Los encantos orientales volvieron a cautivarnos y con @justlola decidimos, este año y sustentados en nuestra nula capacidad de ahorro y unos pasajes baratos que encontramos en una subasta demencial en Internet, visitar Shanghai y Vietnam. El plan inicial era hacer la China profunda, tratar de entender qué pasa en pequeñas  ciudades interiores –pequeñas dentro del contexto de un país de más de mil millones de habitantes- de este imperio monstruo de una economía burbujeante que también es un parque jurásico de subjetividades fabriles conducido por un partido poderoso y flexible en su vehemencia, policíaco y capaz, realmente, de incidir en la vida cotidiana de las personas. Pero el presupuesto y el gélido invierno chino nos hicieron retroceder. Por eso de China no voy a hablar: porque me quedé con las ganas, porque lo estoy pensando para otra nota y, básicamente, porque no entendí nada del país; estuve poco tiempo, en una ciudad poco representativa y que no siempre perteneció a China en su totalidad, que parece más una especie de Chicago separada de una Manhattan artificial: el famoso Bund, corazón financiero de la ciudad y de gran parte de la China septentrional; subir a la torre esa que parece un cohete espacial, llamada Perla del Oriente, cuesta como 40 dólares. Shanghai está llena de turismo interno y de ferreterías. Compramos varios libros para ver si la entendemos después de haber ido, los comentaré oportunamente. La comida es buena y barata, en especial un pollo con picante y maní que comimos en un lugar donde además se podía fumar y tomar cerveza Tsingtao, que en cualquier súper del barrio chino de Belgrano cuesta un ojo de la cara y la verdad está bien pero no está mejor que una Imperial.

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Vietnam fue diferente. El hospedaje es barato, el transporte es barato y la cerveza es baratísima. La gente es amable. La cabeza trabaja todo el tiempo y mientras visitaba las calles comerciales, el espantoso mercado de Hanoi y saludaba a las ratas que se cruzaban por la calle –especialmente copiosas en la estación de tren de Da’Nang- pensaba en una novela sobre mi familia, llamada Vietnam. Tenía una imagen, y era una habitación de hotel que se desmantelaba por una especie de huracán, las paredes estaban conformadas por planchas superpuestas de bambú que se iban separando, y en ellas aparecían imágenes de muchos de los personajes que componen mi linaje, muchos de ellos en una interminable guerra intestina, atrapados en los túneles húmedos y oscuros de la sangre.

Sobre la guerra de Vietnam lo que hay para decir es que ganaron, que perdieron 4 millones de personas y otros 3 millones quedaron mutilados, y que para ellos fue más una guerra de independencia que una contienda ideológica. Ganaron porque el pueblo estaba unido, porque conocían el territorio, y porque venían siendo invadidos desde hacía siglos y hay un punto en que esperaban esa invasión. También contaban con un servicio de inteligencia espectacular, pero a eso no lo cuentan las películas y las series porque los que van al cine necesitan tiros y no ejercitar la mente; mucho menos comprender a un pueblo. En Vietnam nadie se regodea en la guerra, es un negocio para los turistas y un trauma para los yankis. Los relatos de los museos son triunfalistas, es cierto, pero no menos que los de cualquier país. Ganaron y punto. Vietnam tiene una lista de países enemigos pero no odia a los Estados Unidos, y mucho menos desde que se abrió parcialmente al mercado, en 1986. De todas maneras, Pizza Hut es carísimo y tienen un solo tipo de pizza y en un solo tamaño.

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Quiero aclarar que cuando tengo la chance de viajar no visito museos, trato de evitar los sitios turísticos, los restaurantes caros, los templos e iglesias, los palacios de gobierno, las confiterías pelotudas en el piso 57 con vista panorámica de la ciudad, los cambios de guardia, las aldeas de campesinos subdesarrollados y cualquier otro lugar donde existan concentraciones de europeos white trash o de yanquis gordos e ignorantes, y las artesanías de mierda todas iguales que invariablemente intentan vender a los turistas. Preferimos ir a los supermercados, pasar horas en los supermercados y comprar productos desconocidos, y también ir a las tiendas de ropa, que por lo general es barata y puede ser un buen condimento para nuestro narcisismo. Emborracharnos con la bebida local e ingerir sustancias alucinógenas en entornos poco usuales. En suma, preferimos gastar el dinero en baratijas y obedecerle lo menos posible a esa biblia y documento de barbarie para nazi progresistas llamado Lonely Planet. También, caminar por la ciudad, ir a parques de diversiones y visitar cementerios, zoológicos o acuarios, si es que en el país existe la limpieza y la iniciativa necesarias como para montar un buen acuario. No es el caso de Vietnam.

Sin embargo, los trenes funcionan bien. Hay camarotes para cuatro personas, con cuchetas cómodas donde entré con las piernas extendidas –algo que no es fácil dado mi metro noventa de altura-. Convivimos con una pareja de japoneses, que, hay que decirlo, son una civilización superior, decadente pero superior al resto de Asia, y por eso no hablaron en todo el viaje y se limitaron a mirar una película en su Macbook a volumen bajo, sin perturbar nuestra lectura. Menos suerte tuvimos en el primer viaje de 14 horas, trecho Hanoi – Da’Nang, donde compartimos espacio con una pareja de holandeses ociosos que no sólo necesitaban de una socialización permanente y banal sino que eran mochileros, bancaban a la gorda pelotuda de la Reina Máxima, iban a todos los puntos recomendados por la Lonely –Sapa, al norte, cuyo atractivo es que hay cultivos, y Hue, más en el centro, cuyo atractivo es un templo gigante- y para colmo nos repitieron como cuatro veces que habían pernoctado en la casa de aldeanos locales. Trato de ser tolerante y sembré el diálogo con preguntas inocuas que poco a poco intentaban volver sobre el tema Máxima y sobre el lugar de las familias de Niels y de Anna en la estructura productiva holandesa, pero en un momento @justlola no los soportó más y, mucho más sincera, salió del camarote dispuesta a no volver hasta que yo no los hubiese fumigado, cosa que ocurrirá en un cuento que estoy escribiendo.

Ahorro detalles y reflexiones sobre el temperamento del europeo, el neocelandés y el australiano que viajan a Vietnam, de una homogeneidad cultural apabullante, para pasar al tema que me convoca, una pregunta retórica: ¿Por qué comí paloma en Vietnam?

El primer motivo fue un post de la revista Vice, la prima millonaria de la Revista Paco. Leí el post sobre comer perro en Hanoi y me sentí bastante identificado con el narrador, me agradó su uso de las metáforas y sus contradicciones y ambigüedades como westerner en un país que come al mejor amigo del westerner. Sin embargo, yo no estaba dispuesto a pagar 115 pesos por comer perro cuando en ciudades como Rosario puedo conseguirlo más barato, no ví en Hanoi ni en Saigón (Ho Chi Minh City) ningún lugar donde ofrecieran perro –pese a haber averiguado cómo se dice perro en vietnamita, y luego me enteré que el perro se come después del 15 de cada mes, casi como los ñoquis-. Tampoco quería copiarme tan deliberadamente.

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Siempre fui de probar animales no tan comunes de comer, como una forma de perderles el miedo. Probé la anguila y el cocodrilo, supongo que también la rata alguna vez, quizás en este viaje, sin saberlo. Comería a todos y cada uno de esos frondosos gatos que la gente pone haciendo idioteces en Instagram. Para mi madre, que se especializa en dar interpretaciones reduccionistas y anti espíritu científico de todo lo que la rodea, es sólo un deseo de llamar la atención e imitar a Marley, cuya mera existencia es uno de los grandes misterios de la prodigiosa industria del espectáculo de este país. La paloma me faltaba, era mucho más barata que la serpiente o la tortuga de río, se conseguía muy fácil y me pareció una buena oportunidad para concretar un sueño.

La abundancia de oferta de paloma, cocinada de acuerdo a diversas recetas milenarias, hizo parte del trabajo. La de turista es una condición singular, similar a la de ser un animal en un coto de caza, todos tratan de estafarte en forma permanente, y más en los países comunistas, donde todo tiene, o puede tener, diferentes niveles de valor. Y hay algo más: si te ofrecen cualquier porquería en televisión muchas veces al día, vas a terminar deseándola. Lo mismo le pasa al turista, si te ofrecen alcohol de quemar con una serpiente adentro, que en sus fauces sostiene a un escorpión, y te dicen que eso es algo que se toma, vas a terminar comprándolo y transportándolo a través de aeropuertos a lo ancho del planeta.

Comí la paloma en un parador dentro del Delta del Río Mekong. Me ofrecieron prepararla al vapor, hervida o rostizada. Elegí esto último, tengo la idea de que todo queda mejor rostizado. El plato estaba bien de condimento, era agridulce y traía un arroz cocido en un buen punto, pero la paloma en sí era un poco decepcionante. Aunque habían dejado las garras y la cabeza, que quedaron bastante simpáticas en la foto, la carne era poca, y no todos los cortes permitían ser pelados con facilidad cuando los agarraba con las manos. Los pocos bocados de pura carne que pude degustar tenían una consistencia seca, bastante similar a la perdiz, pero un dejo suave a pescado, quiero pensar que con reminiscencias de trucha, aunque quizás más parecida a la palometa. La comí con las manos, como corresponde. Tras algunos bocados traslucía el sabor algo salvaje y quizás tóxico de la carne de paloma, dulzón y fuerte, un sabor a frutos de los árboles, o quizás a monóxido de carbono.

Comí paloma porque estaba un poco cansado de cierta cercanía con turistas de diferentes partes del mundo civilizado y fue una manera de establecer distancias, de decirles que en mi país estamos siempre mucho más cerca de comer paloma que de pagar en dólares por sus diarreicos smoothies.

Siempre tuve una relación de odio y asco particular hacia las palomas, y creo que una de las cosas que nos mejoras como miembros de la especie humana es poder devorar, fagocitar, asimilar las cosas que más nos repugnan. Como los argentinos que agarran trabajos mal pagos en el exterior, pero en el país se les caen los anillos, tuve que ir a Vietnam a comer paloma como una forma de evolucionar en la cadena karmática en relación a las cosas que aborrezco, ya que este año tengo planeado convertirme en un ser de luz. Las palomas forman parte del paisaje urbano, transmiten enfermedades, se hacen las desprevenidas pero siempre están alertas y tratan de aprovechar la situación, devoran desperdicios, no tienen función en el ecosistema, miran a todos desde arriba, no respetan ni a las de su propia especie, ensucian, son arteras y roñosas. Comer una paloma se parece bastante a comerse un vecino. Creo que comer paloma, para mí, significaba comulgar con ciertas facetas propias del ser nacional. Fue, en alguna medida, un acto de amor./////PACO