, le gustaron.
El problema con estas tres películas es que al sacarlas de la carteleras de cine para meterlas dentro del algoritmo, las películas pierden, según Scott, cierta “presencia cultural” e ingresan dentro de un sistema de consumo pasivo en el cual, por un lado, el contenido es seleccionado por la plataforma con un criterio diseñado según tus elecciones previas, puramente para satisfacer lo que ya crees que te gusta y no para “desafiarte” como espectador (este sería el rol tradicional del crítico, que ya no es demandado por una audiencia mimada), y por otro, la disponibilidad y ubicuidad del contenido produce, paradójicamente, un reemplazo constante del contenido más sofisticado o “difícil” por contenido más digerible porque, como siempre va a estar ahí, “mejor dejo esta película de Fellini para la semana que viene, hoy estoy cansado y prefiero ver unos capítulos de The Office” (el ejemplo es del propio Scott). La sensación de urgencia de las cambiantes carteleras de cine desaparece y el consumidor entra en un loop anestesiado de consumo estúpido.
Hay acá un debate interesante sobre la crítica “de masas”, su estatus, su futuro, etc. La dinámica de consumo está bien descripta pero la amarga queja de Scott revela su incapacidad para poder adaptarse a ella antes que la crisis del rol del crítico como tal y, en definitiva, su condición de viejo meado de una época que murió. No por nada, además, Scott decidió no abandonar la crítica totalmente, sino moverse del cine a los libros, un último refugio más amigable con su halo áureo de productor de grandes sentidos de lectura que las masas reverencian que, por su forma de circulación y consumo, se mantiene relativamente impermeable a estas nuevas lógicas de, por resumir rápido y mal, “democratización” o total warfare.
Bajo esta única clave, está claro que las audiencias ya no toleran ni requieren esas figuras que antaño direccionaban el gusto colectivo desde tribunas prestigiosas que sancionaban qué había que ver y cómo. En ese sentido, la metáfora de “desafiar” al espectador no es más que eso, una mera licencia poética cuyo único objetivo es el de velar la real operación de legitimación de ciertas obras que Scott añora. Su tragedia es, en todo caso, ser incapaz de producir una pieza interesante sobre The Office, posiblemente igual o más densa en sentidos sobre la vida moderna que una película de Fellini. Pero la crítica para un público masivo está very much alive en Twitch y YouTube, incluso en formas altamente sofisticadas, con tipos que citan a Deleuze para hablar del nuevo Zelda y tienen millones de suscriptores.
Pero entiendo su queja porque la escucho todos los días, incluso entre pibes que tienen mucho menos pedigree que Scott, que arrancaron hace 3 años, tienen un podcast que escuchan 200 personas y que se quejan que los productores de contenidos no le dan a “la prensa” el lugar que ellos creen que debieran darle. Llevan haciendo esto muchos menos años que Scott y defienden privilegios de los que nunca gozaron. Obviamente son pibes incapaces de citar a Deleuze, incapaces de agregar valor sobre la obra original. Solo pueden citar un argumento de forma literal o hablar de un gameplay y decir que “les gustó” o que “no les gustó” y pedir cafecitos. Así que entiendo que el mito del Crítico que lleva la Palabra a su Audiencia es aún poderoso en la construcción de sentidos comunes, aunque ya no exista ni el crítico, ni la palabra ni esté allí la audiencia.
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Ahora, el primer argumento que da AO Scott por el cual el rol del crítico ha dejado de ser relevante me interesa muchísimo más. Este tiene que ver con la hegemonía que han alcanzado las películas de Marvel. Él dice que la industria cinematográfica en los últimos diez o quince años dio un giro de filmes individuales hacia lo que él llama películas IP-driven. Es decir, películas que ya no se producen como hechos individuales sino como parte de un universo virtualmente infinito e interconectado que opera, al final del día, como una franquicia -en el mismo sentido en el que McDonalds, KFC, Dunkin Donuts o Taco Bell son franquicias.
El problema con estas franquicias, sigue Scott, no es necesariamente su sentido universal, infinito, hipercapitalista, hueco, etc etc sino que este nuevo formato de contenido audiovisual, porque hace referencia a un universo de personajes ya establecido y preexistente, viene con un fandom muy activo y masivo que realmente no tiene interés en evaluar o discutir la calidad “objetiva” de las películas sino que las aman por default. Y es en este contexto en que el crítico, al menos el crítico tradicional de masas que AO Scott representaba, se vuelve absolutamente irrelevante porque es incapaz de direccionar o influir en el gusto colectivo de una audiencia.
Scott lo ilustra con un ejemplo de 2012, cuando al salir The Avengers escribió un ensayo destrozando la película (“Superheroes, Super Battles, Super Egos”). Ahí decía que el film era apenas una “snappy little dialogue comedy” disfrazada de otra cosa (esa otra cosa era un cajero automático gigante de donde Disney sacaba plata), cosa que probablemente sea cierta. Al publicar ese artículo, sin embargo, Samuel L. Jackson lo criticó por twitter, tras lo cual hordas de fans empezaron a atacarlo al estilo enjambre de virgos enojados, una táctica de guerra cultural que hoy, diez años después, ya conocemos, amamos y respetamos.
Scott por supuesto vió detrás de este movimiento no un amable desacuerdo de un grupo de fans sino un Juggernaut de autoritarismo que aplasta el disenso e impide al crítico cumplir su rol de cuestionar el status quo, reproduciendo todos los falsos mitos del librepensador tan típicos del protestantismo norteamericano. Por supuesto, denunciar las tendencias anti-democráticas en las películas de Marvel es la jugada correcta para un tipo como Scott: es fácil, es sensual y lleva implícito un aire de sofisticada, aunque falsa, intelectualidad; simplemente la urgencia del cerdito que ve su casa de paja destruida bajo el soplido del lobo y no desea preguntarse por qué sino simplemente correr hacia el siguiente refugio de madera. La noción es evidentemente errónea y demuestra la ignorancia del crítico que la pronuncia porque no hace falta pasar un pequeño rato en Twitter para darse cuenta que, en realidad, hay muchísima crítica dentro del universo retorcido del fandom de Marvel, hacia las películas, hacia los directores, hacia los guionistas y hacia la propia megacorporación woke The Walt Disney Company. Hay, incluso, un tipo de crítica mucho más visceral y violenta hacia el capitalismo, el establishment y el complejo militar-industrial al interior del fandom de Marvel que en los 23 años de observaciones sarcásticas hechas por Scott a las grandes ouvres francesas, taiwanesas e iraníes que reseñó, apiladas. Pero esto, claro, Scott no puede verlo porque él forma parte, en un sentido espiritual, de ese entramado.
En un artículo seminal publicado en 1992 bajo el título “Textual Poachers: Television Fans and participatory Culture” un sociólogo ignoto del sistema académico norteamericano, Henry Jenkins, ya exploraba cómo los fans “escribían en los márgenes” de sus textos favoritos (en este caso, series de televisión muy basura de los 80s y 90s) en épocas pre-internet, negociando constantemente todo aquello que los guionistas escribían y ellos rechazaban o directamente odiaban, reinterpretándolo y “reparando” el sentido original de la obra (ocultando aspectos sobrerrepresentados, desarrollando intereses que sienten no fueron suficientemente explorados, escribiendo fan fiction, etc). Esas operaciones de “reparación” pueden ser fácilmente traspoladas (solo que multiplicadas por diez millones en términos de odio, resentimiento y obsesión por la pureza de los personajes) a la época actual.
Quizás lo que no entiende Scott es que la dinámica beligerante del fandom es un poco distinta a las lógicas de consumo de las audiencias reverenciales a las que él se había acostumbrado a hablarle en las últimas exhalaciones del siglo XX, y en este sentido, mucho más activa a la hora de proponer una mirada propia sobre las obras en circulación -mirada que no siempre es celebratoria, como él cree, de los productos de, en este caso, Marvel.
Naturalmente el fandom es impermeable a los encantos académicos de Scott porque básicamente sospecha o directamente rechaza sus credenciales universitarias. Esto es porque el sistema de credenciales que el fandom valora es muy distinto y tiene que ver con otro conocimiento no institucional, vinculado al del propio universo simbólico al que estas películas pertenecen. O dicho de otro modo, una crítica de The Avengers con las herramientas tradicionales de la crítica cinematográfica (la consistencia o relevancia del guión, la pertinencia cultural, los guiños a la historia del cine, etc) resulta una totalmente irrelevante -y potencialmente ofensiva- para el fandom de Marvel. Para ser “válida”, en cambio, dicha crítica debería demostrar al menos cierto conocimiento sobre la consistencia interna del universo Marvel (la caracterización de sus personajes vis-a-vis sus otras encarnaciones históricas, la fidelidad de la historia contra la fuente original, la consistencia del multiverso, etc), algo que obviamente AO Scott es incapaz de hacer porque no es un nerd virgen asustadizo sino un miembro integrado de la aristocracia liberal del norte industrial norteamericano.
Sin embargo, sí hay algo en lo que AO Scott acierta y es que, a medida que ingresamos en el siglo XXI, las compañías de contenidos han conscientemente virado desde un modelo de producción de contenidos hacia uno de producción de redes de fans, impulsados por la lealtad de marca y la economía afectiva y bajo la premisa de que si un contenido, cualquiera este sea, no se “viraliza” está básicamente muerto. El resultado es que las multinacionales del contenido y la tecnología han empujado prácticas, vínculos y textos tradicionalmente asociados a subculturas de nicho hacia la cultura mainstream, justamente por su potencial de viralización y su capacidad de engagement, de la misma manera en que las marcas de higiene femenina aprovecharon el impulso contracultural de los 60s y 70s y empujaron el feminismo durante las décadas subsiguientes como forma de ampliar la base de consumidores de sus productos y crear nuevos “océanos azules”. Aquellos que participábamos de redes sociales en 2010-2011 recordaremos como este movimiento fue muy celebrado y mal caracterizado como una especie de revanchismo nerd (“aquellos que sufrieron bullying en la secundaria ahora tomaban las riendas de la cultura popular y los negocios”) y como casi todos los programas periodísticos en el prime time sumaron su “experto en cultura geek”, que se sentaba a explicar el éxito de Star Wars y Pokemon en un bochornoso “tono joven”, un trend que por suerte ya fingimos haber olvidado piadosamente.
Vale la pena recordar que este entusiasmo “nerd” fue también una expresión de la nueva utopía digital que en esos años había resurgido luego de una serie de eventos que alrededor del mundo, desde la primavera árabe, el movimiento Occupy y las nuevas expresiones de hackers politizados como Anonymous, inflamaban la retórica progresista y nos hacían imaginar un nuevo movimiento horizontal y transparente, de colaboración, que reemplazara las barreras de clase, poder, riqueza y geografía y nos condujera a una sociedad emancipada y liderada por una aristocracia de compañías bellas como Google, Facebook, Apple y Tesla que en su búsqueda de profits privilegiarían el bien social y expandirían la frontera de lo posible.
De hecho, en 2011, y para ilustrar aún más el punto, Manuel Castells publicó el artículo “The Disgust Becomes a Network” en la revista Ad-busters, acerca de la “revolución española” de aquellos años (¿alguno se acuerda ya de la revolución española del 2011?), en la que argumentaba, con gran candor, que todo lo que había escrito hasta ese momento a lo largo de su carrera acerca de la “sociedad red” y la “sociedad viral” se confirmaba finalmente y tomaba una nueva y definitiva forma.
Fue con esta transformación cultural y su cristalización al nivel del mainstream, que la lógica identitaria, siempre presente pero antes diluida en un océano de otras lógicas interactivas, pasó a ser no solo hegemónica sino casi excluyente en las dinámicas de consumo de productos culturales en redes sociales (desde películas hasta revoluciones en el medio oriente).
Hoy, diez o doce años después de ese espejismo, sabemos que el tipo de identity politics que triunfó en el nuevo amanecer tecnológico que experimentó la humanidad, y que, como argumenta Angela Nagle en su fundamental obra Kill All Normies: Online Culture Wars from 4chan and Tumblr to Trump and the Alt-Right, produjo una sensibilidad online directamente heredera del estilo transgresor y contracultural de la izquierda de los 60s (en el sentido de que cultiva el individualismo, la bohemia burguesa, el posmodernismo estético, la ironía y el nihilismo por lo cual la izquierda alguna vez fue acusada por la derecha conservadora tradicional), fue el caldo de cultivo para la nueva cultura de derecha digital que dio forma a las trincheras de la culture wars de internet en las que aún hoy peleamos y que, como una marea heterogénea, coloreó la elección de Donald Trump en 2016 entre otros líderes pintorescos (algunos dirían “de derecha”) en muchos países del mundo. Y el fandom, o lo que de afuera aparecía a los ojos de AO Scott como el monstruo anti-democrático, irreflexivo y sin fisuras del fandom, en realidad asume más las estrategias, la forma, el discurso y la estética fracturada, democrática, contradictoria y troll del anti-fandom.
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Jeffrey Sconce, otro oscuro y aburrido académico norteamericano de una universidad del midwest, escribió en 2007 un artículo bajo el buen nombre de “Sleaze Artists: Cinema at the Margins of Taste, Style and Financing”. Allí, volviendo a hablar de cine, describe un tipo de hate-watching que, entre todas las definiciones que leí, para mí es la más interesante y productiva. Dice (la mala traducción es mía): “parecería que hay un tipo de audiencia hoy que ve películas no con la expectativa de ser conmovida, comprometida o incluso remotamente entretenida, sino más bien para regodearse en el cine como el medio vacilante de una cultura fallida.” Sconce llama a esto “cine-cynics” y lo describe como una forma de camp, aunque como un camp pervertido, “sin empatía o distancia histórica, lo que alguna vez fue un dandy juguetón está ahora deprimido, luego de años de desesperación y decepción, caído en el vertiginoso nihilismo del libertino aburrido.”
La definición me parece interesante. El libertino deprimido y aburrido que hace una mueca de decepción ante cualquier cosa que ve. Está claro cómo este tipo de hate-watching cínico matchea casi de forma automática con la sensibilidad de la alt-right online en tanto deudora contemporánea de la contracultura de la izquierda sesentista.
Según esta definición, el camp llamémosle “original” en la definición de Sconce, aparece como un movimiento trasgresor que contiene implícito un desafío a los sistemas de distribución de poder y asignación de prestigio que clasifica el buen gusto y lo separa de lo bajo y lo plebeyo (lo que hace AO Scott y el NYT) para, en cambio, enaltecer los productos culturales desechados y consolidar un esquema del gusto alternativo y desafiante. Sconce, de hecho, ve de esta manera al tipo de fandom que reivindica al cine de terror de clase B, al exploitation, etc. En el hate-watching, en cambio, el placer se aloja en la pura crítica y en confirmar que, sí, la película que se está viendo es de hecho mala, decadente, horrible y no tiene absolutamente nada que pueda ser rescatada. Al contrario del camp tradicional, no hay ningún intento, según Sconce, de desafiar las jerarquías del gusto social existente. Como dirían los usuarios de Reddit, la crítica solo se ejerce “for the lulz”.
En general esta apreciación se me hace un poco condescendiente y políticamente direccionada con el objetivo de cortar los lazos de herencia entre el camp y su versión “pervertida” simplemente porque mientras que uno fue históricamente “de izquierda” el segundo adoptó una idiosincrasia “de derecha”, refractaria a las opiniones de los actores individuales, como Sconce, del sistema académico norteamericano. Sin embargo, y a pesar de la retórica “anti-marxista” de la derecha, se puede rastrear de forma muy precisa cómo, pasado el punto álgido de las culture wars de los 60s y 70s, fue el propio gobierno norteamericano de Ronald Reagan el que cultivó la retórica anti-conformista, rebelde e individualista para rivalizar con la cultura colectivista, conformista y productivista de la Unión Soviética que se expresaba culturalmente en su amor por los coros de niños, las bandas de música del ejército, las orquestas y el ballet, pavimentando de esa manera el surgimiento de estas expresiones contemporáneas de cultura campy que en la actualidad vehiculizan ideas conservadoras o “de derecha”.
Al final de los años de Reagan y Thatcher, el proyecto cultural y social progresista, moralmente permisivo, transgresor y no conformista norteamericano emergía exitoso y proyectaba su luz de hegemonía al mundo, coexistiendo cómodamente con las políticas de tierra arrasada de la economía de libre-mercado que destruyó los sindicatos y las políticas sociales. Una combinación que alcanzó su más refinada expresión durante los años de Bill Clinton y Tony Blair. Quién no recuerde estos años y el estilo que los caracterizó quizás pueda sorprenderse por el estilo rebelde, hipersexualizado, libertino y hereje de la nueva alt-right, pero lo cierto es que el germen de la alianza entre contracultura de izquierda y política de derecha estuvo siempre ahí. Volviendo al libro de Nagle: “…4chan es más un producto de la revolución sexual que de la ideología conservadora tradicional del Bible Belt. Desde el principio estuvo lleno de rara pornografía hardcore, imágenes y discusiones sobre cultura gay y transgénero, y una cultura del goce que trasgredía todos y cada uno de los códigos morales en lo que se trataba de sexualidad”
En este sentido, parecería mentira que el anti-fandom, el hate-watching y la cultura de la alt-right sean tanto un Juggernaut antidemocrático que no admite el disenso, como lo caracterizan los circuitos tradicionales de asignación de privilegio; como un gesto de cinismo vacío y despolitizado, incapaz de proponer una jerarquía alternativa o subversiva, como es caracterizado desde la academia liberal. Al menos, como demostró en el caso de AO Scott, es una fuerza lo suficientemente “subversiva” para desafiar -y desmoralizar- a los cornudos liberales de Harvard hasta hacerlos retroceder al mundo culturalmente derrotado y muerto de “los libros”. Es cierto que el reemplazo para ese canon occidental pristino que se propone desde los foros y las redes sociales es, en la mayoría de los casos, un guiso un poco cabeza de animes, remakes sin alma, sagas de fantasy y ciencia ficción malísimas, influencers gritones, pornografía violenta, Onlyfans de cosplayers y videojuegos que evocan cierta nostalgia medieval y supremacista, cosa que en lo personal me parece una absoluta mierda. Pero no se puede decir que es una sociedad muy alejada, en términos de relaciones sociales y jerarquías, de aquella con la que soñaban los militantes del biopoder foucaultiano que hacían la glosa berreta del esquizoanálisis de Deleuze & Guattari y agitaban Imperio de Toni Negri. Aunque con una pequeñísima mueca de ironía.
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Finalmente, un último comentario que también contradice la posición de Sconce y Scott y, más en general, la opinión general progresista que busca vaciar de contenido y marginalizar al enjambre de antisociales que pueblan las redes sociales solo porque son un poquitito nazis.
En el libro de 2014 de Sara Ahmed The Cultural Politics of Emotion se discute cómo las emociones funcionan como formas de capital. El odio, Ahmed argumenta, es usualmente una respuesta a cierto tipo de amenaza, aún imaginaria (aunque no por eso menos real en sus efectos) y es una de las herramientas más efectivas a la hora de construir diferenciación -en el sentido bourdiano del término, que implica una lucha de poder donde un “ellos” ocupa una posición central en un campo determinado, y un “nosotros” una posición marginal que busca destronarlos. “Cómo nos sentimos respecto a otros es lo que nos alinea con un colectivo, que a la vez y paradójicamente, ‘toma forma’ solo como efecto de esas alineaciones colectivas”. El objeto de odio es, entonces, crucial en la formación de identidades colectivas y produce alianzas poderosas, porque a diferencia del amor o el agrado, que es más estático y por ende un poco más inocuo, su carácter relativamente efímero necesita que se mantenga en constante circulación para ser efectivo. Por lo tanto, para sostener el odio, expresiones o actos de odio deben ser continuamente repetidas y recirculadas, lo que significa que la “diferenciación nunca se termina”.De forma interesante, estas notas preliminares a una sociología de las emociones permiten establecer el momento en el que el odio se establece como un poderoso acto performativo y positivo, es decir, realmente instituyente de identidades (manteniendo las fronteras de la comunidad tanto como produciendo distinciones individuales frente a “la masa” externa) y no necesariamente destructivo. No es casual que, en la actualidad y por la masificación del discurso que las redes sociales habilitaron, el odio, dada su mayor productividad, ha prevalecido sobre el amor como estrategia de diferenciación para la mayoría de los colectivos y las individualidades, contaminando al fandom con las dinámicas del anti-fandom al punto de que, en el siglo XXI, el verdadero amor solo se expresa como verdadero odio////PACO
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